martes

QUE SE RINDA TU MADRE


16 relatos


HUGO GIOVANETTI VIOLA


TERCERA ENTREGA


FIEBRE DE SÁBADO A LA NOCHE


LEONARDO REGUSCI llegó a la casa del Prado donde debía cantar una hora más tarde, y la encontró demasiado cerrada y volvió hasta 19 de abril. Ahora tenía la sensación de que nadie vendría a escucharlo. Esperó recortado contra un farol fantasmal, viendo los plátanos otoñales sumergidos en la niebla. Fumar entre la niebla hubiese sido como soplar en el viento. Y él no debía fumar, además. Empezó a escuchar campanadas, llegando desde las Carmelitas. Era el último sábado de vacaciones de julio. Una muchacha vestida con una gabardina blanca emergió de un caserón y cruzó la calle corriendo. Leonardo no la vio muy bien, pero se quedó recordando un rostro que lo había hecho enamorarse de la vida bastante tiempo atrás. Después caminó hacia las Carmelitas con la guitarra bajo el brazo y el cuello levantado. Tenía veintisiete años, y hacía veinte que no entraba a una iglesia. Hacía demasiado frío. Entró. Se sacó la gorra y se sentó delante de unas muchachas que rezaban. Una de las muchachas usaba gabardina blanca. Ni le prestó atención, a pesar de la guitarra. -Me muero por el loco -murmuró una de las voces. -Parece Travolta. -Pero él se copa con tu prima -murmuró otra voz. -Mi prima se recopa con Robin Gibb: nada que ver. Me muero por el loco. Me recopa, te juro. De golpe hubo apagón. Las muchachas chillaron suavemente. Leonardo aprovechó para vicharlas, al amparo de las velas lejanas. La que llevaba gabardina blanca andaría cerca de los veinte años y tenía un perfil griego algo tosco, aunque merecía un lugar en cualquier hornacina. Todavía. Eso pensó Leonardo, bajando la cabeza. -Que haya baile, Dios mío -la escuchó suplicar. No quiso volver a mirarla. LLEGÓ UN poco tarde. La casa estaba llena de muchachos y muchachas sentados por todos lados: el apagón colaboraba con la intimidad. Cuando le festejaron la primera canción encendiendo yesqueros, Leonardo se sintió un Serrat subterráneo. La vanidad no le hizo mal, a excepción de obligarlo a prender un cigarrillo. El cigarrillo le hizo mal. Le costó horrores concentrarse, y tuvo que recurrir a chistes machacones sobre la fiebre del sábado a la noche que asolaba a los clubes y las discotecas: estaba a punto de contar el episodio de los Carmelitas cuando vio a la muchacha. No lo pudo creer. El perfil griego se recortaba sobre la cumbre de la escalera, y Leonardo tuvo la certeza de que aquel rostro era el único que lo sondeaba en su real desamparo. Entonces empezó a cantar de veras. Se jugó a una balada humosamente erótica, y los ojos de la muchacha terminaron resplandeciendo como astros afiebrados. CANTÓ MUCHO más de lo previsto. Una miríada de yesqueros estrelló el comedor durante los últimos tres temas. Los estudiantes organizadores le propusieron hacer otro en poco tiempo: un mes y medio, como máximo. Se vendía vino y empanadas, y