LA ROSA ILÍCITA
por Verónica D’Auria y Silvia Guerra
(reportaje recuperado de Conversaciones oblicuas entre la cultura y el poder / Entrevistas a diez intelectuales uruguayos: Roberto Appratto, Hugo Achugar, Uruguay Cortazzo, Eduardo Espina, Luce Fabbri, Padrón Favre, Alfredo Fressia, Hilia Moreira, Teresa Porcile y Beatriz Santos / Caracol al Galope 2001)
SEGUNDA ENTREGA
Ud. habla -en una entrevista que le hizo Roberto Mascaró en Insomnia en marzo de 2000- de que en San Pablo participó de la fundación del Grupo Somos que fue el primer grupo brasileño de acción por los derechos de los homosexuales: ¿cree que la cultura gay está marginada con respecto a la “cultura” global, o es una más de las opciones o alternativas culturales?
Ustedes dan por sentado que existe una “cultura gay”, pero su definición es muy compleja. De hecho, yo también pienso que sí, existe, pero con esta precisión: existirá mientras exista la marginación, porque semejante cultura me parece inconcebible en otra circunstancia. La literatura homoerótica es tan vieja como la literatura a secas. ¿Qué diría un poeta homérico si un viajante del tiempo, tal vez atolondrado por el viaje, le dijera que pertenece a una llamada “cultura gay”? Imaginemos su respuesta. Posiblemente le diría que no entiende por qué se trataría de una cultura aparte, que el homoerotismo forma parte de la vida, como todos los deseos, como las estaciones, como los planetas, como la guerra o la paz, como los dioses. Ocurriría lo mismo en el mundo romano, en grandes períodos de la Edad Media, en el Renacimiento, y hasta en la primera parte del siglo XIX. Balzac incluye a Vautrin en su Comedia, como incluye ambiciones, entregas, generosidades, todas pasiones humanas. Sin embargo insisto en que sí existe una cultura gay, que sitúo entre fechas precisas. Hace unos años, en Brecha (2 de agosto de 1996) y en Papeles de Montevideo (Nº 2, octubre de 1997), abordé el tema. Cito esta segunda, y en parte la resumo a continuación porque creo que en sí contienen una respuesta posible a lo que ustedes me preguntan. Decía entonces que parece incuestionable la idea foucaultiana de la creación del personaje homosexual hacia mediados del siglo XIX. Lo que no pasaba de prácticas eróticas que no definían especialmente a un individuo, se vuelve, a partir de entonces, un “síntoma” externo de ese nuevo “enfermo” que es el “homosexual”, un personaje que la ciencia pasa a estudiar, analizar, disecar. Casos patológicos, pero también depravados morales o criaturas endemoniadas, los homosexuales sufrieron desde entonces persecución tanto más implacable cuanto más numerosa era la mano de obra consumidora de que la prosperidad burguesa dependía. El dispositivo ideológico justificó el crimen del que los “homosexuales” (con ese nombre científico desde 1869) fueron objeto. Citaba a Dominique Fernández (Le rapt de Ganymède, 1989) y 1968 (“liberalización” de costumbres) como las que encierran el peor período de persecución contra los homosexuales. Decía que, en lo cultural, la represión tomó por lo menos dos formas. La primera de ellas fue la prohibición, la manipulación y la mutilación de obras del tema homoerótico. Citaba, como ejemplo, el verso de Miguel Ángel Resto prigionier d’un cavaliere armato deformado en Soy prisionero de un corazón armado de virtud. Las traducciones decimonónicas de la lírica griega y latina mutilaron sistemáticamente nombres y pronombres reveladores. En una de las primeras traducciones francesas de Walt Whitman el poeta se dirigía a una destinataria femenino, manipulación que sólo acabaría debido a las denuncias de André Gide. El segundo modo de represión literaria fue censura y autocensura, frente a la cual Proust transforma a Alberto en Albertina (el cambio del género de la segunda persona se volvería una práctica frecuentemente revisitada), Jean Cocteau publica Le livre blanc (1928) sin el nombre del autor, Edward-Morgan Forster no osa publicar en vida su libro Maurice (escrito sin embargo desde 1913), Herman Melville vuelve las alusiones tan sutiles en Billy Budd (comenzado en 1888, publicado por sus herederos sólo en 1924) que el lector descuidado se despista fácilmente. D. Fernandez señala que los autores de esta literatura gay nacieron todos hacia mediados del siglo. Textualmente: Les fondateurs de cette culture son tous nés -ce n’est pas un hasard- entre 1844 et 1880: Verlaine en 1844, Loti en 1850, Eekhoud, Rimbaud et Wilde en 1854, Gide en 1869, Proust en 1871, Thomas Mann en 1875, Montherlant en 1876, Forster en 1879, Martin du Gard et Zweig en 1881. Tous liés entre eux par la solidarité secrèt des parias, tous errant une ‘lumière à la main’ dans les catacombes de la civilisation industrielle, è a la recherche d’un impossible salut.
