LINDA BOQUITA Y VERDES MIS OJOS
Cuando sonó el teléfono, el hombre de pelo entrecano le preguntó a la muchacha, con cierta complacencia, si por alguna razón prefería que no contestara. La muchacha lo oyó como desde lejos, y dio vuelta la cara hacia él, con un ojo -el que estaba del lado de la luz- totalmente cerrado, y el ojo abierto, aunque receloso, muy grande, y tan azul que parecía casi violeta. El hombre canoso le pidió que se apurara, y ella se incorporó sobre el brazo derecho apenas con la rapidez necesaria como para que el movimiento no pareciera indiferente. Se apartó el pelo de la frente con la mano izquierda y dijo:
-Por Dios. No sé. Quiero decir, ¿a vos qué te parece?
El hombre canoso dijo que en su opinión no había mucha diferencia entre una cosa y la otra, y pasó la mano izquierda por debajo del brazo en que se apoyaba la muchacha, deslizando los dedos paulatinamente hacia arriba, por entre las tibias superficies de su pecho y su antebrazo. Extendió la mano derecha hacia el teléfono. Para alcanzarlo sin tantear tuvo que erguirse un poco más, lo que hizo que su cabeza rozara la pantalla de la lamparita. En ese momento la luz resaltó netamente su pelo gris, casi totalmente blanco. Aunque desordenado en ese momento, era evidente que se lo había hecho cortar hacía poco, o, más bien, recortar. La nuca y las patillas tenían el corte convencional, pero en los costados y arriba el pelo era más bien largo, y resultaba, en realidad, hasta casi «distinguido».
-¿Hola? -dijo, con voz fuerte.
La muchacha permaneció medio incorporada sobre el antebrazo y lo observó. Sus ojos, simplemente abiertos, más que alerta o pensativos, reflejaban sobre todo su propio tamaño y su color.
Una voz de hombre -remota, aunque casi obscenamente rápida, dadas las circunstancias- llegó desde el otro lado:
-¿Lee? ¿Te desperté?
El hombre canoso miró rápidamente hacia la izquierda, donde estaba la muchacha.
-¿Arthur? -preguntó.
-Sí... ¿te desperté?
-No, no. Estoy acostado, leyendo. ¿Qué pasó?
-¿Estás seguro de que no te desperté? ¿Me lo jurás?
-Totalmente -dijo el hombre canoso. -La verdad es que apenas duermo un promedio de cuatro horas miserables...
-Lee, te llamo porque... ¿No te fijaste a qué hora salió Joanie? ¿No sabés si se fue con los Ellenbogen, por casualidad?
El hombre canoso miró otra vez a la izquierda, pero ahora más arriba, más allá de la muchacha, que lo observaba como podría hacerlo un joven policía irlandés de ojos azules.
-No, Arthur, no vi nada -dijo, con los ojos fijos en la penumbra del otro lado de la habitación donde se juntaban la pared y el techo. -¿No se fue contigo?
-No, carajo, no. ¿Entonces no la viste salir?
-Bueno, no. En realidad no la vi, Arthur -dijo el hombre de pelo entrecano. -La verdad es que no vi absolutamente nada en toda la noche. Apenas entré me enzarzaron en una discusión con ese jodedor francés, o vienés, o de donde sea. Estos extranjeros desgraciados siempre están tratando de conseguir un consejo jurídico gratuito. ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Se te perdió Joanie?
-¡Andá a saber, Dios mío! Yo que sé. Vos la conocés, cuando empieza a tomar y querer divertirse. Yo qué sé. A lo mejor dio la casualidad...
-¿Llamaste a los Ellenbogen? -preguntó el hombre canoso.
-Sí. Todavía no llegaron. Yo qué sé. ¡Ni siquiera estoy seguro de que se haya ido con ellos! Pero te digo una cosa, una sola cosa. Basta de romperme la cabeza. En serio. Esta vez lo digo en serio. Estoy harto. Cinco años. ¡Dios mío!
-Bueno, Arthur, ahora tratá de tomarlo con un poco de calma -dijo el hombre canoso. - Para empezar, ya sabés cómo son los Ellenbogen. Seguramente se metieron todos en un taxi y se fueron al Village un par de horas. Es probable que los tres aparezcan...
-Estoy seguro de que empezó a arrimarse a algún desgraciado en la cocina. Ya me lo imagino. En cuanto se emborracha empieza a fregar con cualquier infeliz en la cocina. Pero basta. Te juro que esta vez va en serio. Cinco años del...
-¿Dónde estás ahora, Arthur? -preguntó el hombre canoso. -¿En tu casa?
-Sí. En casa. Hogar, dulce hogar...
-Bueno, tratá de tomarlo con calma... ¿qué te pasa? ¿Estás un poco borracho o qué?
-Yo qué sé. ¿Cómo carajo voy a saberlo?
-Bueno, está bien. Ahora escúchame. Tranquilízate. Mantenete tranquilo -dijo el hombre canoso. -Vos ya sabés cómo son los Ellenbogen. Lo que pasó posiblemente es que perdieron el último tren. Seguro que en cualquier momento aterrizan por ahí los tres, muertos de risa, después de haber estado en algún...
-Se fueron en coche.
-¿Cómo sabés?
-Por la muchacha que va a cuidar a los chiquilines. Tuvimos una conversación muy brillante. Toda una comunión espiritual. Como dos asquerosas sardinas en una misma lata.
-Bueno. Bueno. ¿Y eso qué tiene que ver? ¿Vas a calmarte, ahora? -dijo el hombre canoso. -Casi seguro que en cualquier momento llegan los tres juntos. Haceme caso. Vos sabés cómo es Leona. No sé qué diablos le pasa... apenas llegan a Nueva York se llenan de esa horrible alegría digna de Connecticut. Vos los conocés bien.
-Sí, ya sé. Ya sé. Aunque ahora no sé nada.
-Claro que sabés. Pensalo un poco. Seguro que se la llevaron a la fuerza...
-Pará. A Joanie nunca hubo que llevarla por la fuerza a ningún lado. No me vengas ahora con esa teoría.
-Nadie te viene con ninguna teoría, Arthur -dijo el hombre entrecano con calma.
-¡Ya sé! ¡Ya sé! Discúlpame. Me estoy volviendo loco. Decime la verdad, ¿estás seguro de que no te desperté?
-Si fuera así te lo diría, Arthur -dijo el hombre canoso. Distraídamente, sacó la mano izquierda de entre el pecho y el brazo de la muchacha. -Escuchame, Arthur. ¿Querés un consejo? -agarró el cable del teléfono entre los dedos, muy cerca del aparato. -Te lo digo en serio. ¿Querés un consejo?
-Sí. No sé. No te dejo dormir. Lo mejor sería que fuera y me cortara de una vez por todas la...
