sábado

ORTEGA Y GASSET / LA REBELIÓN DE LAS MASAS



VIGESIMOSEXTA ENTREGA

EN CUANTO AL PACIFISMO… (II)

En el derecho internacional, esta incongruencia entre la estabilidad de la justicia y la movilidad de la realidad, que el pacifista quiere someter a aquella, llega a su máxima potencia. Considerada en lo que el derecho importa, la historia es, ante todo, el cambio en el reparto del poder sobre la tierra. Y mientras no existan principios de justicia que, siquiera en teoría, regulen satisfactoriamente esos cambios del poderío, todo pacifismo es pena de amor perdida. Porque si la realidad histórica es eso ante todo, parecerá evidente que la iniuria máxima sea el statu quo. No extraña, pues, el fracaso de la Sociedad de Naciones, gigantesco aparato construido para administrar el statu quo.

El hombre necesita un derecho dinámico, un derecho plástico y en movimiento, capaz de acompañar a la historia en su metamorfosis. La demanda no es exorbitante, ni utópica, ni siquiera nueva. Desde hace más de setenta años, el derecho, tanto civil como político, evoluciona en ese sentido. Por ejemplo: casi todas las constituciones contemporáneas procuran ser “abiertas”. Aunque el expediente es un poco ingenuo, conviene recordarlo, porque en él se declara la aspiración a un derecho semoviente. Pero, a mi juicio, lo más fértil sería analizar a fondo e intentar definir con precisión -es decir, extraer la teoría que en él yace muda- el fenómeno jurídico más avanzado que se ha producido hasta la fecha en el planeta, la British Commonwealth of Nations. Se me dirá que esto es imposible porque posiblemente ese extraño fenómeno jurídico ha sido forjado mediante estos dos principios; uno, el formulado por Balfour en 1926 con sus famosas palabras: En las cuestiones del Imperio es preciso evitar el refining discussing or defining. Otro, el principio “del margen y de la elasticidad”, enunciado por sir Austin Chamberlain en su histórico discurso del 12 de setiembre de 1925. “Mírense las relaciones entre las diferentes secciones del Imperio Británico: la unidad del Imperio Británico no está hecha sobre una constitución lógica. No está siquiera basada en la Constitución. Porque queremos conservar a toda costa un margen y una elasticidad.

Sería un error no ver en estas dos fórmulas más que emanaciones del oportunismo político. Lejos de ello, expresan muy adecuadamente la formidable realidad que es la British Commonwealth of Nations y la designan precisamente bajo su aspecto jurídico. Lo que hacen no es definirla, porque un político no ha venido al mundo para eso, y si el político es inglés siente que definir algo es casi cometer una traición. Pero es evidente que hay otros hombres cuya misión es hacer lo que al político, y especialmente al inglés, está prohibido: definir las cosas, aunque estas se presenten con la pretensión de ser esencialmente vagas. En principio, no es más ni menos difícil definir el triángulo que la niebla. Importaría mucho reducir a conceptos claros esa situación efectiva del derecho que consiste en puros “márgenes” y puras “elasticidades”. Porque la elasticidad es la condición que permite a un derecho ser plástico, y si se le atribuye un margen, es que se prevé su movimiento. Si en vez de entender esos dos caracteres como meras ilusiones y como insuficiencias de un derecho, las tomamos como cualidades positivas, es posible que se abran ante nosotros las más fértiles perspectivas. Probablemente, la Constitución del Imperio británico se parece mucho al “molusco de referencia” de que habló Einstein, una idea que al principio se juzgó ininteligible y que es hoy base de la nueva mecánica.

La capacidad para descubrir la nueva técnica de justicia que aquí se postula está preformada en toda la tradición jurídica de Inglaterra más intensamente que en la de ningún otro país. Y ello no es ciertamente por casualidad. La manera inglesa de ver el derecho no es sino un caso particular del estilo general que caracteriza al pensamiento británico, en el cual adquiere su expresión más extrema y depurada lo que acaso es el destino intelectual de Occidente, a saber: interpretar todo lo inerte y material como puro dinamismo, sustituir lo que no parece ser sino “cosa” yacente, quieta y fija, por fuerzas, movimientos y funciones. Inglaterra ha sido, en todos los órdenes de la vida, newtoniana. Pero no creo necesario detenerme en este punto. Supongo que cien veces se habrá hecho constar y habrá sido demostrado con suficiente detalle. Permítaseme sólo que, como empedernido lector, manifieste mi desideratum de leer un libro cuyo tema sea este: el newtonismo inglés fuera de la física; por tanto, en todos los demás órdenes de la vida.