Estos autores constituyen la verdadera literatura gay, una literatura creada sobre el doble juego de la culpa y la justificación, que teje una red infinita de alusiones, que trabaja sobre la máscara y el travestimiento, que se complace en remisiones al universo mítico, con frecuencia greco-romano, que “milita” explícita o implícitamente y oscurece (y a veces alegoriza) el significado para burlar a la censura pero también se sabe y se quiere decodificar por la parte del público dispuesto a entenderla. Balzac no necesitaba recurrir a estos juegos del estilo y de la sensibilidad cuando crea a Vautrin y a Lucien de Rubempré. En principio, los autores que hoy día crean literatura de tema homoerótico tampoco. Las feroces condiciones de la represión en el siglo oscuro dieron a esos productos culturales un conjunto de características que nos permite considerarlos como un corpus bastante coherente. Constituyen lo que denomino la literatura gay (y sigo con esto parte de los criterios de D. Fernandez.
En el caso uruguayo, más que un conjunto de obras, el período gay produjo el silenciamiento. Con la sola, pero ambigua, excepción de Armonía Somers, el homoerotismo es un tema casi siempre ausente, o mencionado desde la perspectiva homofóbica de la ideología dominante.
Hablaba después de literatura “postgay” para designar a los productos literarios de tema homoerótico ulteriores al siglo oscuro. Con una aclaración poco sorprendente: el siglo oscuro no está totalmente cerrado en casi ningún ámbito social. Queremos imaginar que todas las formas de represión se acaben. En América Latina queremos creer en el fin de las persecuciones contra los homosexuales en Cuba, el fin de las leyes represivas contra relaciones entre adultos en Chile, la aprobación de la hoy postergada “unión civil” entre personas del mismo sexo en Brasil (y en todo el Continente). Desgraciadamente, la práctica demuestra que estamos bastante lejos de la realidad deseada, tanto en el nivel jurídico como en el plano socio-simbólico más vasto, lo que determina que por el momento la estética postgay oscile entre el goce de las libertades adquiridas y la reivindicación. Si por un lado esta literatura ya no necesita burlar a la censura oficial, hereda de la etapa propiamente gay la necesidad de afirmación y, con frecuencia, de militancia. Es la encrucijada exacta en la que se encuentran -para dar un ejemplo uruguayo- los relatos de El ojo en el espejo de Álvaro Fernández Pagliano. Y es probable que, después del siglo oscuro, todos los productos estéticos gays lleven consigo la memoria de los crímenes sufridos. La literatura gay también es memoria de la persecución.
Por otro lado, no todos los actores culturales vivencian del mismo modo esta etapa que tendría que tender a la libertad expresiva, y esto se refleja en los productos culturales. En la literatura postgay uruguaya, se debe constatar su parquedad en la narrativa, en contraste con una cierta exuberancia en la lírica. En los últimos quince años la literatura uruguaya cuenta con por lo menos una docena de poetas que abordan el tema homoerótico, mientras los relatos que tratan el tema no pasan de tres libros y sólo dos ensayos lo abordan. ¿Cómo explicarlo? ¿Adjudicarlo a una oscura polisemia intrínseca de la lírica, donde los creadores se sentirían con más libertad para expresarse sin sufrir las sanciones ordinarias en una sociedad homofóbica? ¿O sería el propio carácter de gueto que tal vez caracterice la producción y el consumo de poesía en nuestras condiciones, con ediciones limitadas y destinadas a un público que con frecuencia los poetas conocen casi personalmente?
Si alguna de estas hipótesis se revela adecuada, o si ambas lo son, quedará aun más patente que la literatura postgay no significa en absoluto una ruptura con los productos del siglo oscuro. El peso de la tradición gay se revela también en algunas características de la estética neobarroca -definida por Sarduy como kitsch, camp y gay- que exacerba procedimientos estéticos ya presentes en muchos productos de la estética propiamente gay. Uruguay Cortazzo, quien ha consagrado un esfuerzo teórico considerable a este tema, resume bien el lado gay del neobarroco.
Lo vuelvo a citar textualmente: …la revuelta homosexual (es) en gran parte un ataque a esta trascendencia que la niega en su especificidad, en su inmanencia y (…) su cultura (es) de una provocante superficialidad: una irrisión de roles y actitudes, una pérdida de seriedad, una revolución carnavalesca que altera el orden de la razón social, una disolución en un ritual gratuito de máscaras y apariencias. En el neobarroco esto se traduce como un ataque a la razón poética patriarcalista. Al minimizar el significado y reducirlo a puro significante, se está justamente invirtiendo el sistema: la carne lingüística no está al servicio de un concepto superior: la razón está en el propio cuerpo, en la piel fónica (en Jaque, 6 de mayo de 1987).
Finalmente, destacaba otra característica de la etapa postgay, menos relacionada con la creación estrictamente literaria. Si ningún fenómeno cultural es totalmente autónomo con respecto a los otros hechos socioculturales, la estética postgay parece organizarse sobre la dinámica del diálogo y la “contaminación”. La cultura postgay “contamina” los productos culturales de consumo masivo, lo que se constata con facilidad en los medios creadores de imágenes, en particular la televisión y la moda. El fenómeno es nuevo, debido sin duda a la relativa novedad de la propia inflación de informaciones a la que se asiste. Esto es, si siempre hubo gays entre los grupos formadores de opinión, en la última década su presencia se vuelve funcional en la estructura de la dinámica cultural. El fenómeno trae consigo el desarrollo del consumo de productos gays, una industria que no se limita a camisetas o a danceterías de moda sino que incluye la diseminación de una estética y de actitudes comportamentales.