-Escúchame un momento -dijo el hombre de pelo entrecano. -Primero, y esto te lo digo en serio, metete en la cama y tranquilízate. Prepárate un vaso bien grande de alguna bebida fuerte, y acos...
-¡Bebida! ¿Hablás en serio? Dios. En estas dos malditas horas me tomé casi un litro... ¡Un vaso! Ahora estoy tan borracho que apenas...
-Bueno, bueno. Acostate, entonces -dijo el hombre canoso. -Y tranquilízate... ¿me oís? Decime la verdad. ¿Vas a ganar algo enloqueciéndose y saliendo a dar vueltas por ahí?
-Sí, ya sé. Ni siquiera tendría que preocuparme. Pero, carajo, ¡no se puede confiar en ella! Te lo juro por Dios. Juro por Dios que no se puede. Se puede confiar en ella como se puede confiar en un... bueno, no sé en qué. ¡Mierda! ¿Para qué sirve todo? ¡Estoy volviéndome loco!
-Bueno. Olvidate ahora. Olvidate. ¿Querés hacerme el favor de sacarte todo eso de la cabeza? -dijo el hombre canoso. -Además lo más seguro es que estés exagerando... haciéndote una película de...
-¿Sabés a los extremos que he llegado? Me da vergüenza contártelo, pero ¿sabés lo que estoy a punto de hacer todas las noches cuando llego a casa? ¿Querés saberlo?
-Escuchame, Arthur, no es esto lo que...
-Esperá un segundo, carajo, te lo voy a decir. Prácticamente tengo que contenerme para no abrir todos los cuartos... te lo juro por Dios. Todas las noches, cuando llego a casa, estoy casi seguro de encontrarme con un montón de hijos de puta escondidos por todos lados... Ascensoristas. Repartidores. Policías.
-Bueno, bueno. Tratemos de tomar las cosas con un poco más de calma, Arthur -dijo el hombre de pelo entrecano. Miró de repente hacia a su derecha, donde un cigarrillo, encendido un momento antes, hacía equilibrio en el borde de un cenicero. Por lo visto se había apagado, y no hizo ademán de agarrarlo. -Para empezar, ya te tengo dicho infinidad de veces, Arthur, que ése es justamente el error más grande que podés cometer. ¿Sabes cuál es? ¿Querés que te lo diga? Hacés todo lo posible por torturarte, te lo digo en serio. En realidad sos vos el que enloquece a Joanie -calló. -Tenés la suerte de que ella es maravillosa. En serio. Y sin embargo para vos no tiene ni un poco de gusto... ni de inteligencia. Puta, si vamos al caso...
-¡Inteligencia! ¿Estás jodiendo? ¡No tiene ni una pizca de cerebro! ¡Es un animal!
El hombre entrecano respiró hondo, y sus fosas nasales se dilataron:
-Animales somos todos -dijo. -En el fondo, todos somos animales.
-No, señor. Yo no soy ningún animal. Seré un imbécil, un engañado hijo de mala madre del siglo veinte, pero no soy animal. No me salgas con eso, no soy un animal.
-Escuchame, Arthur. Esto no nos conduce a...
-¡Inteligencia! ¡Dios Santo! Si supieras lo cómica que es. Ella se considera toda una intelectual. Eso es lo que da más risa. Lee la página de los teatros y mira la televisión hasta quedarse prácticamente ciega. Y por eso se cree intelectual. ¿Sabés con quién estoy casado? ¿Querés saber con quién me casé? Estoy casado con la más grande actriz todavía no descubierta, la más grande novelista, psicoanalista y genia incomprendida de Nueva York. No lo sabías, ¿verdad? Dios. Es para morirse de risa. Madame Bovary en la Columbia Extension School. Madame...
-¿Quién? -preguntó el hombre canoso, con tono de aburrimiento.
-Madame Bovary sigue un curso de crítica de la televisión. Dios mío, si supieras cómo...
-Está bien, está bien. Te das cuenta de que así no vamos a ninguna parte -dijo el hombre canoso. Se volvió y, acercando dos dedos a la boca, le indicó a la muchacha que quería un cigarrillo. -En primer lugar, siendo un tipo tan inteligente, carecés totalmente de tacto -se incorporó un poco para que la muchacha pudiera alcanzarle los cigarrillos por detrás suyo. -Te lo digo en serio. Se ve en tu vida particular, se ve en tu...
-Inteligencia. ¡Dios mío! ¡Qué risa me da! ¿Alguna vez la escuchaste describir a alguien... a un hombre, quiero decir? Algún día, cuando no tengas nada que hacer, haceme el favor y pedile que te describa a un hombre. Para ella, todo hombre que ve es
«terriblemente atractivo». Puede ser el más viejo, el más gordo, el más grasiento...
-Está bien, Arthur -dijo el hombre de pelo entrecano con rabia. -Así no vamos a ninguna parte. A ninguna parte -le sacó un cigarrillo encendido a la muchacha, que había prendido dos. -Hablando de otra cosa -dijo, exhalando humo por la nariz-, ¿cómo te fue hoy?
-¿Qué?
-¿Cómo te fue hoy? -repitió el hombre canoso-. ¿Qué pasó con el pleito?
-¡Mierda! No sé. Un asco. Dos minutos antes de que yo empezara mi alegato final, el defensor de la otra parte, Lissberg, se presenta con esa camarera loca y un montón de sábanas como prueba... todas manchadas de chinches.
-Entonces, ¿qué pasó? ¿Perdiste? -preguntó el hombre de pelo entrecano, aspirando otra bocanada.
-¿Sabés quién estaba en el estrado? Madre Vittorio. Nunca sabré qué carajo tiene ese hombre contra mí. No puedo ni abrir la boca sin que se me eche encima. Con un tipo así no se puede razonar. Es imposible.
El hombre canoso volvió la cabeza para ver qué hacía la muchacha. Había agarrado el cenicero y lo colocaba entre los dos.
-Entonces, ¿perdiste o qué?
-¿Cómo?
-Te pregunto si perdiste.
-Sí. Iba a decírtelo. En la fiesta no pude, con todo ese barullo. ¿Pensás que Junior va a armar lío? Me importa un pito, pero ¿qué te parece? ¿Pensás que va a armar lío?
Con la mano izquierda, el hombre canoso sacudió la ceniza del cigarrillo en el borde del cenicero.
-No creo que necesariamente arme ningún escándalo, Arthur -dijo con calma. -Aunque no hay muchas probabilidades de que le provoque una gran alegría. ¿Sabés cuánto hace que nos encargamos de esos tres asquerosos hoteles? El viejo Shanley empezó todo...