Si resumo ahora mi razonamiento, parecerá, creo yo, constituido por una línea sencilla y clara.

Está bien que el hombre pacífico se ocupe directamente en evitar esta o aquella guerra; pero el pacifismo no consiste en eso, sino en construir la otra forma de convivencia humana que es la paz. Esto significa la invención y ejercicio de toda una serie de nuevas técnicas. La primera de ellas es una nueva técnica jurídica que comience por descubrir principios de equidad referentes a los cambios de reparto del poder sobre la tierra.

Pero la idea de un nuevo derecho no es todavía un derecho. No olvidemos que el derecho se compone de muchas cosas más que una idea: por ejemplo, forman parte de él los bíceps de los gendarmes o sus sucedáneos. A la técnica del puro pensamiento jurídico tienen que acompañar muchas otras técnicas aun más complicadas.

Desgraciadamente, el nombre mismo de derecho internacional estorba a una clara visión de lo que sería en su plena realidad un derecho de las naciones. Porque el derecho nos parecería ser un fenómeno que acontece dentro de las sociedades, y el llamado “inter-nacional” nos invita, por el contrario, a imaginar un derecho que acontece entre ellas; es decir, en un vacío social. En este vacío social las naciones se reunirían, y mediante un pacto crearían una sociedad nueva, que sería, por mágica virtud de los vocablos, la Sociedad de Naciones. Pero esto tiene todo el aire de un calembour (1). Una sociedad constituida mediante un pacto sólo es sociedad en el sentido que este vocablo tiene para el derecho civil, esto es, una asociación. Mas una asociación no puede existir como realidad jurídica si no surge sobre un área donde previamente tiene vigencia un cierto derecho civil. Otra cosa son puras fantasmagorías. Ese área donde la sociedad pactada surge es otra sociedad preexistente, que no es obra de ningún pacto, sino que es el resultado de una convivencia inveterada. Esta auténtica sociedad y no asociación sólo se parece a la otra en el nombre. De aquí el calembour.

Sin que yo pretenda resolver ahora con gesto dogmático, de paso y al vuelo, las cuestiones más intrincadas de la filosofía del derecho y de la sociología, me atrevo a insinuar que caminará seguro quien exija, cuando alguien le hable de un hecho jurídico, que le indique la sociedad portadora de ese derecho y previa a él. En el vacío social no hay ni nace derecho. Éste requiere como substrato una unidad de convivencia humana, lo mismo que el uso y la costumbre, de quienes el derecho es el hermano menor, pero más enérgico. Hasta el punto es así, que no existe síntoma más seguro para descubrir la existencia de una auténtica sociedad que la existencia de un hecho jurídico. Enturbia la existencia de esto la confusión habitual que padecemos al creer que toda auténtica sociedad tiene por fuerza que poseer un Estado auténtico. Pero es bien claro que el aparato estatal no se produce dentro de una sociedad, sino en un estadio muy avanzado de su evolución. Tal vez el Estado proporciona al derecho ciertas perfecciones, pero es innecesario enunciar ante lectores ingleses que el derecho existe sin el Estado y su actividad estatutaria.

Cuando hablamos de las naciones tendemos a representárnoslas como sociedades separadas y cerradas hacia dentro de sí mismas. Pero esto es una abstracción que deja fuera lo más importante de la realidad. Sin duda, la convivencia o trato de los ingleses entre sí es mucho más intensa que, por ejemplo, la convivencia entre los hombres de Inglaterra y los hombres de Alemania y de Francia. Mas es evidente que existe una convivencia general de los europeos entre sí, y por tanto que Europa es una sociedad vieja de muchos siglos y que tiene una historia propia como pueda tenerla cada nación particular. Esta sociedad general europea posee un grado o índice de socialización menos elevado que el que han logrado desde el siglo XVI las sociedades particulares llamadas naciones europeas. Dígase, pues, que Europa es una sociedad más tenue que Inglaterra o que Francia, pero no se desconozca su efectivo carácter de sociedad. La cosa importa superlativamente, porque las únicas posibilidades de paz que existan dependen de que exista o no efectivamente una sociedad europea. Si Europa es sólo una pluralidad de naciones, pueden los pacíficos despedirse radicalmente de sus esperanzas (2). Entre sociedades independientes no puede existir verdadera paz. Lo que solemos llamar así no es más que un estado de guerra mínima o latente.

