por Óscar Wong
Desacralizar a la poesía, ahondar en la dimensión lingüística, buscando las posibilidades del lenguaje, partiendo del vínculo estrecho: expresión-contenido-intención-resolución, fue, a mediados del siglo XX, una pretensión y un logro. En este sentido, Fernando Alegría señalaba la clara orfebrería de índole ornamental en la primera etapa de Vicente Huidobro –“de raíz parnasiana y tonalidad romántica”– y el lenguaje cotidiano mezclado de fórmulas pedagógicas y sentencias de pillería popular, que unía obscuridades y claridades en Nicanor Parra.
Esta manera de enfrentar al mundo partía de dos vertientes: 1) el mundo como caos y el hombre víctima de la razón y, 2) la actitud revolucionaria, donde la realidad se mostraba en su complejidad y hondura, por lo que ante el desmoronamiento de la racionalidad establecida, el poeta buscaba redescubrir la cadencia implícita en el lenguaje y apoyarse en las asociaciones de sentido que la escritura postula (Cf. Literatura y revolución, 1971). Es evidente que la Revolución Cubana, así como los procesos sociales en Hispanoamérica –golpes de estado, gorilatos, represión, persecución y encarcelamiento, etc. –, marcó la pauta. La expresión lírica generó ese logos social, que conciliaba la ética y la estética. Literariamente hablando, México continuó con su tono crepuscular (Pedro Henríquez-Ureña dixit) y salvo algunos autores como Sergio Mondragón, Efraín Huerta y los integrantes de La espiga amotinada, no hubo pretensiones de vanguardia o de adecuación de los contenidos versiculares.
Pero si Huidobro descubrió los ritmos internos, el valor técnico de la imagen y trabajó la zona del lenguaje con una estética basada en la fanopea (como indicaba el viejo Pound), donde la imagen, no del orden ornamental, sino como visualización dinámica, repercute en el aspecto morfosintáctico, provocada por el movimiento, la tensión interna del verso. En la poesía de Saúl Ibargoyen se advierte y se revela la presencia de la realidad sugerida a través de superposiciones, desnudando al lenguaje de su exterior retórico y devolviéndole su sentido primigenio, su preciso contenido, como se advierte en Nuevas destrucciones, publicado por el Instituto Mexiquense de Cultura, en su Biblioteca Mexiquense del Bicentenario (Toluca, Edoméx., 2008, 106 pp.).
Desacralizar a la poesía, ahondar en la dimensión lingüística, buscando las posibilidades del lenguaje, partiendo del vínculo estrecho: expresión-contenido-intención-resolución, fue, a mediados del siglo XX, una pretensión y un logro. En este sentido, Fernando Alegría señalaba la clara orfebrería de índole ornamental en la primera etapa de Vicente Huidobro –“de raíz parnasiana y tonalidad romántica”– y el lenguaje cotidiano mezclado de fórmulas pedagógicas y sentencias de pillería popular, que unía obscuridades y claridades en Nicanor Parra.
Esta manera de enfrentar al mundo partía de dos vertientes: 1) el mundo como caos y el hombre víctima de la razón y, 2) la actitud revolucionaria, donde la realidad se mostraba en su complejidad y hondura, por lo que ante el desmoronamiento de la racionalidad establecida, el poeta buscaba redescubrir la cadencia implícita en el lenguaje y apoyarse en las asociaciones de sentido que la escritura postula (Cf. Literatura y revolución, 1971). Es evidente que la Revolución Cubana, así como los procesos sociales en Hispanoamérica –golpes de estado, gorilatos, represión, persecución y encarcelamiento, etc. –, marcó la pauta. La expresión lírica generó ese logos social, que conciliaba la ética y la estética. Literariamente hablando, México continuó con su tono crepuscular (Pedro Henríquez-Ureña dixit) y salvo algunos autores como Sergio Mondragón, Efraín Huerta y los integrantes de La espiga amotinada, no hubo pretensiones de vanguardia o de adecuación de los contenidos versiculares.