la muchacha de perfil griego apareció con un vaso para él. -Yo no tomo -sonrió, sentándosele al lado. Leonardo agradeció, tratando de que no se le viera demasiado la dentadura. La muchacha era campaneantemente flaca y usaba una pañoleta con filos dorados. -¿Vos sos algo del guitarrista uruguayo que es famoso en Europa? -le preguntó de golpe. -Soy el hermano -le contestó Leonardo. -Ah. Yo lo escuché tocar en Saint-Tropez, el año pasado. Me recopó. Es un genio. -Parece que sí. -Me gustaron tus letras. No las entendí mucho, pero me gustaron. Yo prefiero las canciones en inglés. ¿Vos sos de los del canto popular? -Sí. -¿Por qué no grabás discos? Me recopás, te juro. -Tengo tres discos grabados. No se conocen mucho, todavía. -¿Y por qué actuás en casa? Yo iba a ir a un baile, pero este apagón pudrió todo. -Hace tres años que estoy prohibido por la dictadura. Puedo grabar, pero no puedo actuar. La muchacha se crispó. El hervor de la mirada empezó a desvanecerse. -Qué lástima -murmuró. -La política me pudre. Pudre todo, la política. Por eso no me gusta el canto popular. Se sondearon fijamente. Después ella bajó un perfil más humillado y tosco que el del cantor. -Chau -le dijo. Lo besó. Fue a buscar su gabardina blanca y desapareció. Uno de los organizadores se sentó al lado de Leonardo. -Sonamos -comentó sacudiendo la cabeza. -Todavía no sabemos a quién se le ocurrió venderle una entrada a esta enferma. Llegó sobre la hora y no hubo más remedio que dejarla pasar. Te estábamos haciendo señas para que la borraras, pero no nos miraste. El padre es coronel en actividad: uno de los fachos-fachos. LA LUZ volvió a las tres de la mañana, justo cuando Leonardo abandonaba la casa con muchas copas encima. Los faroles se aneblinaron como cabezas de damas antiguas. El muchacho los saludó haciendo una reverencia. -Buenas noches, chiquilinas -empezó a monologar, mansa y húmedamente. -El cantor de los dientes oscuros cruza este viejo Prado y sabe que está solo. Pero ahora menefrego. Acabo de cantar en público después de muchos meses y tengo algo de guita. Estoy tan contento como ustedes. ¿No se me nota en el reverdecer de la sonrisa, medusas mías? De golpe recordó el empapelado de la pensión donde tenía que volver a dormir y se frenó un momento. -El problema es aceptar que uno está enamorado de la vida -jadeó, sentándose en el cordón de la vereda. -El problema no es tu horro ni mi horror, hermano. Estaba sentado frente al caserón de donde había emergido la gabardina blanca. Se veía una luz tenue, en el piso de arriba. No se veía la garita donde el milico de guardia cabeceaba sobre un walkie-talkie. Leonardo se puso a tararear su tema erótico. LA MUCHACHA no recordó ni escuchó nada: ni siquiera el ronroneo de la camioneta del ejército que se llevó al cantor. Permaneció desnuda, y fue la primera vez -después de tanta fiebre de sábado a la noche- que su perfil goteó radiantemente mientras se acariciaba.