¿Con respecto al Brasil, considera que en el Uruguay hay espacio para la articulación de un discurso homosexual?
A la vista está que sí, hay espacio: la reprensión a los comportamientos gays no impidió la articulación de un discurso que por lo demás siguió las etapas generales (el silenciamiento -con su murmullo- de la etapa gay, los actuales productos postgays). Naturalmente hay características peculiares a cada una de las dos sociedades. Brasil tiene una tradición homofóbica más larga por el simple motivo de que la ficción llamada “Brasil” tiene cinco siglos de historia, lo que incluye por ejemplo toda la secular represión llevada a cabo por la Inquisición. Y es por eso que el discurso represivo incluye más siglos de demonización que de patologización. Una visión social y racial del tema, pero que no excluyó el dato médico se encuentra en los grandes ensayos de interpretación nacional de los años 20 y 30. Es el discurso sobre la homosexualidad entre los indios, entre los negros, pero también en las “Casa-grandes” -los espacios oligárquicos-, que se encuentra en Retrato de Brasil de Paulo Prado, en 1927-28, o en Casa-grande e senzala, 1933, de Gilberto Freyre, un autor que además admitió públicamente al fin de su vida la práctica de la homosexualidad. Dentro de este marco de amplitud secular de la represión, que parece haber potenciado el discurso brasileño sobre el homoerotismo, se debe citar la novela Bom-Crioulo de Adolfo Caminha, en 1895. Es importante por el protagonismo del tema y por la ideología que sobreentiende: la pasión sadomasoquista entre el formidable marinero negro y el rubio y frágil Aleixo es allí de naturaleza patológica, pero también de origen social, una lectura que prefigura la de los ensayistas de tres décadas después. El discurso uruguayo sobre el tema es nítidamente más escueto, y en el siglo XX más bien refugiado en la medicalización: más que hablar, murmura. Ángel Falco, en la primera década del siglo, se siente autorizado a publicar versos que explicitan el deseo homoerótico, y uno no sabe si leerlos como la respuesta del anarquista que él era a la represión del deseo, o como producto de una generación que todavía no padece en su total profundidad las prácticas represivas. Pero sin duda, el tema homoerótico tiene mucho menos tradición y alcance en la literatura uruguaya que en la brasileña. Y si en definitiva uno desea anular de una vez por todas la exclusión cultural, el gueto, el estigma de la diferencia, entonces podríamos apostar a que esa vuelta, después de años tan oscuros, podría ocurrir primero, o con más vigor, en la sociedad uruguaya, más democrática, sin tradición esclavista y menos secularmente vigilada.
¿Ud. cree que existen formas de marginación -otras- dentro de la cultura uruguaya?
Sin duda, ustedes mismas están entrevistando para este libro a gente del movimiento afro, o gente que simplemente queda al margen por no frecuentar editoriales capitalinas, o a un investigador como Daniel Vidart por hablar “sobre” los indios, ya que los poquísimos sobrevivientes casi no acceden al discurso. Pero aprovecharé su pregunta para referirme a otra forma de marginación: la gran timidez de las políticas culturales, si es que existen, o nuestra incapacidad de organizarnos para crearlas, lo que acaba suscitando la marginación del llamado “ninguneo”. El año pasado Ida Vitale me formulaba esta pregunta retórica y angustiada: ¿Quién se acuerda hoy de Clara Silva? Le respondí que socialmente nadie, claro, que el Uruguay la olvidó, y que el motivo era muy simple: nadie la reedita. Mientras los poetas viven pueden -a veces- juntar economías para editar. Después de muertos, es el olvido garantido. Yo pienso que ahora, con la Internet, se puede hacer un inmenso archivo con todo el cuerpo de la poesía nacional, que además no es tan vasto, desde el siglo XIX, desde el Parnaso oriental, pasando por Adolfo Berro, los románticos, Zorrilla, los modernistas, etc., hasta nuestros días: Sería importantísimo en un país dividido adentro entre los uruguayos “de dentro” y los de “fuera”, con poco acceso a nuestra lluviosa Biblioteca Nacional (donde además, cuando uno va, con demasiada frecuencia los libros son objeto de esta magia: “están pero no se encuentran”, sic). Escanear las obras, eventualmente recopiarlas, es un trabajo relativamente simple: La mayoría de las obras ya son de dominio público, y en el caso contrario, serán pocos los familiares que se opongan, visto que notoriamente “la poesía no se vende”. Y no se difunde, y no se encuentra, agregaría uno. He hablado con varias personas sobre esta idea -una idea simple, que en el caso de ser realizada por el MEC ocuparía a dos o tres funcionarios por relativamente poco tiempo-; en general todos concuerdan, pero nadie la ha llevado adelante. En cuanto al “ninguneo” que padecen varios artistas, vivos, el fenómeno entra en el juego y la crisis del poder cultural que mencionaba antes. Puede haber incluso una parte de mala fe por parte de quienes detentan ese poder que se viene desvaneciendo, pero importa cada vez menos debido justamente a ese mismo desleimiento. Y no es casualidad que por los subterráneos poéticos de Montevideo circulen cada vez menos las experiencias estéticas, “canónicas”, que habían encontrado espacio en empresas editoriales o en órganos de difusión que se limitaban a la inercia repetitiva, esa pasiva aceptación de un paradójico canon que se desmembra.