-Ya sé, ya sé. Junior ya me lo dijo por lo menos cincuenta veces. Es una de las mejores historias que escuché en toda mi vida. Bueno, está bien, perdí ese asqueroso pleito. En primer lugar, no fue culpa mía. Primero, el rayado de Vittorio me persiguió durante todo el juicio. Después esa camarera mongólica viene y empieza a exhibir sábanas llenas de manchitas de chinches...
-Nadie dice que sea culpa tuya, Arthur -dijo el canoso. -Vos me pregunste si yo pensaba que Junior iba a armar escándalo. Sólo traté de contestarte lo más honestamente posible...
-Sí. Ya sé... ¡Qué joder! Igual capaz que me reincorporo al ejército. ¿Te hablé de eso?
El hombre de pelo entrecano volvió la cabeza hacia la chica como para que ella apreciara qué tolerante y estoica era su expresión. Pero la chica no lo advirtió. Acababa de volcar el cenicero con la rodilla y estaba recogiendo rápidamente las cenizas y haciendo un pequeño montón. Levantó sus ojos hacia él un segundo más tarde.
-No, Arthur, no me lo comentaste.
-Sí, capaz que me reincorporo. Aunque todavía no estoy seguro. Por supuesto que la idea no me enloquece y, si puedo evitarlo, mejor. Pero capaz que no tengo más remedio. No sé. Por lo menos ahí te olvidás de todo. Si me devuelven mi precioso casco y mi gran escritorio y mi mosquitero, tal vez...
-Quisiera meterte algunas cosas en la cabeza, botija, eso es lo que me gustaría -dijo el hombre canoso. -Se supone que sos un tipo inteligente y hablás como una criatura de pecho. Te lo digo con toda sinceridad. Dejás que un montón de pavadas se vayan acumulando como una bola de nieve hasta que ocupan tanto lugar en tu mente que sos completamente incapaz de cualquier...
-Tendría que haberla dejado. ¿Te das cuenta? Tendría que haber terminado el verano pasado, cuando realmente estaba decidido a hacerlo. ¿No te parece? ¿Sabés por qué me arrepentí? ¿De verdad querés saber por qué?
-Arthur, por Dios. Así no vamos a ninguna parte.
-Esperá un segundo. ¡Déjame decirte por qué! ¿Querés saber por qué me arrepentí? Puedo decirte exactamente el motivo. Porque me dio lástima. Ésa es la pura verdad. Porque me dio lástima.
-Bueno, no sé. Quiero decir que es algo que no me incumbe -dijo el hombre de pelo entrecano. -Sin embargo, creo que te olvidás de que Joanie es una mujer adulta. No sé, pero me parece...
-¿Mujer adulta? ¿Estás loco? ¡Es una nena que creció, nada más! Por ejemplo, me estoy afeitando, escuchá bien esto, me estoy afeitando, y de repente me llama desde la otra punta del piso. Voy a ver qué pasa... tal cual, a medio afeitarme y con toda la cara llena de jabón. ¿Y sabés qué carajo quiere? Preguntarme si yo pienso que ella es inteligente. Te lo juro por Dios. Es patética. La miro cuando duerme, y sé muy bien lo que te digo. Creeme.
-Bueno, es algo que vos conocés mejor que... quiero decir que a mí no me incumbe -dijo el hombre canoso. -El asunto es que no hacés nada constructivo para…
-No somos una buena pareja, eso es todo. No es más que eso. Hacemos una pareja asquerosa. ¿Sabés lo que le hace falta? Necesita un neurótico podrido que de vez en cuando la deje tirada de un golpe, y después vuelva y siga leyendo el diario. Eso es lo que le hace falta. Soy un tipo demasiado débil para ella. Ya lo sabía cuando nos casamos, te lo juro por Dios. Quiero decir, vos sos un buen tipo y nunca te casaste, pero a veces, cuando uno se casa, tiene como un presentimiento de lo que va a pasar después. Y yo no le di bola. No les di la menor bola a los presentimientos. Soy débil. Lo que me pasa es eso.
-No sos débil. Sólo que no procedés con inteligencia -dijo el hombre de pelo entrecano, aceptando un cigarrillo recién encendido que le extendía la muchacha.
-¡Claro que soy débil! ¡Totalmente! ¡Yo sé muy bien si soy débil o no! Si no fuera débil, ¿te imaginás que habría dejado que todo se...? ¡Para qué hablar! Claro que soy débil... Bueno, no te estoy dejando dormir... ¿Por qué no colgás y listo? Al demonio conmigo. Te lo digo sinceramente. Colgá.
-No voy a cortar, Arthur. Quisiera ayudarte en todo lo humanamente posible -dijo el hombre canoso. -Pero vos sos tu peor...
-Ella no me respeta. Ni siquiera me quiere. Dios mío. En el fondo, si lo analizamos, yo también debo haber dejado de quererla. No sé. La quiero y no la quiero. Según. A veces sí, a veces no. ¡Jesús! Cada vez que me decido a terminar de una vez por todas, cenamos afuera o nos encontramos en algún sitio y ella va con esos asquerosos guantes blancos o algo por el estilo, qué sé yo. O empiezo a acordarme de la primera vez que fuimos en coche a New Haven a ver el partido de Princeton. Pinchamos justo al salir de la autopista, y hacía un frío espantoso, y ella sostenía la linterna mientras yo cambiaba ese maldito neumático... vos sabés lo que quiero decir. No sé. O empiezo a pensar en..., Dios, me cuesta decirlo....empiezo a pensar en ese horrible poema que le escribí cuando empezamos a salir juntos: «Rosa es mi color y blanco, linda boquita y verdes mis ojos.» Es gracioso... Hacía que me acordara de ella. No tiene ojos verdes... tiene ojos como tremendos caracoles marinos... pero, Cristo, igual hacía que me acordara de ella. No sé... ¿De qué sirve hablar? Me estoy volviendo loco. Colgá, ¿querés? Te lo digo en serio.
El hombre canoso carraspeo y dijo:
-No tengo ninguna intención de colgar, Arthur. Sólo hay una...
-Una vez me compró un traje. Con su propia plata. ¿Te lo había contado?
-No. Yo...
-Se fue precisamente a Tripler, creo, y me lo compró. Yo ni siquiera la acompañé. Quiero decirte que tiene algunos gestos terriblemente hermosos. Y lo más gracioso es que no me quedaba tan mal. Sólo tuve que hacerlo ajustar un poco en los fundillos de los pantalones y en el largo. Quiero decir que tiene algunos malditos gestos muy hermosos.
El hombre del pelo entrecano escuchó unos segundos más. Después torció la cara de golpe hacia la muchacha. La mirada, aunque breve, la puso al tanto de todo lo que pasaba al otro lado de la línea.