BALOMA

para Manuel Márquez


EL CLUB de Pesca era una enorme cabaña quinchada, adornada con las clásicas guirnaldas de redes y las no menos clásicas mandíbulas de tiburones. Tenía un prolijo bar rústico en una punta, un futbolito en el centro y mesas que se podían multiplicar (según la concurrencia) hasta la media docena. El rancho del Gallego quedaba muy cerca del club, y la tarde que llegué a Valizas preferimos entrar allí a tomar cerveza. Era un lugar de viejos y de chiquilines, pero el ya casi fresco viento tormentoso le inyectaba una magia caribeña. La segunda cerveza fue inyectada -a proposición mía- por unas ginebras dobles. -Hoy no me contestaste, cuando te pregunté cómo quedó tu mujer -dijo el Gallego, torciendo su perfil de viudo joven hacia una barra adolescente que entró a jugar al futbolito. La gorda que atendía el bar acababa de prender dos faroles a mantilla, y las sombras de las muchachas de la barra se empezaban a bambolear como siluetas desnudas sobre los troncos y el quinchado. -Te contesté -corregí. -Quedó embarazada de siete meses y medio. El Gallego tiene una nariz igual a la de Artigas, pero sus ojos son dolorosamente pálidos. -¿Andan mal entre ustedes? -me preguntó. -Mi mujer se fue de casa. Se fue a lo de la madre, ayer de noche. Con las dos nenas. Dice que no la quiero. -¿Y qué le atacó? -No sé: es como una especie de puerperio por adelantado. El otro día me despertó a las tres de la mañana para decirme que el varón que nazca tampoco va a quererla. El Gallego sabía lo que le hicieron los milicos a Adriana. -Es por lo del Penal -murmuró. -Puta madre. Y es lógico. -Lógico y patológico. En la barra que rodeaba el futbolito había una chiquilina que no podía tener ni quince años. Parecía estar vestida nada más que con una camisa a cuadros, y me miraba desde una osamenta que le afeminaba la delgadez. No jugaba al futbolito ni hablaba ni se reía: movía indolentemente el contador de los goles y cada tanto me sondeaba desde una preciosa profundidad verde excavada en un rostro aindiado. Usaba una gran trenza. -Y qué opina el psicólogo, o la psicóloga. Supongo que habrán ido a consultar con alguien -dijo el Gallego, ofreciéndome los mejores dientes de tristeza canina que un hombre puede ofrecerle a otro. -Adriana es casi psicóloga -contesté. -¿Te olvidaste? Le faltan dos exámenes para recibirse. No quiere ver a nadie, por ahora. Por ahora parece que quiere pelearse conmigo. Nada más. ¿Nos tomamos la última? Un relámpago que reventó aparentemente muy cerca provocó un refrescante escándalo entre los chiquilines, y azuló el corazón frutal que me sondeaba. Cuando volví a besar la cerveza inyectada con ginebra sentí cómo la desesperación se me trenzaba en el pescuezo. Parecía una corbata asesina. -¿Sabés quién es esa gurisa que está recostada en el futbolito? -murmuró el Gallego. -Baloma Regusci. ¿Te suena? -Claro. Es la chiquilina que trajeron a fin de año de Buenos Aires. La que encontraron las Abuelas de Mayo, ¿no? -Claro. La abuela paterna es de los Regusci de San Carlos, y viene a Valizas desde que yo tengo memoria. -¿Y qué quiere decir Baloma? ¿Es un nombre, nomás? -Quiere decir paloma en turco -se rió el Gallego, y logró hacerme sonreír. -¿No leíste a Malinowski? Uh: ese polaco fue un mago, además de