En una reflexión sobre la escritura y los modos de escritura que hace en el semanario Brecha del 30 de junio de 2000… ¿Cuál es en su opinión la relación entre lo cultural y lo económico en el Uruguay? ¿De qué manera difiere de Brasil?
Lo que decía en aquel testimonio sobre mi modo de escribir es que con demasiada frecuencia se olvida la situación de los artistas forzados a producir en condiciones materiales muy precarias. Es como si fuera de “buen tono” silenciar ese lado aparente pedestre de la creación, autorizando así una lectura romántica del creador pobre. Pienso que una sociedad que se sienta o se quiera sentir expresada por sus artistas, debe promover esas condiciones materiales mínimas. Hablaba de mí, obligado durante tantos años a dar clases durante horas al hilo, hasta la extenuación, pero pensaba también en artistas que ustedes conocen, que se deben agotar aun más, escritores que sobreviven como guardas de ómnibus o agentes de seguridad. Es una situación lamentable, no en lo personal -se trata sin duda de trabajos dignos-, sino por la pérdida irreparable de una producción que esos artistas muchas veces no deben poder consumar. Y uno conoce muchos casos así. Se podría pensar que es una situación típicamente uruguaya en el sentido de que Uruguay dispone, o disponía de una educación pública que garantizaba algunas condiciones para aspirar a la expresión artística, y al mismo tiempo no da el mínimo auxilio para realizarla. Pero no ocurre sólo en Uruguay. Ese tipo de precariedad en la vida de los creadores se encuentra también en Brasil, pero relativamente remediada por becas otorgadas por fundaciones privadas, concursos, recitales, conferencias en escuelas, todo pago, naturalmente. En Uruguay la iniciativa privada no se muestra sensible al tema, porque tampoco es presionada por el poder público, y las políticas culturales parecen reducidas a los premios del MEC y de la Intendencia. Creo haber oído que una radio promovió un viaje al exterior en cierto concurso de poemas, pero se trata de iniciativas muy aisladas. Hay países desarrollados que subsidian a sus artistas. No me parece que el Uruguay deba soñar pequeño, pero aun aceptando que atravesamos una crisis, no logro entender que el MEC le niegue a un artista plástico Ombú un pasaje a París para literalmente representar al país en cierta exposición para la que su obra había sido seleccionada. Países que también atraviesan crisis, como México, tiene una política editorial que resulta inimaginable para nosotros. Mi temor es que la indiferencia del poder público, sumada al descalabro de la educación, profundice la tendencia del arte a ser producido y consumido sólo en ciertos sectores sociales. No se trata de una atomización intrínseca de la postmodernidad. Es la tierra arrasada del neoliberalismo.
¿Cómo ve Ud. el futuro de la cultura uruguaya?
Hablé antes de los circuitos “subterráneos” de la poesía, y los situé en la capital. Es evidente que se no se trata de ningún ideal: uno no quiere ver la poesía resumida un único movimiento, geográficamente localizada, ni limitada a “subterráneos”. Pero, como les decía, no me parece que la mentalidad neoliberal sea simpática a la poesía, y, en general, a cualquier actividad “humanista” (hasta la palabra está desprestigiada en la ideología oficial), una actividad cuyo producto “no se vende”, que está ajeno a los juegos de mercado. Lo que parece entreverse en el futuro, inmediato por lo menos, es una labor de resistencia. Y eso en todas las manifestaciones artísticas, que son por su misma naturaleza humanistas. No olvidemos lo que se está haciendo con la educación, la tentativa de transformarla en mera formadora de mano de obra consumidora. Por algún tiempo, la simple lectura de poesía (en “papel” o en Internet) será en sí misma, y literalmente, un acto de resistencia, y hablo de poesía por mi formación, pero esto puede ser extendido a otras manifestaciones artísticas, sobre todo las menos espectaculares. En plena “cultura del espectáculo”, admitamos que no hay nada menos espectacular que la lectura, en su sentido artístico, o que la soledad de la creación. En tiempos de los “tecnotenores” de los que habla Amir Hamed, refiriéndose a la tríada que circula por los estadios del mundo, la resistencia partirá del mismo canto. Del mismo modo, la poesía deberá reaccionar contra la inanidad de los productos editoriales de consumo transnacional. La reacción es segura, como les decía al comienzo. En cuanto a su calidad, esa se medirá algún tiempo por su propia capacidad de reacción. A veces, el iceberg tiene que evolucionar indiferente al agua volátil, hacerse más denso para seguir su camino.