-Bueno, Arthur, escuchame -dijo. -Así no vamos a ninguna parte. Te lo digo sinceramente. Escuchame. ¿Querés desvestirte y acostarte, como un buen muchacho? ¿Y descansar un poco? Joanie seguramente va a llegar dentro de dos minutos. No te gustaría que te vea así, ¿verdad? Es probable que aterrice por ahí con los condenados Ellenbogen. No te gustaría que todos te vieran así, ¿no es cierto? -escuchó. -¿Arthur? ¿Me oís?
-Te estoy echando a perder toda la noche. Todo lo que hago es...
-No me estás echando a perder nada -dijo el hombre de pelo entrecano. -Ni lo pienses. Ya te dije que de noche no duermo más de cuatro horas en total. Lo que sí me gustaría, sería ayudarte todo lo posible, botija -escuchó. -¿Arthur? ¿Estás ahí?
-Sí, estoy aquí. Escuchame. Ya que no te dejo dormir, ¿te importaría que fuera hasta tu casa para tomar un trago? ¿Te molestaría?
El hombre canoso se enderezó, colocó su mano libre de plano sobre su cabeza y dijo:
-¿Ahora, querés decir?
-Sí. Claro, si te parece bien. Me quedaría sólo un minutito. Lo único que quiero es sentarme en algún lado y... qué sé yo. ¿Dale?
-Mirá, lo que pasa es que no creo que te convenga hacerlo, Arthur -dijo el hombre canoso sacándose la mano de la cabeza. -Por supuesto que podés venir cuando quieras, pero sinceramente creo que ahora deberías descansar y tranquilizarte hasta que llegue Joanie. Te lo digo sinceramente. Lo que vos quieres es estar justo ahí cuando ella llegue a casa. ¿Tengo razón o no?
-Sí. Yo qué sé. Te lo digo de verdad, no sé.
-Bueno, pero yo sí. Sinceramente, yo sí -dijo el hombre canoso. -Escuchame. ¿Por qué no te vas a la cama ahora y descansás, y más tarde, si tenés ganas, me llamás de nuevo? Claro, si tenés ganas de hablarme. Y no te preocupes. Eso es lo principal. ¿Me oís? ¿Me vas a hacer caso?
-Dale.
El hombre canoso mantuvo el tubo junto a su oído durante un momento y después cortó.
-¿Qué dijo? -le preguntó en seguida la muchacha.
Él agarró su cigarrillo del cenicero, es decir, lo seleccionó entre un montón de puchos y de cigarrillos a medio fumar. Aspiró una bocanada y dijo:
-Quería venir a tomar una copa.
-¡Dios mío! ¿Y vos qué le dijiste? -preguntó la muchacha.
-Ya me oíste -dijo el hombre canoso, y la miró. -Podías oírme, ¿no? -apagó el cigarrillo.
-Estuviste maravilloso. Realmente maravilloso -dijo la chica, observándolo. -¡Dios mío! Me siento muy mal.
-Bueno... -dijo el hombre canoso-. Es una situación difícil. No sé si estuve tan maravilloso.
-Sí, estuviste maravilloso -dijo la muchacha. -Me siento floja, totalmente floja. ¡Mirá!
El hombre de pelo entrecano la miró.
-Bueno, verdaderamente, la situación es imposible. Quiero decir que todo es tan extraño que ni siquiera...
-Disculpá -dijo de golpe la muchacha, y se inclinó hacia adelante. -Creo que te estás incendiando. Rápidamente le pasó las puntas de los dedos por el dorso de la mano. -No era sólo ceniza. Estuviste maravilloso -dijo. -¡Me siento muy mal!
-Bien, la situación es muy, muy difícil. Evidentemente, el tipo está pasando por un total...
De golpe sonó el teléfono. El hombre canoso dijo: -¡Maldita sea! -pero lo había agarrado antes de que sonara por segunda vez. -¿Hola? -dijo.
-¿Lee? ¿Dormías?
-No, no.
-Escuchá. Pensé que te interesaría saberlo. Joanie acaba de llegar.
-¿Qué? -dijo el hombre de pelo entrecano, y con la mano izquierda se protegió los ojos, aunque la luz estaba a su espalda.
-Sí. Acaba de llegar. Diez segundos después que hablé contigo. Aprovecho para llamarte ahora que ella está en el baño. Oíme... un millón de gracias, Lee. Te lo digo en serio.... sabes lo que quiero decir. No estabas dormido, ¿verdad?
-No, no, simplemente.... no, no -dijo el hombre canoso, siempre con la mano sobre los ojos. Carraspeó.
-Sí. Lo que pasó fue que, al parecer, Leona se emborrachó mal y tuvo un ataque feroz de llanto, y Bob quiso que… Joanie fuera con ellos a tomar un trago en alguna parte y suavizar las cosas. Más no sé. ¿Te das cuenta? Todo es muy complicado. Lo importante es que ya llegó, ¡qué mierda de vida ésta! Pienso que es esta maldita Nueva York. Creo que, si todo sale bien, vamos a comprarnos una casita, tal vez en Connecticut. No demasiado lejos, aunque sí lo bastante como para poder llevar una vida normal. Lo que quiero decir es que ella se vuelve loca por las plantitas y todas esas cosas por el estilo. Si tuviera un jardín propio y todo lo demás se volvería completamente loca de feliz. ¿Me entendés? Porque, aparte de vos, ¿a quién conocemos en Nueva York sino a un montón de neuróticos? A la larga, hasta una persona normal termina por contagiarse. ¿Comprendes a qué me refiero?
El hombre canoso no contestó. Debajo del escudo de su mano, sus ojos estaban cerrados.
-Creo que se le voy a proponer todo esta misma noche. O a lo mejor mañana. Todavía está un poco mareada. Quiero decir que en el fondo es una mujer formidable, y si todavía aparece una chance para arreglarnos, sería estúpido no aprovecharla. Y mientras tanto voy a tratar de solucionar también ese asunto de las chinches. Estuve pensando. Lee. ¿Vos pensás que si yo fuera y hablara con Junior personalmente, podría...?
-Arthur, si no tenés inconveniente, yo preferiría...
-No vayas a pensar que te llamé de nuevo porque estoy preocupado por ese maldito pleito. Ni ahí. En el fondo me importa un carajo. Lo que pienso es que si puedo hacerle entender las cosas a Junior sin romperme la cabeza, sería estúpido por mi parte...
-Escuchame, Arthur -dijo el hombre de pelo entrecano, sacándose la mano de la frente. - De repente me agarró un dolor de cabeza espantoso. No sé por qué mierda. ¿Te molesta si lo dejamos para otro momento? Mañana te llamo, ¿okey?
Escuchó un momento más y colgó.
La muchacha volvió a decirle algo en seguida, pero él no contestó. Agarró un cigarrillo encendido -el de la chica- del cenicero y empezó a llevárselo a la boca, pero se le cayó de los dedos. La muchacha trató de ayudarle a encontrarlo antes de que se quemara algo, pero él le dijo que se quedara quieta, por el amor de Dios, y ella retiró la mano.