antropólogo. Con perdón de Gardel. Baloma es el nombre que le dan al alma (el alma que anda suelta después del patapúfete) no sé cuáles nativos de la Melanesia. Los padres de esta criatura habían leído a Bronislaw Malinowski. No te lo puedo probar aquí y ahora, pero podría apostarlo. -¿Quién era la madre? -No sé bien. Sé que desaparecieron juntos con el Tano Regusci en Buenos Aires, cuando la nena tenía muy pocos meses. A ella la crió un matrimonio de milicos. -Sí, eso sé. ¿Y cómo es la chiquilina? -Bueno -dijo el Gallego, con una mirada que me resultó filosa. -Como ya te debés haber dado cuenta hace rato, es una preciosura. Tiene trece años. Es claustrofóbica y sonámbula, según me han contado. Vive un rancho por medio del nuestro, con la abuela. Se ha llegado a escapar de noche por la ventana y todo. Según me han contado, ojo: yo nunca la vi en trance. Y llevo tres semanas de licencia. Hubo un par de relámpagos seguidos, y la muchachada se borró chillando. Baloma ni me miró. Pero yo me quedé necesitándola. Tuve la sensación -mientras volvíamos chuequeando por la arena y el viento amenazaba con desmoronar mis cuarenta años antes de ser cumplidos- de no poder recordar a mi mujer. Era como si Adriana hubiese desaparecido. -Mirá -dijo el Gallego, cuando nos sentamos jadeando en el porchecito del rancho. -Ustedes lo que precisan es un gualicho como la gente. En serio. Mirá que un pelo de magia puede más que una yunta de horrores. Ojalá yo lo precisara. Yo soy viudo, varón. Y cuando se te muere la prenda no hay gualicho que valga. La caminata nos había desbarrancado hacia la borrachera. Entre el túnel azufrado de un relámpago me imaginé a mis hijas jugando con campánulas incandescentes. -¿Cómo crecieron tantas flores arriba de ese montón de arena? -le pregunté de golpe al Gallego. -Aquí no crece nada. Y le miré el perfil de Artigas y los ojos pálidamente caninos, fieles a los fantasmas de la felicidad. -Crece -me dijo. -Crece. Es un misterio, hermano. EL RANCHO del Gallego quedaba sobre la playa de Valizas. A las tres de la mañana tuve que salir a fumar al porchecito. Había empezado a lloviznar, y los relámpagos excavaban subsuelos constante y sonantes. Recordé que la Punta del Diablo -que penetraba en el mar como un glande verdoso- también recibió el nombre de Punta de las Calaveras, y un relámpago hizo fosforecer su textura secreta. Pobre Bosco, pensé. El oleaje y las campánulas también fosforecían. Yo fumaba un cigarrillo atrás del otro, esperando el latiguear de las apariciones. De golpe vi algo como la silueta de un charrúa felinamente abalanzado contra la enredadera: cayó tan rápido frente a las flores, que algunas chuzas se le despegaron de la brillante sombra de la espalda. Tras la próxima iluminación el charrúa se transformó en Baloma, refulgente y real. Estaba desnuda y con el pelo destrenzado. Y yo había salido a esperarla, aunque recién ahora lo supiese. Dejé caer el cigarro y casi no respiré mientras ella arrancaba campánulas para depositarlas al pie de la pequeña duna. No me di cuenta que era un rito mortuorio hasta que otro latigazo de luz me hizo soñar dos esqueletos incandescentemente abrazados bajo la enredadera. Entonces entendí. La muchacha sonámbula se escapó sonriendo bajo la lluvia, y yo bajé a recoger una flor.