Pero si Huidobro descubrió los ritmos internos, el valor técnico de la imagen y trabajó la zona del lenguaje con una estética basada en la fanopea (como indicaba el viejo Pound), donde la imagen, no del orden ornamental, sino como visualización dinámica, repercute en el aspecto morfosintáctico, provocada por el movimiento, la tensión interna del verso. En la poesía de Saúl Ibargoyen se advierte y se revela la presencia de la realidad sugerida a través de superposiciones, desnudando al lenguaje de su exterior retórico y devolviéndole su sentido primigenio, su preciso contenido, como se advierte en Nuevas destrucciones, publicado por el Instituto Mexiquense de Cultura, en su Biblioteca Mexiquense del Bicentenario (Toluca, Edoméx., 2008, 106 pp.).
En este libro, Ibargoyen se plantea, líricamente, cómo abordar el entorno circundante a través del lenguaje, de la palabra, observada como “forma escondida” en busca de “vibraciones hálitos humedades” (p. 15), o bien como:
“un sucio núcleo de luz nunca tocada
donde cada nombre
de cada soñada muchacha o mujer
o sólo hembra
alcanza a renacer
y se disuelva”
(pp. 105-106)
Armonía racional, sí, de expresión sensorial, enfrentada al juego sonoro de los significantes –la idea generando el ritmo, como advertía Huidobro–; prosaísmo, frente a un lenguaje acaso violentado. Pero siempre la radicalidad: borde y reborde del Yo poético, desplazando lo externo. Previamente, en un poemario triunfador en los XXXIV Juegos Florales de San Juan del Río, Querétaro en 2004, denominado precisamente ¿Palabras? (Edic. Tintanueva, Méx., 2004, 98 pp.), el poeta uruguayo, ahora nacionalizado mexicano, se asume como escriba, como un cronista que testimonia las “iluminaciones / de energía congelada”, aunque finalmente “penetra las fibras o raíces/ del polvo extranjero” (p. 50). Aquí también la preocupación social se establece como una firme mojonera lírica, así como la desacralización metonímica:
“El sol de esta tarde
camina ente el polvo
que otros soles viejos
pisotearon.
Hay cenizas
renovándose en las calles
calientes de Ensenada.
Y en ti se produce
la levedad de una sombra
que tal vez
no acabe de pasar”
(p. 13)
Coincidencias, territorialidad del lenguaje y la visión cotidiana, con una estética que pretende establecer, apropiarse de la realidad inmediata con un lenguaje desacralizante. Lo discursivo frente a la exaltación lírica –entendida como emotividad cuasi desbordada y, por tanto, centrada en el sujeto–, que genera reflexiones lingüísticas, puesto que la analogía fónica genera una analogía de sentido. Y lo que el chileno Huidobro manejaba –abandono de la métrica y la puntuación, manejo metonímico no como ornamento, sino como un aspecto incorporado a la sonoridad versicular–, también se advierte en Erótica mía (Edic. del Ermitaño, Colec. Minimalia, Méx., 2010, 77 pp.), poemario de Saúl Ibargoyen, que ahora celebramos. Amor, como deseo de completud, ciertamente. El erotismo manifestado en imágenes terrenales, cotidianas, aunque no exentas de lirismo.
Erótica mía puede considerarse, en su conjunto, como blasón, como un canto férvido a la mujer, a la dómina, a la dueña, como anhelaban los trovadores provenzales del siglo XII. Aunque la exaltación del amor desgraciado, que significa a la poesía trovadoresca; el amor perpetuamente insatisfecho, no se presenta en Ibargoyen. La mujer es real y concreta, no idealizada... aunque se le canta de manera sensible, emocionada. Esa es la gran diferencia entre la visión contemporánea y la de los trovadores y troberos. Por eso el poeta Ibargoyen es capaz de salmodiar eróticamente lo siguiente:
“Besar es oficio
que a veces nos pierde
en bocas de bestias oscuras
en grietas dolorosas
que el sudor ilumina”.
(p. 7)
O bien establecer los límites entre la realidad literaria y la realidad del entorno:
“A toda voz claman por ti
los timbres del teléfono
y tus orejas se acuestan
sobre el cable blanco
por donde corre el susurro
de mis dedos
que marcan y destruyen
una cifra de incansable impaciencia”.