Como los fenómenos corporales son el idioma y el jeroglífico, merced al cual pensamos las realidades morales, no es para dicho el daño que engendra una errónea imagen visual convertida en hábito de nuestra mente. Por esta razón censuro esa figura de Europa en que esta aparece constituida por una muchedumbre de esferas -las naciones- que sólo mantienen algunos contactos externos. Esta metáfora de jugador de billar debiera desesperar al buen pacifista, porque, como el billar, no nos promete más eventualidad que el choque. Corrijámosla, pues. En vez de figurarnos las naciones europeas como una serie de sociedades exentas, imaginemos una sociedad única -Europa-, dentro de la cual se han producido grumos o núcleos de condensación más intensa. Esta figura corresponde mucho más aproximadamente que la otra a lo que, en efecto, ha sido la convivencia occidental. No se trata con ello de dibujar un ideal, sino de dar expresión gráfica a lo que realmente fue desde su iniciación, tras la muerte del poderío romano, esa convivencia. (3).

La convivencia, sin más, no significa sociedad, vivir en sociedad o formar parte de una sociedad. Convivencia implica sólo relaciones entre individuos. Pero no puede haber convivencia duradera y estable sin que se produzca automáticamente el fenómeno social por excelencia, que son los usos -usos intelectuales u “opinión pública”, usos de técnica vital o “costumbres”, usos que dirigen la conducta o “moral”, usos que imperan o “derecho”. El carácter general del uso consiste en ser una norma del comportamiento -intelectual, sentimental o físico- que se impone a los individuos, quieran estos o no. El individuo podrá, a su cuenta y riesgo, resistir el uso; pero precisamente este esfuerzo de resistencia demuestra mejor que nada la realidad coactiva del uso, lo que llamaremos su “vigencia”. Pues bien: una sociedad es un conjunto de individuos que mutuamente se saben sometidos a la vigencia de ciertas opiniones y valoraciones. Según esto, no hay sociedad sin la vigencia efectiva de cierta concepción del mundo, la cual actúa como una última instancia a que se puede recurrir en caso de conflicto.

Europa ha sido siempre un ámbito social unitario, sin fronteras absolutas ni discontinuidades, porque nunca ha faltado ese fondo o tesoro de “vigencias colectivas” -convicciones comunes y tabla de valores- dotadas de esa fuerza colectiva tan extraña en que consiste “lo social”. No sería nada exagerado decir que la sociedad europea existe antes que las naciones europeas, y que estas han nacido y se han desarrollado en el regazo maternal de aquella. Los ingleses pueden ver esto con alguna claridad en el libro de Dawson: The Making of Europe. Introduction to the History of European Society.

Sin embargo, el libro de Dawson es insuficiente. Está escrito por una mente alerta y ágil, pero que no se ha liberado por completo del arsenal de conceptos tradicionales en la historiografía, conceptos más o menos melodramáticos y míticos que ocultan, en vez de iluminarlas, las realidades históricas. Pocas cosas contribuirían a apaciguar el horizonte como una historia de la sociedad europea, entendida como acabo de apuntar; una historia realista, sin “idealizaciones”. Pero este asunto no ha sido nunca visto, porque las formas tradicionales de la óptica histórica tapaban esa realidad unitaria que he llamado, sensu stricto, “sociedad europea”, y la suplantaban por un plural -las naciones-, como, por ejemplo, aparece en el título de Ranke: Historia de los pueblos germánicos y románicos. La verdad es que esos pueblos en plural flotan como ludiones dentro del único espacio social que es Europa: “en él se mueven, viven y son”. La historia que yo postulo nos contaría las vicisitudes de ese espacio humano y nos haría ver cómo su índice de socialización ha variado; cómo, en ocasiones, descendió gravemente haciendo temer la escisión radical de Europa y, sobre todo, cómo la dosis de paz en cada época ha estado en razón directa de ese índice. Esto último es lo que más nos importa para las congojas actuales.