Café Dos Mundos, Montevideo, julio de 2000
por Verónica D’Auria y Silvia Guerra
(reportaje recuperado de Conversaciones oblicuas entre la cultura y el poder / Entrevistas a diez intelectuales uruguayos: Roberto Appratto, Hugo Achugar, Uruguay Cortazzo, Eduardo Espina, Luce Fabbri, Padrón Favre, Alfredo Fressia, Hilia Moreira, Teresa Porcile y Beatriz Santos / Caracol al Galope 2001)
SEGUNDA ENTREGA
Ud. habla -en una entrevista que le hizo Roberto Mascaró en Insomnia en marzo de 2000- de que en San Pablo participó de la fundación del Grupo Somos que fue el primer grupo brasileño de acción por los derechos de los homosexuales: ¿cree que la cultura gay está marginada con respecto a la “cultura” global, o es una más de las opciones o alternativas culturales?
Ustedes dan por sentado que existe una “cultura gay”, pero su definición es muy compleja. De hecho, yo también pienso que sí, existe, pero con esta precisión: existirá mientras exista la marginación, porque semejante cultura me parece inconcebible en otra circunstancia. La literatura homoerótica es tan vieja como la literatura a secas. ¿Qué diría un poeta homérico si un viajante del tiempo, tal vez atolondrado por el viaje, le dijera que pertenece a una llamada “cultura gay”? Imaginemos su respuesta. Posiblemente le diría que no entiende por qué se trataría de una cultura aparte, que el homoerotismo forma parte de la vida, como todos los deseos, como las estaciones, como los planetas, como la guerra o la paz, como los dioses. Ocurriría lo mismo en el mundo romano, en grandes períodos de la Edad Media, en el Renacimiento, y hasta en la primera parte del siglo XIX. Balzac incluye a Vautrin en su Comedia, como incluye ambiciones, entregas, generosidades, todas pasiones humanas. Sin embargo insisto en que sí existe una cultura gay, que sitúo entre fechas precisas. Hace unos años, en Brecha (2 de agosto de 1996) y en Papeles de Montevideo (Nº 2, octubre de 1997), abordé el tema. Cito esta segunda, y en parte la resumo a continuación porque creo que en sí contienen una respuesta posible a lo que ustedes me preguntan. Decía entonces que parece incuestionable la idea foucaultiana de la creación del personaje homosexual hacia mediados del siglo XIX. Lo que no pasaba de prácticas eróticas que no definían especialmente a un individuo, se vuelve, a partir de entonces, un “síntoma” externo de ese nuevo “enfermo” que es el “homosexual”, un personaje que la ciencia pasa a estudiar, analizar, disecar. Casos patológicos, pero también depravados morales o criaturas endemoniadas, los homosexuales sufrieron desde entonces persecución tanto más implacable cuanto más numerosa era la mano de obra consumidora de que la prosperidad burguesa dependía. El dispositivo ideológico justificó el crimen del que los “homosexuales” (con ese nombre científico desde 1869) fueron objeto. Citaba a Dominique Fernández (Le rapt de Ganymède, 1989) y 1968 (“liberalización” de costumbres) como las que encierran el peor período de persecución contra los homosexuales. Decía que, en lo cultural, la represión tomó por lo menos dos formas. La primera de ellas fue la prohibición, la manipulación y la mutilación de obras del tema homoerótico. Citaba, como ejemplo, el verso de Miguel Ángel Resto prigionier d’un cavaliere armato deformado en Soy prisionero de un corazón armado de virtud. Las traducciones decimonónicas de la lírica griega y latina mutilaron sistemáticamente nombres y pronombres reveladores. En una de las primeras traducciones francesas de Walt Whitman el poeta se dirigía a una destinataria femenino, manipulación que sólo acabaría debido a las denuncias de André Gide. El segundo modo de represión literaria fue censura y autocensura, frente a la cual Proust transforma a Alberto en Albertina (el cambio del género de la segunda persona se volvería una práctica frecuentemente revisitada), Jean Cocteau publica Le livre blanc (1928) sin el nombre del autor, Edward-Morgan Forster no osa publicar en vida su libro Maurice (escrito sin embargo desde 1913), Herman Melville vuelve las alusiones tan sutiles en Billy Budd (comenzado en 1888, publicado por sus herederos sólo en 1924) que el lector descuidado se despista fácilmente. D. Fernandez señala que los autores de esta literatura gay nacieron todos hacia mediados del siglo. Textualmente: Les fondateurs de cette culture son tous nés -ce n’est pas un hasard- entre 1844 et 1880: Verlaine en 1844, Loti en 1850, Eekhoud, Rimbaud et Wilde en 1854, Gide en 1869, Proust en 1871, Thomas Mann en 1875, Montherlant en 1876, Forster en 1879, Martin du Gard et Zweig en 1881. Tous liés entre eux par la solidarité secrèt des parias, tous errant une ‘lumière à la main’ dans les catacombes de la civilisation industrielle, è a la recherche d’un impossible salut.