(p. 17)
La propuesta estética, discursiva, es reveladora. Se canta al amor humano, mundano, agregaría, puesto que la pasión remite a la sexualidad, que indudablemente debe ser saciada. Aquí la pasión asume la forma del deseo, “y ese deseo, a su vez –Rougemont dixit–, se disfraza de fatalidad”. Es válido recordar lo que en Amor y Occidente precisa Denis de Rougemont: “El ardor amoroso espontáneo, premiado y no combatido, es por esencia poco duradero. Es una llamarada que no puede sobrevivir al resplandor de su consumación. Pero su quemadura continúa siendo inolvidable y los amantes quieren prolongarla y renovarla hasta el infinito” (op. cit.).
Pero si arqueológica y míticamente el lenguaje, la palabra misma, extravió su primera substancia, su transparencia, en virtud de la dispersión que ocurrió en la Torre de Babel, es válido buscar ese secreto que la palabra contiene en sí misma, no en la superficie, y recuperar los huecos léxicos, esa significación que subyace petrificada en la palabra, como observaba Héctor A. Murena en. La metáfora y lo sagrado). Originalmente los nombres denotaban aquello que designaban; aunque aún persiste un fragmento silencioso, un saber que tiene esas propiedades inmóviles que subyacen en ese espacio que la similitud, la analogía, dejó en la nada, en el vacío. La semejanza de las cosas se ha extraviado. Y más de una lengua a otra, revela Foucault (Cf. Las palabras y las cosas).
Este extravío substancial, lírico, ha sido abordado por Ibargoyen en Erótica mía donde la expresión asume una doble vertiente: escritura y lectura y, además, una visión del mundo contemporánea. Hay, desde luego, un perenne cuestionamiento sobre los modos de poetizar, soslayando los rígidos cánones tradicionales –métrica y rima– y concibiendo al verso como un código ritmo, un ámbito sonoro donde la respiración y la tensión interna juegan un papel determinante, puesto que pretende abordar las posibilidades que el lenguaje ofrece para entregar el contenido del poema. Se advierte el fraseo prosódico, la oralidad que se entroniza en la grafía.
Previamente hubo, desde luego, que subvertir el orden, el statu quo de la expresión lírica para generar un logos social, por lo que ahora la poesía significa testimonio y conciencia, praxis e ideología. Logos social, sí, sensualmente amoroso, donde ética, estética y erótica pretenden conciliarse en ese espacio textual del poema, en ese territorio sonoramente significativo.
Óscar Wong (agosto 26 de 1948) es poeta, narrador y ensayista. Sus títulos más recientes: Razones de la voz (CNCA, Colec. Práctica Mortal, Méx., 2000), Rubor de la ceniza (Edit. Praxis, Méx., 2002), Poética de lo sagrado. El lenguaje de Adán (Edic. Coyoacán, Méx., 2007) y Jaime Sabines. Entre lo tierno y lo trágico (Edit. Praxis, Méx., 2008) Radica en la ciudad de México e imparte cursos y talleres de creación literaria de manera independiente.
“un sucio núcleo de luz nunca tocada
donde cada nombre
de cada soñada muchacha o mujer
o sólo hembra
alcanza a renacer
y se disuelva”
(pp. 105-106)
Armonía racional, sí, de expresión sensorial, enfrentada al juego sonoro de los significantes –la idea generando el ritmo, como advertía Huidobro–; prosaísmo, frente a un lenguaje acaso violentado. Pero siempre la radicalidad: borde y reborde del Yo poético, desplazando lo externo. Previamente, en un poemario triunfador en los XXXIV Juegos Florales de San Juan del Río, Querétaro en 2004, denominado precisamente ¿Palabras? (Edic. Tintanueva, Méx., 2004, 98 pp.), el poeta uruguayo, ahora nacionalizado mexicano, se asume como escriba, como un cronista que testimonia las “iluminaciones / de energía congelada”, aunque finalmente “penetra las fibras o raíces/ del polvo extranjero” (p. 50). Aquí también la preocupación social se establece como una firme mojonera lírica, así como la desacralización metonímica:
“El sol de esta tarde
camina ente el polvo
que otros soles viejos
pisotearon.
Hay cenizas
renovándose en las calles
calientes de Ensenada.