MAÑANA DE REYES

para Pancho Cerdá


ERA UNA mañana de reyes sofocante, y el hombre se sentó en la cocina a tomar mate y a escuchar uno de los discos preferidos de su padre: el concierto para flauta y arpa que Mozart le escribió a la alumna estúpida. El hombre estaba soñando un cuento que se iba a llamar Verdad remota más allá de la muerte. Sobre el fogón de la cocina había una jaula para ardillas. Estaba llena de virutas, y el espacio aprisionado por la ruedita-trapecio se agitaba en el vaho solar. Mozart hace girar el polvo enamorado, escribió mentalmente el hombre. Una mujer gorda, sesentona y teñida de rubio rabioso apareció en la puerta de la cocina. Los ojos color miel se le achinaron cuando dijo: -Buen día. El hombre saltó. -Buen día, Peluca -correspondió, sin el menor entusiasmo. -No te escuché golpear. Ni entrar. La mujer se sentó y reclamó un mate. -Por hoy le voy a permitir que me llame Peluca, señor Abel Rosso -advirtió, chupando la bombilla casi con grosería. -Pero yo era Peluca de Oro nada más que para su padre. ¿Conté muchas locuras más, anoche? -No -movió la cabeza Abel. -Yo no les llamaría locuras. -Pero tomé demás. Y tus hijos estaban adelante. No me acuerdo muy bien de lo que dije. -No dijiste nada grave. No te preocupes. Los chiquilines son muy chicos: no entienden nada de esas cosas. -¿En dónde están, ahora? -Mi mujer los llevó a la casa de mi hermana. A buscar más regalos. -Ahá -sonrió Peluca. -Tu hija me acaba de llamar por teléfono desde allí, entonces. Me invitó a ver los regalos y la carta divina que le habían dejado los reyes. El hombre se frotó la calvicie y prendió un cigarrillo, a pesar de que el pecho le chiflaba un poco. -Qué chiquilina loca -sonrió. -Fue dramático anoche, cuando murió la ardilla. La mataron ellos mismos, porque se habían empecinado en sacarla de la jaula y usarla de yo-yo: no hubo quien los hiciera entender. -¿Y qué fue lo que hicieron? Ustedes, digo. -Les explicamos que Luli estaba muy enferma y que la acabábamos de llevar al veterinario. Y que si la curaban iba a tener que seguir viviendo en el campito de al lado de la Asociación Cristiana. Qué sé yo. Fue dramático. El chiquito me preguntó si algún día podíamos ir a visitarla y Paloma se acercó a la jaula y cuando volvió a la mesa yo me di cuenta que ya había llorado. Entonces me encerré en el escritorio a escribirles la carta, y Melchor les contó que al abrir la ventana del comedor vieron una ardilla blanca como la luna que les hacía señas desde el campito de al lado de la Asociación. “Mirá, papá” gritaba Paloma, mostrándome la carta: “Era Luli, estoy segura. Melchor no debía ni saber lo del veterinario”. El hombre se acordó que estaba fumando y provocó -sofocadamente- una humareda dorada. El pecho le chilló. Acababa de empezar el movimiento lento del concierto, y el joven Mozart volvió a garabatear una versión de la frase de su vida para la alumna estúpida. -Che: ¿qué música es esa? -preguntó la mujer. -No es un buen tango, pero mama mía. Abel miró a Peluca, y la vio rebrillar entre la luz remota de la dicha. De golpe recordó las magnolias que acababan de reventar en la vereda. -Perdoná -murmuró la mujer. -Pero quisiera preguntarte si antenoche conté lo de mi hijo, adelante de los chiquilines. -Sí -dijo Abel. -Pero no te preocupes. Los chiquilines ni saben lo que son los desaparecidos. Paloma tiene seis años, recién. -¿Y qué conté, al final? -Todo: que vos sabías que estaba vivo aunque los milicos le hubiesen dado la partida de defunción a la mujer. Y todo lo demás. -¿Lo del teléfono también? ¿Conté que a los tres días que lo dieron por muerto un amigo recibió una llamada donde él le decía que estaba bien? -Sí -dijo el hombre, frotándose ásperamente la calvicie. -No te preocupes más, Peluca. Por favor. -Lo que pasa es que lo primero que me dijo Paloma esta mañana en el teléfono fue: “Apareció. Apareció”. ¿Te das cuenta? Abel miró la jaula y sacudió suavemente la cabeza. Se quedó tomando mate en silencio hasta el fin del concierto. Cuando la mujer se levantaba para irse escucharon un pestillazo, y una niña de mirada muy grande y muy celeste entró jadeando a la cocina. Tenía una muñeca de acción entre los brazos. -Miren lo que me dejaron los reyes en lo de tía Ma-Sa -anunció, y le hizo una seña a Peluca como si las dos tuvieran la misma edad. -Pero el regalo más lindo que me dejaron fue la carta donde Melchor dice que vieron a Luli. Y volvió a la calle sonriendo. El hombre y la mujer se miraron muy fijo, y caminaron hasta la ventana del comedor. Paloma había apoyado su muñeca de acción en el tronco de la magnolia, y resplandecía tan polvorientamente como alguien que organiza la habitabilidad de una trinchera.