Cuando sonó el teléfono, el hombre de pelo entrecano le preguntó a la muchacha, con cierta complacencia, si por alguna razón prefería que no contestara. La muchacha lo oyó como desde lejos, y dio vuelta la cara hacia él, con un ojo -el que estaba del lado de la luz- totalmente cerrado, y el ojo abierto, aunque receloso, muy grande, y tan azul que parecía casi violeta. El hombre canoso le pidió que se apurara, y ella se incorporó sobre el brazo derecho apenas con la rapidez necesaria como para que el movimiento no pareciera indiferente. Se apartó el pelo de la frente con la mano izquierda y dijo:
-Por Dios. No sé. Quiero decir, ¿a vos qué te parece?
El hombre canoso dijo que en su opinión no había mucha diferencia entre una cosa y la otra, y pasó la mano izquierda por debajo del brazo en que se apoyaba la muchacha, deslizando los dedos paulatinamente hacia arriba, por entre las tibias superficies de su pecho y su antebrazo. Extendió la mano derecha hacia el teléfono. Para alcanzarlo sin tantear tuvo que erguirse un poco más, lo que hizo que su cabeza rozara la pantalla de la lamparita. En ese momento la luz resaltó netamente su pelo gris, casi totalmente blanco. Aunque desordenado en ese momento, era evidente que se lo había hecho cortar hacía poco, o, más bien, recortar. La nuca y las patillas tenían el corte convencional, pero en los costados y arriba el pelo era más bien largo, y resultaba, en realidad, hasta casi «distinguido».
-¿Hola? -dijo, con voz fuerte.
La muchacha permaneció medio incorporada sobre el antebrazo y lo observó. Sus ojos, simplemente abiertos, más que alerta o pensativos, reflejaban sobre todo su propio tamaño y su color.
Una voz de hombre -remota, aunque casi obscenamente rápida, dadas las circunstancias- llegó desde el otro lado:
-¿Lee? ¿Te desperté?
El hombre canoso miró rápidamente hacia la izquierda, donde estaba la muchacha.
-¿Arthur? -preguntó.
-Sí... ¿te desperté?
-No, no. Estoy acostado, leyendo. ¿Qué pasó?
-¿Estás seguro de que no te desperté? ¿Me lo jurás?
-Totalmente -dijo el hombre canoso. -La verdad es que apenas duermo un promedio de cuatro horas miserables...
-Lee, te llamo porque... ¿No te fijaste a qué hora salió Joanie? ¿No sabés si se fue con los Ellenbogen, por casualidad?
El hombre canoso miró otra vez a la izquierda, pero ahora más arriba, más allá de la muchacha, que lo observaba como podría hacerlo un joven policía irlandés de ojos azules.
-No, Arthur, no vi nada -dijo, con los ojos fijos en la penumbra del otro lado de la habitación donde se juntaban la pared y el techo. -¿No se fue contigo?
-No, carajo, no. ¿Entonces no la viste salir?
-Bueno, no. En realidad no la vi, Arthur -dijo el hombre de pelo entrecano. -La verdad es que no vi absolutamente nada en toda la noche. Apenas entré me enzarzaron en una discusión con ese jodedor francés, o vienés, o de donde sea. Estos extranjeros desgraciados siempre están tratando de conseguir un consejo jurídico gratuito. ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Se te perdió Joanie?
-¡Andá a saber, Dios mío! Yo que sé. Vos la conocés, cuando empieza a tomar y querer divertirse. Yo qué sé. A lo mejor dio la casualidad...
-¿Llamaste a los Ellenbogen? -preguntó el hombre canoso.
-Sí. Todavía no llegaron. Yo qué sé. ¡Ni siquiera estoy seguro de que se haya ido con ellos! Pero te digo una cosa, una sola cosa. Basta de romperme la cabeza. En serio. Esta vez lo digo en serio. Estoy harto. Cinco años. ¡Dios mío!
-Bueno, Arthur, ahora tratá de tomarlo con un poco de calma -dijo el hombre canoso. - Para empezar, ya sabés cómo son los Ellenbogen. Seguramente se metieron todos en un taxi y se fueron al Village un par de horas. Es probable que los tres aparezcan...
-Estoy seguro de que empezó a arrimarse a algún desgraciado en la cocina. Ya me lo imagino. En cuanto se emborracha empieza a fregar con cualquier infeliz en la cocina. Pero basta. Te juro que esta vez va en serio. Cinco años del...
-¿Dónde estás ahora, Arthur? -preguntó el hombre canoso. -¿En tu casa?
-Sí. En casa. Hogar, dulce hogar...
-Bueno, tratá de tomarlo con calma... ¿qué te pasa? ¿Estás un poco borracho o qué?
-Yo qué sé. ¿Cómo carajo voy a saberlo?
-Bueno, está bien. Ahora escúchame. Tranquilízate. Mantenete tranquilo -dijo el hombre canoso. -Vos ya sabés cómo son los Ellenbogen. Lo que pasó posiblemente es que perdieron el último tren. Seguro que en cualquier momento aterrizan por ahí los tres, muertos de risa, después de haber estado en algún...
-Se fueron en coche.
-¿Cómo sabés?
-Por la muchacha que va a cuidar a los chiquilines. Tuvimos una conversación muy brillante. Toda una comunión espiritual. Como dos asquerosas sardinas en una misma lata.
-Bueno. Bueno. ¿Y eso qué tiene que ver? ¿Vas a calmarte, ahora? -dijo el hombre canoso. -Casi seguro que en cualquier momento llegan los tres juntos. Haceme caso. Vos sabés cómo es Leona. No sé qué diablos le pasa... apenas llegan a Nueva York se llenan de esa horrible alegría digna de Connecticut. Vos los conocés bien.
-Sí, ya sé. Ya sé. Aunque ahora no sé nada.
-Claro que sabés. Pensalo un poco. Seguro que se la llevaron a la fuerza...
-Pará. A Joanie nunca hubo que llevarla por la fuerza a ningún lado. No me vengas ahora con esa teoría.
-Nadie te viene con ninguna teoría, Arthur -dijo el hombre entrecano con calma.
-¡Ya sé! ¡Ya sé! Discúlpame. Me estoy volviendo loco. Decime la verdad, ¿estás seguro de que no te desperté?
-Si fuera así te lo diría, Arthur -dijo el hombre canoso. Distraídamente, sacó la mano izquierda de entre el pecho y el brazo de la muchacha. -Escuchame, Arthur. ¿Querés un consejo? -agarró el cable del teléfono entre los dedos, muy cerca del aparato. -Te lo digo en serio. ¿Querés un consejo?
-Sí. No sé. No te dejo dormir. Lo mejor sería que fuera y me cortara de una vez por todas la...