Y en ti se produce
la levedad de una sombra
que tal vez
no acabe de pasar”
(p. 13)
Coincidencias, territorialidad del lenguaje y la visión cotidiana, con una estética que pretende establecer, apropiarse de la realidad inmediata con un lenguaje desacralizante. Lo discursivo frente a la exaltación lírica –entendida como emotividad cuasi desbordada y, por tanto, centrada en el sujeto–, que genera reflexiones lingüísticas, puesto que la analogía fónica genera una analogía de sentido. Y lo que el chileno Huidobro manejaba –abandono de la métrica y la puntuación, manejo metonímico no como ornamento, sino como un aspecto incorporado a la sonoridad versicular–, también se advierte en Erótica mía (Edic. del Ermitaño, Colec. Minimalia, Méx., 2010, 77 pp.), poemario de Saúl Ibargoyen, que ahora celebramos. Amor, como deseo de completud, ciertamente. El erotismo manifestado en imágenes terrenales, cotidianas, aunque no exentas de lirismo.
Erótica mía puede considerarse, en su conjunto, como blasón, como un canto férvido a la mujer, a la dómina, a la dueña, como anhelaban los trovadores provenzales del siglo XII. Aunque la exaltación del amor desgraciado, que significa a la poesía trovadoresca; el amor perpetuamente insatisfecho, no se presenta en Ibargoyen. La mujer es real y concreta, no idealizada... aunque se le canta de manera sensible, emocionada. Esa es la gran diferencia entre la visión contemporánea y la de los trovadores y troberos. Por eso el poeta Ibargoyen es capaz de salmodiar eróticamente lo siguiente:
“Besar es oficio
que a veces nos pierde
en bocas de bestias oscuras
en grietas dolorosas
que el sudor ilumina”.
(p. 7)
O bien establecer los límites entre la realidad literaria y la realidad del entorno:
“A toda voz claman por ti
los timbres del teléfono
y tus orejas se acuestan
sobre el cable blanco
por donde corre el susurro
de mis dedos
que marcan y destruyen
una cifra de incansable impaciencia”.
(p. 17)
La propuesta estética, discursiva, es reveladora. Se canta al amor humano, mundano, agregaría, puesto que la pasión remite a la sexualidad, que indudablemente debe ser saciada. Aquí la pasión asume la forma del deseo, “y ese deseo, a su vez –Rougemont dixit–, se disfraza de fatalidad”. Es válido recordar lo que en Amor y Occidente precisa Denis de Rougemont: “El ardor amoroso espontáneo, premiado y no combatido, es por esencia poco duradero. Es una llamarada que no puede sobrevivir al resplandor de su consumación. Pero su quemadura continúa siendo inolvidable y los amantes quieren prolongarla y renovarla hasta el infinito” (op. cit.).
Pero si arqueológica y míticamente el lenguaje, la palabra misma, extravió su primera substancia, su transparencia, en virtud de la dispersión que ocurrió en la Torre de Babel, es válido buscar ese secreto que la palabra contiene en sí misma, no en la superficie, y recuperar los huecos léxicos, esa significación que subyace petrificada en la palabra, como observaba Héctor A. Murena en. La metáfora y lo sagrado). Originalmente los nombres denotaban aquello que designaban; aunque aún persiste un fragmento silencioso, un saber que tiene esas propiedades inmóviles que subyacen en ese espacio que la similitud, la analogía, dejó en la nada, en el vacío. La semejanza de las cosas se ha extraviado. Y más de una lengua a otra, revela Foucault (Cf. Las palabras y las cosas).
Este extravío substancial, lírico, ha sido abordado por Ibargoyen en Erótica mía donde la expresión asume una doble vertiente: escritura y lectura y, además, una visión del mundo contemporánea. Hay, desde luego, un perenne cuestionamiento sobre los modos de poetizar, soslayando los rígidos cánones tradicionales –métrica y rima– y concibiendo al verso como un código ritmo, un ámbito sonoro donde la respiración y la tensión interna juegan un papel determinante, puesto que pretende abordar las posibilidades que el lenguaje ofrece para entregar el contenido del poema. Se advierte el fraseo prosódico, la oralidad que se entroniza en la grafía.
Previamente hubo, desde luego, que subvertir el orden, el statu quo de la expresión lírica para generar un logos social, por lo que ahora la poesía significa testimonio y conciencia, praxis e ideología. Logos social, sí, sensualmente amoroso, donde ética, estética y erótica pretenden conciliarse en ese espacio textual del poema, en ese territorio sonoramente significativo.