Estos autores constituyen la verdadera literatura gay, una literatura creada sobre el doble juego de la culpa y la justificación, que teje una red infinita de alusiones, que trabaja sobre la máscara y el travestimiento, que se complace en remisiones al universo mítico, con frecuencia greco-romano, que “milita” explícita o implícitamente y oscurece (y a veces alegoriza) el significado para burlar a la censura pero también se sabe y se quiere decodificar por la parte del público dispuesto a entenderla. Balzac no necesitaba recurrir a estos juegos del estilo y de la sensibilidad cuando crea a Vautrin y a Lucien de Rubempré. En principio, los autores que hoy día crean literatura de tema homoerótico tampoco. Las feroces condiciones de la represión en el siglo oscuro dieron a esos productos culturales un conjunto de características que nos permite considerarlos como un corpus bastante coherente. Constituyen lo que denomino la literatura gay (y sigo con esto parte de los criterios de D. Fernandez.
En el caso uruguayo, más que un conjunto de obras, el período gay produjo el silenciamiento. Con la sola, pero ambigua, excepción de Armonía Somers, el homoerotismo es un tema casi siempre ausente, o mencionado desde la perspectiva homofóbica de la ideología dominante.
Hablaba después de literatura “postgay” para designar a los productos literarios de tema homoerótico ulteriores al siglo oscuro. Con una aclaración poco sorprendente: el siglo oscuro no está totalmente cerrado en casi ningún ámbito social. Queremos imaginar que todas las formas de represión se acaben. En América Latina queremos creer en el fin de las persecuciones contra los homosexuales en Cuba, el fin de las leyes represivas contra relaciones entre adultos en Chile, la aprobación de la hoy postergada “unión civil” entre personas del mismo sexo en Brasil (y en todo el Continente). Desgraciadamente, la práctica demuestra que estamos bastante lejos de la realidad deseada, tanto en el nivel jurídico como en el plano socio-simbólico más vasto, lo que determina que por el momento la estética postgay oscile entre el goce de las libertades adquiridas y la reivindicación. Si por un lado esta literatura ya no necesita burlar a la censura oficial, hereda de la etapa propiamente gay la necesidad de afirmación y, con frecuencia, de militancia. Es la encrucijada exacta en la que se encuentran -para dar un ejemplo uruguayo- los relatos de El ojo en el espejo de Álvaro Fernández Pagliano. Y es probable que, después del siglo oscuro, todos los productos estéticos gays lleven consigo la memoria de los crímenes sufridos. La literatura gay también es memoria de la persecución.
Por otro lado, no todos los actores culturales vivencian del mismo modo esta etapa que tendría que tender a la libertad expresiva, y esto se refleja en los productos culturales. En la literatura postgay uruguaya, se debe constatar su parquedad en la narrativa, en contraste con una cierta exuberancia en la lírica. En los últimos quince años la literatura uruguaya cuenta con por lo menos una docena de poetas que abordan el tema homoerótico, mientras los relatos que tratan el tema no pasan de tres libros y sólo dos ensayos lo abordan. ¿Cómo explicarlo? ¿Adjudicarlo a una oscura polisemia intrínseca de la lírica, donde los creadores se sentirían con más libertad para expresarse sin sufrir las sanciones ordinarias en una sociedad homofóbica? ¿O sería el propio carácter de gueto que tal vez caracterice la producción y el consumo de poesía en nuestras condiciones, con ediciones limitadas y destinadas a un público que con frecuencia los poetas conocen casi personalmente?
Si alguna de estas hipótesis se revela adecuada, o si ambas lo son, quedará aun más patente que la literatura postgay no significa en absoluto una ruptura con los productos del siglo oscuro. El peso de la tradición gay se revela también en algunas características de la estética neobarroca -definida por Sarduy como kitsch, camp y gay- que exacerba procedimientos estéticos ya presentes en muchos productos de la estética propiamente gay. Uruguay Cortazzo, quien ha consagrado un esfuerzo teórico considerable a este tema, resume bien el lado gay del neobarroco.
Lo vuelvo a citar textualmente: …la revuelta homosexual (es) en gran parte un ataque a esta trascendencia que la niega en su especificidad, en su inmanencia y (…) su cultura (es) de una provocante superficialidad: una irrisión de roles y actitudes, una pérdida de seriedad, una revolución carnavalesca que altera el orden de la razón social, una disolución en un ritual gratuito de máscaras y apariencias. En el neobarroco esto se traduce como un ataque a la razón poética patriarcalista. Al minimizar el significado y reducirlo a puro significante, se está justamente invirtiendo el sistema: la carne lingüística no está al servicio de un concepto superior: la razón está en el propio cuerpo, en la piel fónica (en Jaque, 6 de mayo de 1987).
Finalmente, destacaba otra característica de la etapa postgay, menos relacionada con la creación estrictamente literaria. Si ningún fenómeno cultural es totalmente autónomo con respecto a los otros hechos socioculturales, la estética postgay parece organizarse sobre la dinámica del diálogo y la “contaminación”. La cultura postgay “contamina” los productos culturales de consumo masivo, lo que se constata con facilidad en los medios creadores de imágenes, en particular la televisión y la moda. El fenómeno es nuevo, debido sin duda a la relativa novedad de la propia inflación de informaciones a la que se asiste. Esto es, si siempre hubo gays entre los grupos formadores de opinión, en la última década su presencia se vuelve funcional en la estructura de la dinámica cultural. El fenómeno trae consigo el desarrollo del consumo de productos gays, una industria que no se limita a camisetas o a danceterías de moda sino que incluye la diseminación de una estética y de actitudes comportamentales.