-Escúchame un momento -dijo el hombre de pelo entrecano. -Primero, y esto te lo digo en serio, metete en la cama y tranquilízate. Prepárate un vaso bien grande de alguna bebida fuerte, y acos...
-¡Bebida! ¿Hablás en serio? Dios. En estas dos malditas horas me tomé casi un litro... ¡Un vaso! Ahora estoy tan borracho que apenas...
-Bueno, bueno. Acostate, entonces -dijo el hombre canoso. -Y tranquilízate... ¿me oís? Decime la verdad. ¿Vas a ganar algo enloqueciéndose y saliendo a dar vueltas por ahí?
-Sí, ya sé. Ni siquiera tendría que preocuparme. Pero, carajo, ¡no se puede confiar en ella! Te lo juro por Dios. Juro por Dios que no se puede. Se puede confiar en ella como se puede confiar en un... bueno, no sé en qué. ¡Mierda! ¿Para qué sirve todo? ¡Estoy volviéndome loco!
-Bueno. Olvidate ahora. Olvidate. ¿Querés hacerme el favor de sacarte todo eso de la cabeza? -dijo el hombre canoso. -Además lo más seguro es que estés exagerando... haciéndote una película de...
-¿Sabés a los extremos que he llegado? Me da vergüenza contártelo, pero ¿sabés lo que estoy a punto de hacer todas las noches cuando llego a casa? ¿Querés saberlo?
-Escuchame, Arthur, no es esto lo que...
-Esperá un segundo, carajo, te lo voy a decir. Prácticamente tengo que contenerme para no abrir todos los cuartos... te lo juro por Dios. Todas las noches, cuando llego a casa, estoy casi seguro de encontrarme con un montón de hijos de puta escondidos por todos lados... Ascensoristas. Repartidores. Policías.
-Bueno, bueno. Tratemos de tomar las cosas con un poco más de calma, Arthur -dijo el hombre de pelo entrecano. Miró de repente hacia a su derecha, donde un cigarrillo, encendido un momento antes, hacía equilibrio en el borde de un cenicero. Por lo visto se había apagado, y no hizo ademán de agarrarlo. -Para empezar, ya te tengo dicho infinidad de veces, Arthur, que ése es justamente el error más grande que podés cometer. ¿Sabes cuál es? ¿Querés que te lo diga? Hacés todo lo posible por torturarte, te lo digo en serio. En realidad sos vos el que enloquece a Joanie -calló. -Tenés la suerte de que ella es maravillosa. En serio. Y sin embargo para vos no tiene ni un poco de gusto... ni de inteligencia. Puta, si vamos al caso...
-¡Inteligencia! ¿Estás jodiendo? ¡No tiene ni una pizca de cerebro! ¡Es un animal!
El hombre entrecano respiró hondo, y sus fosas nasales se dilataron:
-Animales somos todos -dijo. -En el fondo, todos somos animales.
-No, señor. Yo no soy ningún animal. Seré un imbécil, un engañado hijo de mala madre del siglo veinte, pero no soy animal. No me salgas con eso, no soy un animal.
-Escuchame, Arthur. Esto no nos conduce a...
-¡Inteligencia! ¡Dios Santo! Si supieras lo cómica que es. Ella se considera toda una intelectual. Eso es lo que da más risa. Lee la página de los teatros y mira la televisión hasta quedarse prácticamente ciega. Y por eso se cree intelectual. ¿Sabés con quién estoy casado? ¿Querés saber con quién me casé? Estoy casado con la más grande actriz todavía no descubierta, la más grande novelista, psicoanalista y genia incomprendida de Nueva York. No lo sabías, ¿verdad? Dios. Es para morirse de risa. Madame Bovary en la Columbia Extension School. Madame...
-¿Quién? -preguntó el hombre canoso, con tono de aburrimiento.
-Madame Bovary sigue un curso de crítica de la televisión. Dios mío, si supieras cómo...
-Está bien, está bien. Te das cuenta de que así no vamos a ninguna parte -dijo el hombre canoso. Se volvió y, acercando dos dedos a la boca, le indicó a la muchacha que quería un cigarrillo. -En primer lugar, siendo un tipo tan inteligente, carecés totalmente de tacto -se incorporó un poco para que la muchacha pudiera alcanzarle los cigarrillos por detrás suyo. -Te lo digo en serio. Se ve en tu vida particular, se ve en tu...
-Inteligencia. ¡Dios mío! ¡Qué risa me da! ¿Alguna vez la escuchaste describir a alguien... a un hombre, quiero decir? Algún día, cuando no tengas nada que hacer, haceme el favor y pedile que te describa a un hombre. Para ella, todo hombre que ve es
«terriblemente atractivo». Puede ser el más viejo, el más gordo, el más grasiento...
-Está bien, Arthur -dijo el hombre de pelo entrecano con rabia. -Así no vamos a ninguna parte. A ninguna parte -le sacó un cigarrillo encendido a la muchacha, que había prendido dos. -Hablando de otra cosa -dijo, exhalando humo por la nariz-, ¿cómo te fue hoy?
-¿Qué?
-¿Cómo te fue hoy? -repitió el hombre canoso-. ¿Qué pasó con el pleito?
-¡Mierda! No sé. Un asco. Dos minutos antes de que yo empezara mi alegato final, el defensor de la otra parte, Lissberg, se presenta con esa camarera loca y un montón de sábanas como prueba... todas manchadas de chinches.
-Entonces, ¿qué pasó? ¿Perdiste? -preguntó el hombre de pelo entrecano, aspirando otra bocanada.
-¿Sabés quién estaba en el estrado? Madre Vittorio. Nunca sabré qué carajo tiene ese hombre contra mí. No puedo ni abrir la boca sin que se me eche encima. Con un tipo así no se puede razonar. Es imposible.
El hombre canoso volvió la cabeza para ver qué hacía la muchacha. Había agarrado el cenicero y lo colocaba entre los dos.
-Entonces, ¿perdiste o qué?
-¿Cómo?
-Te pregunto si perdiste.
-Sí. Iba a decírtelo. En la fiesta no pude, con todo ese barullo. ¿Pensás que Junior va a armar lío? Me importa un pito, pero ¿qué te parece? ¿Pensás que va a armar lío?
Con la mano izquierda, el hombre canoso sacudió la ceniza del cigarrillo en el borde del cenicero.
-No creo que necesariamente arme ningún escándalo, Arthur -dijo con calma. -Aunque no hay muchas probabilidades de que le provoque una gran alegría. ¿Sabés cuánto hace que nos encargamos de esos tres asquerosos hoteles? El viejo Shanley empezó todo...
-Ya sé, ya sé. Junior ya me lo dijo por lo menos cincuenta veces. Es una de las mejores historias que escuché en toda mi vida. Bueno, está bien, perdí ese asqueroso pleito. En primer lugar, no fue culpa mía. Primero, el rayado de Vittorio me persiguió durante todo el juicio. Después esa camarera mongólica viene y empieza a exhibir sábanas llenas de manchitas de chinches...