Óscar Wong (agosto 26 de 1948) es poeta, narrador y ensayista. Sus títulos más recientes: Razones de la voz (CNCA, Colec. Práctica Mortal, Méx., 2000), Rubor de la ceniza (Edit. Praxis, Méx., 2002), Poética de lo sagrado. El lenguaje de Adán (Edic. Coyoacán, Méx., 2007) y Jaime Sabines. Entre lo tierno y lo trágico (Edit. Praxis, Méx., 2008) Radica en la ciudad de México e imparte cursos y talleres de creación literaria de manera independiente.
DOS APROXIMACIONES INÉDITAS
A LA POESÍA DE SAÚL IBARGOYEN
LA VIOLENTA SOMBRA
por María Cruz
Saúl Ibargoyen nos anuncia desde los primeros versos de Erótica mía (Ediciones del Ermitaño, México, 2010) que el poemario no será un bálsamo, será más bien una batalla, un lucha con el objeto del amor, pero en especial con la propia obsesión y su fantasma encarnado. Con un lenguaje que violenta las formas comunes, el poeta ataca el idioma y dentro de su mortero o su crisol transforma la cotidianidad de la lengua en un código más íntimo y más profundo. Ante la emoción, el creador estalla, encuentra en el lenguaje un obstáculo y un reto que lo hace romper y mudar de sitio las palabras. Este impulso no busca jamás explicar, sino expresar lo inexpresable: ¿cómo decir el amor, la pasión, la mudanza de las exaltaciones?
El amante comienza por bautizar a su amada, por darle un nombre secreto, emitido en voz baja o en elevación de animal deseo y aquí la llama Erótica mía. El poeta repasa ese nombre, lo susurra, lo grita, lo desmiembra y transforma; escribe: “y nada me importa sino aullar / tu nombre entre flemas y toses: / ¿acaso me creerías si te nombro solamente con mi silencio?”. El nombre de la amada es como un talismán y un peligro para el que lo creó.
En Erótica mía, el poeta nos hace sentir el vaivén de las contradicciones amorosas; éste es un libro narrativo en el sentido de que nos cuenta una historia, pero no a partir de las anécdotas, sino de las emociones hechas canto y palabra. Hay un hilo narrativo que comienza en medio de la relación, en plena tormenta e incendio. No sabemos de la primera dulzura o mirada, estamos en plena lucha y en su difícil desarrollo. Hay en el tono del poemario una fuerza impagable y también una entonación de pérdida. El yo poético que se asume enamorado, obsesionado, sabe que ya perdió, que la entrega no tiene reversa; en esa desesperación de venerar, satisfacer el amor y padecer la ausencia y la duda se debate el poeta.
En la movilidad de las emociones está la riqueza de estos poemas que dejan testimonio de lo intangible, pero también de un mundo que se construye en lo cotidiano. Este amor tiene un escenario, parece que la fijación por el ser amado se extiende hacia los objetos que lo rodean y hay una especial atención en todo lo que ella toca: “en la sala están las plantas / verdecidas por acto de tu mano” o “porque en tu peine / hay extraños cabellos mezclándose / y un jabón se rompe / luego de extenderse por tu cuerpo”.
El mundo del que ama está a merced de los movimientos y la existencia del amado, esa amorosa persecución no tiene tregua; aparte de los espacios físicos de la casa o el exterior, el cuerpo aparece como centro del pensamiento y el acto del amante. Seguramente hay rastros del amor cortés en donde el hombre venera a la mujer, pero también está, a la par de la idealización, la contraidealización. El yo poético desarma y arma el cuerpo de la mujer, ve ese cuerpo en su totalidad, con sus misterios y defectos, en su belleza y detalle. El cuerpo que ve el poeta está lleno de vida, nunca es marmóreo o estático, tiene sangre, vellos, respira, orina, escribe: “Detrás de lo tuyo / y gracias a tus lomos ciegos / a tus vértebras enervadas / a tus pequeñas grasas / a los defectos necesarios de tu piel”. Una de las características de la poesía de Saúl Ibargoyen está en el nombrar todo lo que no se considera poético; así, el poeta desmenuza a su musa humana y observa y canta su compleja fisonomía con una atención de científico enamorado.
Ésta es una historia de pasión, por lo que entonces no hay misericordia, ni mediotonos; el que la vive padece y goza cada faceta de su experiencia. Está la infinita espera y el deseo nunca satisfecho del todo, porque aunque se cumpla, renace; esto el poeta lo expresa de manera insuperable en estos versos: “Erótica mía / cuánto semen me cuesta / el pago puntual / de todas tus ausencias”.