¿Con respecto al Brasil, considera que en el Uruguay hay espacio para la articulación de un discurso homosexual?
A la vista está que sí, hay espacio: la reprensión a los comportamientos gays no impidió la articulación de un discurso que por lo demás siguió las etapas generales (el silenciamiento -con su murmullo- de la etapa gay, los actuales productos postgays). Naturalmente hay características peculiares a cada una de las dos sociedades. Brasil tiene una tradición homofóbica más larga por el simple motivo de que la ficción llamada “Brasil” tiene cinco siglos de historia, lo que incluye por ejemplo toda la secular represión llevada a cabo por la Inquisición. Y es por eso que el discurso represivo incluye más siglos de demonización que de patologización. Una visión social y racial del tema, pero que no excluyó el dato médico se encuentra en los grandes ensayos de interpretación nacional de los años 20 y 30. Es el discurso sobre la homosexualidad entre los indios, entre los negros, pero también en las “Casa-grandes” -los espacios oligárquicos-, que se encuentra en Retrato de Brasil de Paulo Prado, en 1927-28, o en Casa-grande e senzala, 1933, de Gilberto Freyre, un autor que además admitió públicamente al fin de su vida la práctica de la homosexualidad. Dentro de este marco de amplitud secular de la represión, que parece haber potenciado el discurso brasileño sobre el homoerotismo, se debe citar la novela Bom-Crioulo de Adolfo Caminha, en 1895. Es importante por el protagonismo del tema y por la ideología que sobreentiende: la pasión sadomasoquista entre el formidable marinero negro y el rubio y frágil Aleixo es allí de naturaleza patológica, pero también de origen social, una lectura que prefigura la de los ensayistas de tres décadas después. El discurso uruguayo sobre el tema es nítidamente más escueto, y en el siglo XX más bien refugiado en la medicalización: más que hablar, murmura. Ángel Falco, en la primera década del siglo, se siente autorizado a publicar versos que explicitan el deseo homoerótico, y uno no sabe si leerlos como la respuesta del anarquista que él era a la represión del deseo, o como producto de una generación que todavía no padece en su total profundidad las prácticas represivas. Pero sin duda, el tema homoerótico tiene mucho menos tradición y alcance en la literatura uruguaya que en la brasileña. Y si en definitiva uno desea anular de una vez por todas la exclusión cultural, el gueto, el estigma de la diferencia, entonces podríamos apostar a que esa vuelta, después de años tan oscuros, podría ocurrir primero, o con más vigor, en la sociedad uruguaya, más democrática, sin tradición esclavista y menos secularmente vigilada.
¿Ud. cree que existen formas de marginación -otras- dentro de la cultura uruguaya?
Sin duda, ustedes mismas están entrevistando para este libro a gente del movimiento afro, o gente que simplemente queda al margen por no frecuentar editoriales capitalinas, o a un investigador como Daniel Vidart por hablar “sobre” los indios, ya que los poquísimos sobrevivientes casi no acceden al discurso. Pero aprovecharé su pregunta para referirme a otra forma de marginación: la gran timidez de las políticas culturales, si es que existen, o nuestra incapacidad de organizarnos para crearlas, lo que acaba suscitando la marginación del llamado “ninguneo”. El año pasado Ida Vitale me formulaba esta pregunta retórica y angustiada: ¿Quién se acuerda hoy de Clara Silva? Le respondí que socialmente nadie, claro, que el Uruguay la olvidó, y que el motivo era muy simple: nadie la reedita. Mientras los poetas viven pueden -a veces- juntar economías para editar. Después de muertos, es el olvido garantido. Yo pienso que ahora, con la Internet, se puede hacer un inmenso archivo con todo el cuerpo de la poesía nacional, que además no es tan vasto, desde el siglo XIX, desde el Parnaso oriental, pasando por Adolfo Berro, los románticos, Zorrilla, los modernistas, etc., hasta nuestros días: Sería importantísimo en un país dividido adentro entre los uruguayos “de dentro” y los de “fuera”, con poco acceso a nuestra lluviosa Biblioteca Nacional (donde además, cuando uno va, con demasiada frecuencia los libros son objeto de esta magia: “están pero no se encuentran”, sic). Escanear las obras, eventualmente recopiarlas, es un trabajo relativamente simple: La mayoría de las obras ya son de dominio público, y en el caso contrario, serán pocos los familiares que se opongan, visto que notoriamente “la poesía no se vende”. Y no se difunde, y no se encuentra, agregaría uno. He hablado con varias personas sobre esta idea -una idea simple, que en el caso de ser realizada por el MEC ocuparía a dos o tres funcionarios por relativamente poco tiempo-; en general todos concuerdan, pero nadie la ha llevado adelante. En cuanto al “ninguneo” que padecen varios artistas, vivos, el fenómeno entra en el juego y la crisis del poder cultural que mencionaba antes. Puede haber incluso una parte de mala fe por parte de quienes detentan ese poder que se viene desvaneciendo, pero importa cada vez menos debido justamente a ese mismo desleimiento. Y no es casualidad que por los subterráneos poéticos de Montevideo circulen cada vez menos las experiencias estéticas, “canónicas”, que habían encontrado espacio en empresas editoriales o en órganos de difusión que se limitaban a la inercia repetitiva, esa pasiva aceptación de un paradójico canon que se desmembra.