EL CIELO EMPIEZA EN EL SUELO

para Sergio Giovanetti Viola y Juan Carlos Onetti


EL MÉDICO de guardia cruzó casi tambaleando el espacio enjardinado de los apartamentos y abrió su coche y guardó el maletín, antes de arrancarse la casaca blanca de manga corta con la que trabajaba. La casaca estaba vomitada sobre su pecho. El hombre quedó desnudo de la cintura para arriba y se frotó una mancha de humedad maloliente que lo había traspasado. Apenas tiritó. Los árboles del Prado se recortaban como cumbres sobre el amanecer bilioso. El médico acababa de terminar la guardia de primero de año. Era un hombre muy joven, con algún pliegue de papada precoz que parecía instalarlo más en su infancia que en su decrepitud. De golpe lo llamaron. De los apartamentos salió corriendo un muchacho microcéfalo vestido con un jogging y una camiseta de Liverpool. El médico se refugió en el coche y puso la llave en el arranque. El microcéfalo aplastó su cara contra el fulgor de la ventanilla y sonrió. -Gracias, doctor -gritó. -Por dejar que mi viejo se fuera al cielo. El otro lo miró con ese grado de odio que genera el cansancio empantanado, pero curvó la boca. Después hizo una seña para saludar al muchacho y arrancó y dobló la esquina a una velocidad chirriante. AL MICROCÉFALO le decían Tito, y tenía una mirada sedosa y desasosegada. El médico llegó al apartamento cuando el padre del muchacho ya estaba muerto hacía bastante rato sobre una cama de matrimonio, vomitado hasta la cintura. Era un gordo cincuentón largo, de ropas impolutas y pelo exageradamente engominado. Había muerto muy borracho. El médico echó a la familia del cuarto, aunque antes pidió colaboración para colocar el cadáver en el suelo. Entonces se dio cuenta de que ni la mujer ni las tres hijas lloronas querían tocar al gordo. Tito lo ayudó. El hombre retorció hacia un costado la lengua del cadáver, y al arrodillarse para incrustar su boca y empezar a soplar se vomitó encima. Cerró los ojos un segundo. Estaba acostumbrado a esos accidentes. También estaba acostumbrado a intentar reanimar boca a boca a gente que tenía una posibilidad casi inverosímil de resucitar. Una vez lo había logrado. Era una esplendorosa muchacha rubia de dieciséis años, y el hombre tuvo la sensación de estar soplando y golpeando alternativamente el corazón del mundo durante sesenta minutos: estuvo a punto de morir ahí arriba, pero al final la mirada entreabierta de la muchacha relampagueó como una eternidad azul. Se murió a las veinticuatro horas en un Centro de Tratamiento Intensivo, pero el médico recordaba aquella madrugada como al mediodía de su casamiento. Ahora Tito lo había estado observando con una titilante concentración de súplica y él trabajó un rato muy largo hasta que se paró, sacudiendo la cabeza. Entonces el microcéfalo salió del dormitorio levantando los puños, y su madre y sus hermanas levantaron al unísono el volumen del llanto. El Tito daba saltos como si festejara un gol en el estadio. EL MÉDICO pisó a fondo el acelerador por la subida de Lucas Obes. Acababa de terminar la guardia mejor paga del año y calculó que trabajando todo enero a full podría arreglar el coche y hasta veranear una semana o dos. Después pensó en su mujer y en sus hijos, pero las ganas de morirse le amarillaron la cara como un maquillaje. De repente vio una sombra en medio de la calle y no le alcanzó el frenazo y subió a la vereda y terminó chocando contra un jacarandá que antes de resquebrajarse derramó una llovizna azulada sobre su parabrisas. El hombre recibió un golpe amortiguado en el pecho, y pudo sacar la cabeza enseguida para mirar al caído. Era un niño muy flaco, de cráneo alargado y enormes ojos resplandecientes clavados en el cielo. Tendría unos cinco años. Estaba vestido con un equipo completo de Liverpool, y abrazaba una pelota con el brazo derecho. El hombre corrió como pudo hacia la mitad de la calle. El caído permaneció inmóvil, levantando su mirada fluvial y mansamente viva entre el oro purpúreo del amanecer. Algunos vecinos salieron de los apartamentos y los fueron rodeando. El médico ya se había arrodillado para revisar al chiquilín hasta que una mujer le dijo: -No tiene nada. Se llama Tato Carro, y vive en la puerta 4. Primer piso. Anoche anduvieron dándole a la sidra con el Tito, me parece. Pero la abuela le va a contar mejor lo que le pasa. ¿O quiere que lo lleve yo? -No -murmuró el médico. -Lo llevo yo. ¿Dónde me dijo que era? EL HOMBRE hizo una seña para espantar a la gente amontonada y cargó suavemente al chiquilín, hasta apoyarlo sobre su hombro y sostenerlo con el brazo derecho. Con el izquierdo llevaba la pelota. -Tranquilo, Tato -dijo. -Tranquilo, que no va a pasar nada. Tato jadeaba su mansedumbre enganchándole el mentón en el omóplato, casi hasta lastimarlo. Estaba totalmente meado. -Yo me llamo Rabí -agregó el médico. -José Rabí. A ver: me parece que esa señora que está en la ventana debe ser tu abuela. Tato sufrió un escalofrío pero no se dio vuelta, y el hombre tuvo que accionar el pestillo con el pie cuando se oyó el zumbido del portero eléctrico. Al terminar de subir la escalera vio a una mujer no demasiado vieja escrutándole con avidez el pedazo de pecho que le quedaba al desnudo. Rabí le dio los buenos días y le puso la pelota en la mano, aunque no soltó al chiquilín. La mujer era apenas sesentona y exhalaba una resaca que parecía escapársele por los ojos. -¿Usted fue el que casi lo pisa? -preguntó, dándose vuelta para entrar al living. -Pase, señor. Tato: andate a tu cuarto. Por Dios. Y te bañás inmediatamente. ¿Escuchaste? El muchacho hundió tanto el mentón que provocó un viborazo en la espalda del médico. -Vamos, hijo -ordenó Rabí. -Andá, que después te ayudo a inflar la pelota. Tato se dejó colocar en el suelo y miró a Rabí. -Corre -hizo una seña el médico. -No -gritó la mujer. -¿No ve que tiene puestos los zapatos de fútbol? Él sabe que no puede caminar por el parqué con esos zapatos. Primero se los saca. Y sin mojarme nada porque lo mato: está meado, otra vez. Entonces el médico se arrodilló para desatarle los zapatos al chiquilín, y se los puso en la mano. Tato volvió a mirarlo, antes de renguear hacia adentro. -¿Por qué renguea? -preguntó Rabí. -Porque cuando al papito le daban los ataques lo reventaba a patadas -mostró los dientes ferruginosos la mujer. -El papito estuvo preso cuatro años, cuando la dictadura. Cayó por hacer de chofer de uno de esos bolches mafiosos que ahora salen tomando mate en el diario: imagínese qué cerebro tendría mi yerno. -¿Su yerno se murió, señora? -No. Está internado. Hace dos o tres meses le empezaron a dar unos ataques (después de un año de haber quedado libre) y decía que Fantina (mi hija) y los chiquilines eran milicos. Les daba unas palizas que los dejaba deshechos. Tato no tiene nada, pero cuando anda triste le da por renguear. Yo ya no aguanto más. La mujer agarró la pelota y se la puso delante de la cara. -¿En dónde está su hija? -preguntó el médico, pasándose las manos por la papada arcillosa y lampiña. -Con el marido. Brindó con nosotros y se las tomó a ver al maridito, al loquero. Me dejó cargando con los gurises hasta la noche de fin de año: ¿se da cuenta? Yo no me salvo nunca. Tato se me escapó y no hubo quien lo encontrara. No puedo más con Tato. Ahora me acaban de decir que estuvieron tomando sidra con el bobo de los Baroffio. Usted viene de allí, me dijeron. El médico dijo Sí, mirando el bamboleo de la pelota. -La nena no me da tanto trabajo -escuchó suspirar a la mujer después de un carraspeo flemoso y maloliente. -Si hubiera que atenderla a ella sola (Fantina trabaja más de catorce horas por día) yo no tendría mucho problema. Pero el varón es un infierno. Yo fui maestra de jardinera y le enseñé a leer a los tres años. Es un genio, el gurí. Pero es loco, se lo aseguro: está escribiendo un libro de poemas. Aunque usted no lo crea. Al principio se lo festejábamos todos. Pero resulta que una semana después que internaron al padre lo pesqué en la cocina, robándome el vino. Mi ex-marido es borracho. Y los poetas son todos borrachos y locos, doctor: sé muy bien por qué lo digo. La mujer empezó a refregarse la cara con la pelota. -Al único poeta que conozco es a mi hermano -dijo Rabí, tanteándose el pecho en el lugar del golpe. -Y cuando se pasa con las copas hay veces que habla como un santo. Aunque nadie lo escuche. -Bueno, yo también tomo mis copas -concedió la mujer. -No me acuerdo muy bien de lo de anoche. Pero sé que no lo pude encontrar, al santo. -No lo dejaste entrar, abuela -dijo una voz de niña, desde la puerta del corredor. La vieja dejó caer la pelota y Rabí casi se levanta para que no se le viera la cara. La niña era una maravilla degasiana y echaba un dulce fuego verde por los ojos