El deseo y el anhelo de posesión aparecen siempre, el yo poético tiene la certeza de la imposibilidad y entonces se refiere a su amada así: “Erótica mía apenasmente mía” o “pocamente mía”, es decir que el amado está consciente de que la posesión total es imposible. Tiene que debatirse con la espera, la incertidumbre y los celos.
Todas estas dudas de correspondencia y certezas de emoción llevan al poeta a violentar el idioma y esta violencia es el reflejo de la creciente pasión que se manifiesta antes del lenguaje; en el poema “La batalla”, el poeta escribe: “Después empezaste a esperarme / a horas inseguras / detrás de las puertas / con un cuchillo cotidiano / que afilabas en mis poros / o con una lima de aluminio muy usada / para disminuirme el corazón”.
El hilo tenso del poemario se tensa y se remienda con la voz del poeta, una voz que no complace, ni concede, ni se acobarda ante la experiencia infinita del amor. Más allá de lo concreto (o a un lado) está el imaginario siempre vivo del creador. El vínculo amoroso no termina en la separación, pues el poeta lo pasa por su tamiz vibrante y lo canta como vitalidad, con virilidad. El testimonio queda respirante entre nosotros. La musa se manifiesta en cada lectura de Erótica mía y nos da una voz para que aprendamos a temblar.
SOLO DE VOZ PARA UN TANGO NEGRO
por Juan Carlos Castrillón
¿Para qué escribir con tan triste ceniza
Con tan absurdo arte
Con tan torpe hazaña escrituraria
Esta inmedible expansión
De cada una
De todas las sombras?
El tango, es ritmo prohibido que nació del arrabal proletario a fines del siglo XIX, definido por el poeta Enrique Santos Discépolo como pensamiento triste que se baila, esa música maldita que conquistó a medio mundo en menos de 30 años, es la que el maestro Ibargoyen invita a danzar o a bailar según se guste a casi todas las seres humanas que pueden ser en la invitación espeluznante que abre el libro (Tango Negro, Ediciones la Propia Cartonera, Uruguay, 2010). La enumeración caótica juega un proceso acumulativo de imágenes sorpresivas y deslumbrantes. El ritmo del lenguaje tumultuoso se vuelve trepidante, como en todo buen tango.
Ibargoyen es un experto descriptor de alguien que él tan bien conoce, pero que siempre se escapa, alguien que los hombres -en nuestra ancestral ignorancia- nunca terminamos de entender: la humana femenina, la eterna generadora de poesía, la musa de carne y hueso, ese inmenso misterio que exije ser develado, a costa de la sangre, el semen, la saliva y la costra salada de los ojos.
¿Cuántas mujeres están presentes en la poesía del maestro Uruguayo-Mexicano? Las nombra, las crea, las recrea, la invoca, las convoca, las provoca. Las mujeres de Ibargoyen -por lo menos en sus páginas- nunca son fatales, a pesar de los continuos desencuentros, porque su mirada siempre está traspasada por una infinita ternura. Esa ternura legendaria, que en tiempos rastreros como los actuales pasa a ser patrimonio de seres iluminados.
Sin adjetivos madres o tías o ahijadas o madrastras o abuelas
O hermanas o primas o amantes o amadas o viudas o solteras
O mancebas o suripantas o concubinas o sirvientas o esclavas
O simplemente solas o luminosas o jefas de estado
O iluminadas o perversas o pródigas o distraídas o sutiles
O torturadoras o místicas o brutales o desérticas o neblinosas
O hacedoras o rebeldes o mundialmente apegadas a este escuálido planeta
Denominado mundo
Así como la sal de la mar océano se aferra
A su oxígeno enturbiado y feraz
Finalmente -y estas preguntas van afiladas para ti lector de estas extrañas poesías- ¿Qué es, cuál es, en qué consiste, qué representa, qué significa el Tango Negro? ¿Es la vida misma, la mente propia, el preludio, el baile ensimismado del coito de las especies? ¿Es el Amor que crece y nos enseña a sobrevivir como mínimos individuos? Porque la danza también es un gran misterio, ejercicio lúdico, sabroso, erótico, divertido, guapachoso, pero igualmente ritual místico transformador donde el cuerpo y el espíritu se mezclan en un poderoso contubernio. El Tango Negro es pura poesía, el canto más audaz de esta década.