En una reflexión sobre la escritura y los modos de escritura que hace en el semanario Brecha del 30 de junio de 2000… ¿Cuál es en su opinión la relación entre lo cultural y lo económico en el Uruguay? ¿De qué manera difiere de Brasil?
Lo que decía en aquel testimonio sobre mi modo de escribir es que con demasiada frecuencia se olvida la situación de los artistas forzados a producir en condiciones materiales muy precarias. Es como si fuera de “buen tono” silenciar ese lado aparente pedestre de la creación, autorizando así una lectura romántica del creador pobre. Pienso que una sociedad que se sienta o se quiera sentir expresada por sus artistas, debe promover esas condiciones materiales mínimas. Hablaba de mí, obligado durante tantos años a dar clases durante horas al hilo, hasta la extenuación, pero pensaba también en artistas que ustedes conocen, que se deben agotar aun más, escritores que sobreviven como guardas de ómnibus o agentes de seguridad. Es una situación lamentable, no en lo personal -se trata sin duda de trabajos dignos-, sino por la pérdida irreparable de una producción que esos artistas muchas veces no deben poder consumar. Y uno conoce muchos casos así. Se podría pensar que es una situación típicamente uruguaya en el sentido de que Uruguay dispone, o disponía de una educación pública que garantizaba algunas condiciones para aspirar a la expresión artística, y al mismo tiempo no da el mínimo auxilio para realizarla. Pero no ocurre sólo en Uruguay. Ese tipo de precariedad en la vida de los creadores se encuentra también en Brasil, pero relativamente remediada por becas otorgadas por fundaciones privadas, concursos, recitales, conferencias en escuelas, todo pago, naturalmente. En Uruguay la iniciativa privada no se muestra sensible al tema, porque tampoco es presionada por el poder público, y las políticas culturales parecen reducidas a los premios del MEC y de la Intendencia. Creo haber oído que una radio promovió un viaje al exterior en cierto concurso de poemas, pero se trata de iniciativas muy aisladas. Hay países desarrollados que subsidian a sus artistas. No me parece que el Uruguay deba soñar pequeño, pero aun aceptando que atravesamos una crisis, no logro entender que el MEC le niegue a un artista plástico Ombú un pasaje a París para literalmente representar al país en cierta exposición para la que su obra había sido seleccionada. Países que también atraviesan crisis, como México, tiene una política editorial que resulta inimaginable para nosotros. Mi temor es que la indiferencia del poder público, sumada al descalabro de la educación, profundice la tendencia del arte a ser producido y consumido sólo en ciertos sectores sociales. No se trata de una atomización intrínseca de la postmodernidad. Es la tierra arrasada del neoliberalismo.
¿Cómo ve Ud. el futuro de la cultura uruguaya?
Hablé antes de los circuitos “subterráneos” de la poesía, y los situé en la capital. Es evidente que se no se trata de ningún ideal: uno no quiere ver la poesía resumida un único movimiento, geográficamente localizada, ni limitada a “subterráneos”. Pero, como les decía, no me parece que la mentalidad neoliberal sea simpática a la poesía, y, en general, a cualquier actividad “humanista” (hasta la palabra está desprestigiada en la ideología oficial), una actividad cuyo producto “no se vende”, que está ajeno a los juegos de mercado. Lo que parece entreverse en el futuro, inmediato por lo menos, es una labor de resistencia. Y eso en todas las manifestaciones artísticas, que son por su misma naturaleza humanistas. No olvidemos lo que se está haciendo con la educación, la tentativa de transformarla en mera formadora de mano de obra consumidora. Por algún tiempo, la simple lectura de poesía (en “papel” o en Internet) será en sí misma, y literalmente, un acto de resistencia, y hablo de poesía por mi formación, pero esto puede ser extendido a otras manifestaciones artísticas, sobre todo las menos espectaculares. En plena “cultura del espectáculo”, admitamos que no hay nada menos espectacular que la lectura, en su sentido artístico, o que la soledad de la creación. En tiempos de los “tecnotenores” de los que habla Amir Hamed, refiriéndose a la tríada que circula por los estadios del mundo, la resistencia partirá del mismo canto. Del mismo modo, la poesía deberá reaccionar contra la inanidad de los productos editoriales de consumo transnacional. La reacción es segura, como les decía al comienzo. En cuanto a su calidad, esa se medirá algún tiempo por su propia capacidad de reacción. A veces, el iceberg tiene que evolucionar indiferente al agua volátil, hacerse más denso para seguir su camino.
Café Dos Mundos, Montevideo, julio de 2000
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