agrietados de gris. -Mi hermano volvió a las cuatro de la mañana y no lo dejaste entrar -repitió, con una agresividad corporal aprendida de las telenovelas. -Te gritó desde abajo que apenas habían empezado a jugar al fútbol el padre de Tito Baroffio se fue al cielo, y que el Tito lo convidó con sidra porque irse al cielo es lo mejor del mundo. -Callate -roncó la vieja. -No me callo nada. Porque además vos lo echaste, nena. Le dijiste que en esta casa no dormían borrachos, y que se acordara que nunca te había pasado una puta pensión o algo así. Y mi hermano te gritó que se iba. Pero no entendí adónde. La vieja se paró, con los ojos entornados. Rabí también se paró, pero no pudo desviar el pelotazo que se estrelló en la pierna de la chiquilina. -Más puta serás vos -dijo la vieja. La chiquilina se limpió los ojos en silencio y desapareció. -¿Por qué no se sienta, señora? -dijo Rabí. -Y se tranquiliza un poco. ¿A qué hora piensa que llegará su hija? La vieja lo enfocó con su rostro pantanoso y se volvió a sentar. -Venga esta noche -suspiró. -O esta tarde. Hoy la encuentra todo el día. Hagan lo que quieran. Yo aquí no pienso quedarme más, igual: me voy a la mismísima mierda. Y que aguante quien pueda. -Yo voy a pasar a despedirme un momento de Tato, si me permite. La mujer volvió a escrutarle en silencio el pecho desnudo. El hombre se tanteó maquinalmente el moretón y la tetilla donde se había filtrado el vómito, y después caminó hasta la puerta del corredor. Mientras la trasponía se agachó a recoger la pelota desinflada. TATO ESTABA acostado exactamente igual que en la calle, aunque con la cabeza sobre una almohada y la enorme mirada fluvial clavada en el azul de la ventana. Rabí apenas tiritó. En la otra cama estaba la chiquilina, pintándose los ojos y los labios. Tendría once o doce años, pero enseguida que vio al hombre soltó los cosméticos y se tapó hasta el pescuezo. -Cómo te llamás -le preguntó Rabí, sentándose sobre un escritorio. -Alejandra -dijo la chiquilina. El vapor de las lágrimas recientes atravesaba el maquillaje como el vaho de un jardín. Rabí colocó la pelota en la cama de Tato y leyó un papel escrito infantilmente a lápiz sobre el cual acababa de sentarse sin querer. El texto decía: Si ves bolar algun dia a una paloma de paz. De paz siempre beras las palomas porque la primera paloma en tu corazón quedó. -Es un poema de mi hermano -dijo Alejandra, haciendo una mueca de mujer fatal. Rabí observó al chiquilín, y por primera vez en mucho rato sintió la humedad de su orina sobre el brazo derecho. Tuvo la sensación de estar rociado por el oro de Midas. La mirada imperturbable de Tato se perdía y se perdía con más hondura entre el azul remoto, y el hombre controló la desesperación y empezó a juntar aire. -¿Sabés adivinanzas? -le preguntó de golpe a Alejandra. -Uh: sé repila -muequeó la niña. -Y mi hermano las inventa. -A ver: decime una. -¿Una que haya inventado mi hermano? -Sí. -¿Cuál es la esposa de los millonarios? -No sé -dijo Rabí, bajando suavemente la persiana hasta que la mirada de Tato se nubló. -No sé, no sé. Me rindo. -La plata. ¿Y cuál es el sol que nunca alumbra? -Tampoco sé. -El sol-dado. -Muy buenas. Che, Tato: ¿las vendés, las adivinanzas? El chiquilín lo miró pestañeando. -Te está preguntando si vendés las adivinanzas, tarado. ¿No te das cuenta? -chilló Alejandra. Tato no dijo nada pero bostezó largamente y relajó su delgadez como un hilo de cometa que vuelve a tierra. -Te las voy a comprar -dijo Rabí, frotándose la papada en posición de negociar. -Puedo pagarte hasta cincuenta pesos por cada una. ¿Está bien? Tato lo miró fijo y volvió a bostezar. -Dale, tarado. Decí que sí -se entusiasmó Alejandra. El niño sacudió la cabeza para afirmar y el médico le agarró los tobillos con fuerza. -Ahora les voy a hacer una yo -dijo, poniendo cara de animador de televisión. -¿En dónde empieza el cielo? Hubo un hondo silencio. -¿Se rinden? -preguntó Rabí. Los chiquilines sacudieron la cabeza al unísono. -En el suelo -dijo el hombre, soltando los tobillos de Tato. -No se ve, pero empieza en el suelo. Uno pisa la tierra y respira el cielo: ¿entienden? No precisamos morirnos: lo único que precisamos es respirar, para ir al cielo. Alejandra se rio fuerte. Tato se acomodó para dormir y el hombre recordó el mediodía sosegado de su casamiento.

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