A LA POESÍA DE SAÚL IBARGOYEN
LA VIOLENTA SOMBRA
por María Cruz
Saúl Ibargoyen nos anuncia desde los primeros versos de Erótica mía (Ediciones del Ermitaño, México, 2010) que el poemario no será un bálsamo, será más bien una batalla, un lucha con el objeto del amor, pero en especial con la propia obsesión y su fantasma encarnado. Con un lenguaje que violenta las formas comunes, el poeta ataca el idioma y dentro de su mortero o su crisol transforma la cotidianidad de la lengua en un código más íntimo y más profundo. Ante la emoción, el creador estalla, encuentra en el lenguaje un obstáculo y un reto que lo hace romper y mudar de sitio las palabras. Este impulso no busca jamás explicar, sino expresar lo inexpresable: ¿cómo decir el amor, la pasión, la mudanza de las exaltaciones?
El amante comienza por bautizar a su amada, por darle un nombre secreto, emitido en voz baja o en elevación de animal deseo y aquí la llama Erótica mía. El poeta repasa ese nombre, lo susurra, lo grita, lo desmiembra y transforma; escribe: “y nada me importa sino aullar / tu nombre entre flemas y toses: / ¿acaso me creerías si te nombro solamente con mi silencio?”. El nombre de la amada es como un talismán y un peligro para el que lo creó.
En Erótica mía, el poeta nos hace sentir el vaivén de las contradicciones amorosas; éste es un libro narrativo en el sentido de que nos cuenta una historia, pero no a partir de las anécdotas, sino de las emociones hechas canto y palabra. Hay un hilo narrativo que comienza en medio de la relación, en plena tormenta e incendio. No sabemos de la primera dulzura o mirada, estamos en plena lucha y en su difícil desarrollo. Hay en el tono del poemario una fuerza impagable y también una entonación de pérdida. El yo poético que se asume enamorado, obsesionado, sabe que ya perdió, que la entrega no tiene reversa; en esa desesperación de venerar, satisfacer el amor y padecer la ausencia y la duda se debate el poeta.
En la movilidad de las emociones está la riqueza de estos poemas que dejan testimonio de lo intangible, pero también de un mundo que se construye en lo cotidiano. Este amor tiene un escenario, parece que la fijación por el ser amado se extiende hacia los objetos que lo rodean y hay una especial atención en todo lo que ella toca: “en la sala están las plantas / verdecidas por acto de tu mano” o “porque en tu peine / hay extraños cabellos mezclándose / y un jabón se rompe / luego de extenderse por tu cuerpo”.
El mundo del que ama está a merced de los movimientos y la existencia del amado, esa amorosa persecución no tiene tregua; aparte de los espacios físicos de la casa o el exterior, el cuerpo aparece como centro del pensamiento y el acto del amante. Seguramente hay rastros del amor cortés en donde el hombre venera a la mujer, pero también está, a la par de la idealización, la contraidealización. El yo poético desarma y arma el cuerpo de la mujer, ve ese cuerpo en su totalidad, con sus misterios y defectos, en su belleza y detalle. El cuerpo que ve el poeta está lleno de vida, nunca es marmóreo o estático, tiene sangre, vellos, respira, orina, escribe: “Detrás de lo tuyo / y gracias a tus lomos ciegos / a tus vértebras enervadas / a tus pequeñas grasas / a los defectos necesarios de tu piel”. Una de las características de la poesía de Saúl Ibargoyen está en el nombrar todo lo que no se considera poético; así, el poeta desmenuza a su musa humana y observa y canta su compleja fisonomía con una atención de científico enamorado.
Ésta es una historia de pasión, por lo que entonces no hay misericordia, ni mediotonos; el que la vive padece y goza cada faceta de su experiencia. Está la infinita espera y el deseo nunca satisfecho del todo, porque aunque se cumpla, renace; esto el poeta lo expresa de manera insuperable en estos versos: “Erótica mía / cuánto semen me cuesta / el pago puntual / de todas tus ausencias”.