La realidad histórica o, más vulgarmente dicho, lo que pasa en el mundo humano, no es un montón de hechos sueltos, sino que posee una estricta anatomía y una clara estructura. Es más: acaso es lo único en el Universo que tiene por sí mismo estructura, organización. Todo lo demás -por ejemplo, los fenómenos físicos- carece de ella. Son hechos sueltos a los que el físico tiene que inventar una estructura imaginaria. Pero esa anatomía de la realidad histórica necesita ser estudiada. Los editoriales de los periódicos y los discursos de ministros y demagogos no nos dan noticias de ella. Cuando se la estudia bien, resulta posible diagnosticar con cierta precisión el lugar o estrato del cuerpo histórico donde la enfermedad radica. Había en el mundo una amplísima y potente sociedad -la sociedad europea. A fuer de sociedad, estaba constituida por un orden básico debido a la eficiencia de ciertas instancias últimas -el credo intelectual y moral de Europa. Este orden que, por debajo de todos sus superficiales desórdenes, actuaba en los senos profundos de Occidente, ha irradiado duramente generaciones sobre el resto del planeta, y puso en él, mucho o poco, todo el orden de que ese resto era capaz.

Pues bien: nada debiera hoy importar tanto al pacifista qué es lo que pasa en esos senos profundos del cuerpo occidental, cuál es su índice actual de socialización, por qué se ha volatilizado el sistema tradicional de “vigencias colectivas”, y, si, a despecho de las apariencias, conserva alguna de estas latente vivacidad. Porque el derecho es operación espontánea de la sociedad, pero la sociedad es convivencia bajo instancias. Pudiera acontecer que en la fecha presente faltasen esas instancias en una proporción sin ejemplo a lo largo de toda la historia europea. En este caso la enfermedad sería la más grave que ha sufrido el Occidente todo desde Diocleciano a los Severos. Esto no quiere decir que sea incurable; quiere decir sólo que fuera preciso llamar a muy buenos médicos y no a cualquier transeúnte. Quiere decir, sobre todo, que no debe esperarse remedio alguno de la Sociedad de Naciones, según lo que fue y sigue siendo, instituto anti-histórico que un maldiciente podría suponer inventado en un club cuyos miembros principales Mr. Pickwick, M. Homais y congéneres.

El anterior diagnóstico, aparte de que sea acertado o erróneo, parecerá abstruso. Y lo es, en efecto. Yo lo lamento, pero no está en mi mano evitarlo. También los diagnósticos más rigorosos de la medicina actual son abstrusos. ¿Qué profano, al leer un fino análisis de sangre, ve allí definida una terrible enfermedad? Me he esforzado siempre en combatir el esoterismo, que es por sí uno de los males de nuestro tiempo. Pero no nos hagamos ilusiones. Desde hace un siglo, por causas hondas y, en parte, respetables, las ciencias derivan irresistiblemente en dirección esotérica. Es una de las muchas cosas cuya grave importancia no han sabido ver los políticos, hombres quejados del vicio opuesto, que es un excesivo exoterismo. Por el momento, no hay sino aceptar la situación y reconocer que el conocimiento se ha distanciado radicalmente de las conversaciones de beer-table.

Notas

(1) Los ingleses, con buen acuerdo, han preferido llamarla “liga”. Esto evita el equívoco, pero, a la vez, sitúa la agrupación de Estados fuera del derecho, consignándola francamente a la política.
(2) Sobre la unidad y la pluralidad de Europa, contempladas desde otra perspectiva, véase el “Prólogo para franceses”.
(3) La sociedad europea no es, pues, una sociedad cuyos miembros sean las naciones. Como en toda auténtica sociedad, sus miembros son hombres, individuos humanos, a saber, los europeos, que además de ser europeos son ingleses, alemanes, españoles.

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