-Nadie dice que sea culpa tuya, Arthur -dijo el canoso. -Vos me pregunste si yo pensaba que Junior iba a armar escándalo. Sólo traté de contestarte lo más honestamente posible...
-Sí. Ya sé... ¡Qué joder! Igual capaz que me reincorporo al ejército. ¿Te hablé de eso?
El hombre de pelo entrecano volvió la cabeza hacia la chica como para que ella apreciara qué tolerante y estoica era su expresión. Pero la chica no lo advirtió. Acababa de volcar el cenicero con la rodilla y estaba recogiendo rápidamente las cenizas y haciendo un pequeño montón. Levantó sus ojos hacia él un segundo más tarde.
-No, Arthur, no me lo comentaste.
-Sí, capaz que me reincorporo. Aunque todavía no estoy seguro. Por supuesto que la idea no me enloquece y, si puedo evitarlo, mejor. Pero capaz que no tengo más remedio. No sé. Por lo menos ahí te olvidás de todo. Si me devuelven mi precioso casco y mi gran escritorio y mi mosquitero, tal vez...
-Quisiera meterte algunas cosas en la cabeza, botija, eso es lo que me gustaría -dijo el hombre canoso. -Se supone que sos un tipo inteligente y hablás como una criatura de pecho. Te lo digo con toda sinceridad. Dejás que un montón de pavadas se vayan acumulando como una bola de nieve hasta que ocupan tanto lugar en tu mente que sos completamente incapaz de cualquier...
-Tendría que haberla dejado. ¿Te das cuenta? Tendría que haber terminado el verano pasado, cuando realmente estaba decidido a hacerlo. ¿No te parece? ¿Sabés por qué me arrepentí? ¿De verdad querés saber por qué?
-Arthur, por Dios. Así no vamos a ninguna parte.
-Esperá un segundo. ¡Déjame decirte por qué! ¿Querés saber por qué me arrepentí? Puedo decirte exactamente el motivo. Porque me dio lástima. Ésa es la pura verdad. Porque me dio lástima.
-Bueno, no sé. Quiero decir que es algo que no me incumbe -dijo el hombre de pelo entrecano. -Sin embargo, creo que te olvidás de que Joanie es una mujer adulta. No sé, pero me parece...
-¿Mujer adulta? ¿Estás loco? ¡Es una nena que creció, nada más! Por ejemplo, me estoy afeitando, escuchá bien esto, me estoy afeitando, y de repente me llama desde la otra punta del piso. Voy a ver qué pasa... tal cual, a medio afeitarme y con toda la cara llena de jabón. ¿Y sabés qué carajo quiere? Preguntarme si yo pienso que ella es inteligente. Te lo juro por Dios. Es patética. La miro cuando duerme, y sé muy bien lo que te digo. Creeme.
-Bueno, es algo que vos conocés mejor que... quiero decir que a mí no me incumbe -dijo el hombre canoso. -El asunto es que no hacés nada constructivo para…
-No somos una buena pareja, eso es todo. No es más que eso. Hacemos una pareja asquerosa. ¿Sabés lo que le hace falta? Necesita un neurótico podrido que de vez en cuando la deje tirada de un golpe, y después vuelva y siga leyendo el diario. Eso es lo que le hace falta. Soy un tipo demasiado débil para ella. Ya lo sabía cuando nos casamos, te lo juro por Dios. Quiero decir, vos sos un buen tipo y nunca te casaste, pero a veces, cuando uno se casa, tiene como un presentimiento de lo que va a pasar después. Y yo no le di bola. No les di la menor bola a los presentimientos. Soy débil. Lo que me pasa es eso.
-No sos débil. Sólo que no procedés con inteligencia -dijo el hombre de pelo entrecano, aceptando un cigarrillo recién encendido que le extendía la muchacha.
-¡Claro que soy débil! ¡Totalmente! ¡Yo sé muy bien si soy débil o no! Si no fuera débil, ¿te imaginás que habría dejado que todo se...? ¡Para qué hablar! Claro que soy débil... Bueno, no te estoy dejando dormir... ¿Por qué no colgás y listo? Al demonio conmigo. Te lo digo sinceramente. Colgá.
-No voy a cortar, Arthur. Quisiera ayudarte en todo lo humanamente posible -dijo el hombre canoso. -Pero vos sos tu peor...
-Ella no me respeta. Ni siquiera me quiere. Dios mío. En el fondo, si lo analizamos, yo también debo haber dejado de quererla. No sé. La quiero y no la quiero. Según. A veces sí, a veces no. ¡Jesús! Cada vez que me decido a terminar de una vez por todas, cenamos afuera o nos encontramos en algún sitio y ella va con esos asquerosos guantes blancos o algo por el estilo, qué sé yo. O empiezo a acordarme de la primera vez que fuimos en coche a New Haven a ver el partido de Princeton. Pinchamos justo al salir de la autopista, y hacía un frío espantoso, y ella sostenía la linterna mientras yo cambiaba ese maldito neumático... vos sabés lo que quiero decir. No sé. O empiezo a pensar en..., Dios, me cuesta decirlo....empiezo a pensar en ese horrible poema que le escribí cuando empezamos a salir juntos: «Rosa es mi color y blanco, linda boquita y verdes mis ojos.» Es gracioso... Hacía que me acordara de ella. No tiene ojos verdes... tiene ojos como tremendos caracoles marinos... pero, Cristo, igual hacía que me acordara de ella. No sé... ¿De qué sirve hablar? Me estoy volviendo loco. Colgá, ¿querés? Te lo digo en serio.
El hombre canoso carraspeo y dijo:
-No tengo ninguna intención de colgar, Arthur. Sólo hay una...
-Una vez me compró un traje. Con su propia plata. ¿Te lo había contado?
-No. Yo...
-Se fue precisamente a Tripler, creo, y me lo compró. Yo ni siquiera la acompañé. Quiero decirte que tiene algunos gestos terriblemente hermosos. Y lo más gracioso es que no me quedaba tan mal. Sólo tuve que hacerlo ajustar un poco en los fundillos de los pantalones y en el largo. Quiero decir que tiene algunos malditos gestos muy hermosos.
El hombre del pelo entrecano escuchó unos segundos más. Después torció la cara de golpe hacia la muchacha. La mirada, aunque breve, la puso al tanto de todo lo que pasaba al otro lado de la línea.
-Bueno, Arthur, escuchame -dijo. -Así no vamos a ninguna parte. Te lo digo sinceramente. Escuchame. ¿Querés desvestirte y acostarte, como un buen muchacho? ¿Y descansar un poco? Joanie seguramente va a llegar dentro de dos minutos. No te gustaría que te vea así, ¿verdad? Es probable que aterrice por ahí con los condenados Ellenbogen. No te gustaría que todos te vieran así, ¿no es cierto? -escuchó. -¿Arthur? ¿Me oís?