El deseo y el anhelo de posesión aparecen siempre, el yo poético tiene la certeza de la imposibilidad y entonces se refiere a su amada así: “Erótica mía apenasmente mía” o “pocamente mía”, es decir que el amado está consciente de que la posesión total es imposible. Tiene que debatirse con la espera, la incertidumbre y los celos.
Todas estas dudas de correspondencia y certezas de emoción llevan al poeta a violentar el idioma y esta violencia es el reflejo de la creciente pasión que se manifiesta antes del lenguaje; en el poema “La batalla”, el poeta escribe: “Después empezaste a esperarme / a horas inseguras / detrás de las puertas / con un cuchillo cotidiano / que afilabas en mis poros / o con una lima de aluminio muy usada / para disminuirme el corazón”.
El hilo tenso del poemario se tensa y se remienda con la voz del poeta, una voz que no complace, ni concede, ni se acobarda ante la experiencia infinita del amor. Más allá de lo concreto (o a un lado) está el imaginario siempre vivo del creador. El vínculo amoroso no termina en la separación, pues el poeta lo pasa por su tamiz vibrante y lo canta como vitalidad, con virilidad. El testimonio queda respirante entre nosotros. La musa se manifiesta en cada lectura de Erótica mía y nos da una voz para que aprendamos a temblar.
SOLO DE VOZ PARA UN TANGO NEGRO
por Juan Carlos Castrillón
¿Para qué escribir con tan triste ceniza
Con tan absurdo arte
Con tan torpe hazaña escrituraria
Esta inmedible expansión
De cada una
De todas las sombras?
El tango, es ritmo prohibido que nació del arrabal proletario a fines del siglo XIX, definido por el poeta Enrique Santos Discépolo como pensamiento triste que se baila, esa música maldita que conquistó a medio mundo en menos de 30 años, es la que el maestro Ibargoyen invita a danzar o a bailar según se guste a casi todas las seres humanas que pueden ser en la invitación espeluznante que abre el libro (Tango Negro, Ediciones la Propia Cartonera, Uruguay, 2010). La enumeración caótica juega un proceso acumulativo de imágenes sorpresivas y deslumbrantes. El ritmo del lenguaje tumultuoso se vuelve trepidante, como en todo buen tango.
Ibargoyen es un experto descriptor de alguien que él tan bien conoce, pero que siempre se escapa, alguien que los hombres -en nuestra ancestral ignorancia- nunca terminamos de entender: la humana femenina, la eterna generadora de poesía, la musa de carne y hueso, ese inmenso misterio que exije ser develado, a costa de la sangre, el semen, la saliva y la costra salada de los ojos.
¿Cuántas mujeres están presentes en la poesía del maestro Uruguayo-Mexicano? Las nombra, las crea, las recrea, la invoca, las convoca, las provoca. Las mujeres de Ibargoyen -por lo menos en sus páginas- nunca son fatales, a pesar de los continuos desencuentros, porque su mirada siempre está traspasada por una infinita ternura. Esa ternura legendaria, que en tiempos rastreros como los actuales pasa a ser patrimonio de seres iluminados.
Sin adjetivos madres o tías o ahijadas o madrastras o abuelas
O hermanas o primas o amantes o amadas o viudas o solteras
O mancebas o suripantas o concubinas o sirvientas o esclavas
O simplemente solas o luminosas o jefas de estado
O iluminadas o perversas o pródigas o distraídas o sutiles
O torturadoras o místicas o brutales o desérticas o neblinosas
O hacedoras o rebeldes o mundialmente apegadas a este escuálido planeta
Denominado mundo
Así como la sal de la mar océano se aferra
A su oxígeno enturbiado y feraz
Finalmente -y estas preguntas van afiladas para ti lector de estas extrañas poesías- ¿Qué es, cuál es, en qué consiste, qué representa, qué significa el Tango Negro? ¿Es la vida misma, la mente propia, el preludio, el baile ensimismado del coito de las especies? ¿Es el Amor que crece y nos enseña a sobrevivir como mínimos individuos? Porque la danza también es un gran misterio, ejercicio lúdico, sabroso, erótico, divertido, guapachoso, pero igualmente ritual místico transformador donde el cuerpo y el espíritu se mezclan en un poderoso contubernio. El Tango Negro es pura poesía, el canto más audaz de esta década.
























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