lunes

IMAGINERÍAS / RUTH PASEYRO

LOS HOMBRES SIEMPRE ESTÁN EN OTRA PARTE

Cuando nacemos se nos entrega un cielo nocturno
para que lo llenemos de estrellas. Esa es nuestra tarea.

R.P.

Ya sola en la sala del embarque del aeropuerto el recuerdo se me trepa una vez más. Haré un intento de sacarle telas de araña a mi historia y así agregar estrellas a mi cielo.

No sé cuánto hacía que no veía a Mamá. Sólo sé que la noche anterior al comienzo de mi primer año de colegio me desperté sobresaltada. Tres milicos con metralletas me apuntaban. Mi abuela apareció en la puerta del cuarto y el más alto de ellos me agarró de un brazo.
-A ella no, es una niña -imploró.
El llanto de mi madre lacró mis oídos y vi cómo arrastraban a mi padre con la cabeza ensangrentada. Corrí a la ventana y llegué a ver la camioneta verde y a los hombres uniformados empujando a Mamá. Papá era una bolsa sin vida de la cual tiraba uno de esos malditos.
Abuela me tapó los ojos pero ya había visto lo que tenía que ver.

Durante mucho tiempo Abuela trató de no nombrar a mis padres. Nos cuidamos la una a la otra. Al principio le preguntaba muchas cosas pero después preferí que el agua se congelara sobre el lago. Cuando doblegaba al día y me iba a dormir Mamá y Papá me acompañaban desde las paredes. Hurgando en las antojadizas manchas de humedad del empapelado del cuarto encontré sus rostros: el de Mamá justo frente a la cama y el de Papá más a la izquierda, en la mancha azulada de un rincón del techo.

Los años de escuela se entrelazaron para trenzar y amortiguar. Los dobladillos de mis polleras tuvieron que ser bajados por Abuela, que cada vez estaba más encorvada.

-Tamara, hoy no irás a la escuela porque vamos a ver a tu mamá -una gran sonrisa arrugó los cachetes de Abuela mientras me servía el desayuno.
Una tibieza comenzó a caer sobre mi cabeza abrazándome toda y la ansiedad enlenteció el reloj.
Salimos en silencio. No queríamos despertar a los fantasmas. En el camino atesoramos las palabras.

Al llegar vimos una larga fila de sombras esperando frente a un portón apretado por altísimos muros amarillos. Todos cargaban canastas repletas de cosas y paquetes atados con gruesas cintas. Me dijo Abuela que aquello era para los presos. Nosotras sólo llevábamos el calor de las manos.
Para dejarnos entrar nos tocaron todo el cuerpo y luego nos violaron la ropa, estrujándola.
Cuando me volví a vestir sentí que las prendas estaban sucias, húmedas, asquerosas.
-Vamos, vamos -Abuela tiraba de mi brazo queriendo sacarme del fango.
El inmenso patio estaba lleno de bancos lívidos y cargados de angustia. No sentamos pretendiendo ser invisibles. La madera estaba helada. Tres portones de rejas nos miraban amenazantes y cada uno era custodiado por dos mujeres uniformadas. Sonó un silbato y se abrieron con chirridos de dolor. De cada compuerta emergió un río de mujeres. Yo no entendía nada. No sabía qué tenía que esperar. No sabía qué hacer.
Abuela se paró y empezó a buscar entre aquel vómito de anhelos. Yo estaba como en un sueño. El río encontró su cauce. El patio floreció en abrazos. Sólo dos espectros seguían buscando.
-Ana -el grito desgarrador salió de la oxidada garganta de Abuela.
La más alta miró hacia nosotras y no pudo avanzar.
Quise reconocer a Mamá en aquella aparición y no pude. Pero algo hizo que corriera y me abrazara a su cintura. Me levantó en sus brazos y le reconocí el latido. Era ella, la de siempre.
Fuimos hacia el banco que nos esperaba. Abuela nos cubrió con sus brazos y allí quedamos en silencio, dejando hablar a nuestros cuerpos. Cuando el embeleso terminó me senté en la magra falda de Mamá. Quería mirar sus ojos, ver si era capaz de reconocer en ella algo más que su corazón. Me encontré con el azul inolvidable de sus ojos que estaban vacíos. En los huesos cubiertos de piel no pude reconocer el rostro que está en la pared de mi cuarto. Tampoco era el suyo este cabello despeinado y corto hasta la desesperación. Era Mamá y no era Mamá.
Me pidió que me pusiera de pie frente a ella para mirarme, para llenarse de mí. Le dije que siempre me acompañaba desde la mancha de humedad. Me volvió a sentar en su falda, le conté que estaba en tercer año de escuela y que me gustaba estudiar. Respondí a todas sus preguntas. Después comenzó a hablar con Abuela, a preguntarle por Papá. Quería saber qué había sido de él.

Un silbato chuzó el espacio. Abuela se levantó con dificultad.
-Terminó la visita, Tamara. El próximo domingo volveremos.
Resignada, le di un beso a Mamá. Ella volvió a apretarme contra su latido y sin decir nada me dejó en el suelo, abrazó a Abuela y dándose media vuelta su sombra empezó a caminar hacia la gran puerta de la izquierda.
Salimos mudas y atragantadas.
-¿Por qué Papá no estaba con Mamá?
Abuela se acomodó el pañuelo, miró el cielo y de pronto se volvió para mirarme.
-Los hombres siempre están en otra parte -respondió y sus dos cielos se posaron en los míos.

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