-Te estoy echando a perder toda la noche. Todo lo que hago es...
-No me estás echando a perder nada -dijo el hombre de pelo entrecano. -Ni lo pienses. Ya te dije que de noche no duermo más de cuatro horas en total. Lo que sí me gustaría, sería ayudarte todo lo posible, botija -escuchó. -¿Arthur? ¿Estás ahí?
-Sí, estoy aquí. Escuchame. Ya que no te dejo dormir, ¿te importaría que fuera hasta tu casa para tomar un trago? ¿Te molestaría?
El hombre canoso se enderezó, colocó su mano libre de plano sobre su cabeza y dijo:
-¿Ahora, querés decir?
-Sí. Claro, si te parece bien. Me quedaría sólo un minutito. Lo único que quiero es sentarme en algún lado y... qué sé yo. ¿Dale?
-Mirá, lo que pasa es que no creo que te convenga hacerlo, Arthur -dijo el hombre canoso sacándose la mano de la cabeza. -Por supuesto que podés venir cuando quieras, pero sinceramente creo que ahora deberías descansar y tranquilizarte hasta que llegue Joanie. Te lo digo sinceramente. Lo que vos quieres es estar justo ahí cuando ella llegue a casa. ¿Tengo razón o no?
-Sí. Yo qué sé. Te lo digo de verdad, no sé.
-Bueno, pero yo sí. Sinceramente, yo sí -dijo el hombre canoso. -Escuchame. ¿Por qué no te vas a la cama ahora y descansás, y más tarde, si tenés ganas, me llamás de nuevo? Claro, si tenés ganas de hablarme. Y no te preocupes. Eso es lo principal. ¿Me oís? ¿Me vas a hacer caso?
-Dale.
El hombre canoso mantuvo el tubo junto a su oído durante un momento y después cortó.
-¿Qué dijo? -le preguntó en seguida la muchacha.
Él agarró su cigarrillo del cenicero, es decir, lo seleccionó entre un montón de puchos y de cigarrillos a medio fumar. Aspiró una bocanada y dijo:
-Quería venir a tomar una copa.
-¡Dios mío! ¿Y vos qué le dijiste? -preguntó la muchacha.
-Ya me oíste -dijo el hombre canoso, y la miró. -Podías oírme, ¿no? -apagó el cigarrillo.
-Estuviste maravilloso. Realmente maravilloso -dijo la chica, observándolo. -¡Dios mío! Me siento muy mal.
-Bueno... -dijo el hombre canoso-. Es una situación difícil. No sé si estuve tan maravilloso.
-Sí, estuviste maravilloso -dijo la muchacha. -Me siento floja, totalmente floja. ¡Mirá!
El hombre de pelo entrecano la miró.
-Bueno, verdaderamente, la situación es imposible. Quiero decir que todo es tan extraño que ni siquiera...
-Disculpá -dijo de golpe la muchacha, y se inclinó hacia adelante. -Creo que te estás incendiando. Rápidamente le pasó las puntas de los dedos por el dorso de la mano. -No era sólo ceniza. Estuviste maravilloso -dijo. -¡Me siento muy mal!
-Bien, la situación es muy, muy difícil. Evidentemente, el tipo está pasando por un total...
De golpe sonó el teléfono. El hombre canoso dijo: -¡Maldita sea! -pero lo había agarrado antes de que sonara por segunda vez. -¿Hola? -dijo.
-¿Lee? ¿Dormías?
-No, no.
-Escuchá. Pensé que te interesaría saberlo. Joanie acaba de llegar.
-¿Qué? -dijo el hombre de pelo entrecano, y con la mano izquierda se protegió los ojos, aunque la luz estaba a su espalda.
-Sí. Acaba de llegar. Diez segundos después que hablé contigo. Aprovecho para llamarte ahora que ella está en el baño. Oíme... un millón de gracias, Lee. Te lo digo en serio.... sabes lo que quiero decir. No estabas dormido, ¿verdad?
-No, no, simplemente.... no, no -dijo el hombre canoso, siempre con la mano sobre los ojos. Carraspeó.
-Sí. Lo que pasó fue que, al parecer, Leona se emborrachó mal y tuvo un ataque feroz de llanto, y Bob quiso que… Joanie fuera con ellos a tomar un trago en alguna parte y suavizar las cosas. Más no sé. ¿Te das cuenta? Todo es muy complicado. Lo importante es que ya llegó, ¡qué mierda de vida ésta! Pienso que es esta maldita Nueva York. Creo que, si todo sale bien, vamos a comprarnos una casita, tal vez en Connecticut. No demasiado lejos, aunque sí lo bastante como para poder llevar una vida normal. Lo que quiero decir es que ella se vuelve loca por las plantitas y todas esas cosas por el estilo. Si tuviera un jardín propio y todo lo demás se volvería completamente loca de feliz. ¿Me entendés? Porque, aparte de vos, ¿a quién conocemos en Nueva York sino a un montón de neuróticos? A la larga, hasta una persona normal termina por contagiarse. ¿Comprendes a qué me refiero?
El hombre canoso no contestó. Debajo del escudo de su mano, sus ojos estaban cerrados.
-Creo que se le voy a proponer todo esta misma noche. O a lo mejor mañana. Todavía está un poco mareada. Quiero decir que en el fondo es una mujer formidable, y si todavía aparece una chance para arreglarnos, sería estúpido no aprovecharla. Y mientras tanto voy a tratar de solucionar también ese asunto de las chinches. Estuve pensando. Lee. ¿Vos pensás que si yo fuera y hablara con Junior personalmente, podría...?
-Arthur, si no tenés inconveniente, yo preferiría...
-No vayas a pensar que te llamé de nuevo porque estoy preocupado por ese maldito pleito. Ni ahí. En el fondo me importa un carajo. Lo que pienso es que si puedo hacerle entender las cosas a Junior sin romperme la cabeza, sería estúpido por mi parte...
-Escuchame, Arthur -dijo el hombre de pelo entrecano, sacándose la mano de la frente. - De repente me agarró un dolor de cabeza espantoso. No sé por qué mierda. ¿Te molesta si lo dejamos para otro momento? Mañana te llamo, ¿okey?
Escuchó un momento más y colgó.
La muchacha volvió a decirle algo en seguida, pero él no contestó. Agarró un cigarrillo encendido -el de la chica- del cenicero y empezó a llevárselo a la boca, pero se le cayó de los dedos. La muchacha trató de ayudarle a encontrarlo antes de que se quemara algo, pero él le dijo que se quedara quieta, por el amor de Dios, y ella retiró la mano.
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