TRIGESIMOCUARTA ENTREGA
CAPÍTULO DUODÉCIMO (III)
14
Debiera haber vivido con una hembra muda, como la de Heine, bruta y sin mente, sin otra cosa que la capacidad de la oración, ¡una perra que adora a su dueño! ¡En cambio, busqué una Aspasia que tomó en serio mi filosofía, como una educada Calipso que discutió a Hegel, Schopenhauer y Tolstoi entre violentos actos de cortesanía, agotando a su Ulises con su amor y su erudición!
¡Y ahora mi bella ninfa ha dejado su cueva en Tautenburg, donde la alta cama damasquinada se llena de telarañas, mientras ella, en París, bebe y canta con su judío su Himno a la vida que yo adapté a un coro! Pero, ¿por qué me he de entregar yo, aunque sea un total insano, al crimen wagneriano del antisemitismo a causa de que Rée haya ganado el afecto de la mujer que amo? Wagner premió a sus amigos calumniándolos, como calumnió a Meyerbeer, trastrocando así la oración de Job: Aunque confió en mí, he de destruirlo. Al estar completamente loco, no puedo permitirme la trampa del cebo de los judíos que constituye el lujo de los cuerdos filisteos, quienes, desde Apión, el estoico filósofo, han utilizado el pensamiento para traicionar a la razón, como lo hacen los arios wagnerianos.
Es por eso que Heine, asqueado, huyó de Atenas hacia Jerusalén, donde no hay filósofos enfermizos que yacen como capullos de gusano de seda sobre la rama muerta de la vida, capullos entretejidos por fútiles hilos dialécticos, vacíos telares de la mente que no tienen contacto con el exuberante vivir. ¡Cómo hubiera despreciado Josué -el judío que se atrevió a desafiar a Dios y a detener el sol- al socrático Platón y a Aristóteles!
Los fariseos judíos sabían cómo combinar el pensamiento con la alegría, las ideas con la acción, practicando la hazaña goethiana, cuando los israelitas decadentes, desangrados por su hebraísmo, coronaron su agotamiento asumiendo la cruz de Cristo.
Un judío orgulloso como Heine sólo puede considerar con horror su forzado bautismo, y su helenismo se extendió únicamente a sus diarias visitas al templo de Venus. Mas Venus con sus brazos quebrados no pudo ayudarlo en su agonía final: lo traicionó como me traicionó a mí, y tengo, igual que Heine, un respeto mayor por Jehová, el Dios Trueno, que no puede ser desleal a menos que traicionemos a la vida misma, y asume la cruz del agotamiento, la carga de la desesperación nihilista junto a Wagner y Schopenhauer.
15
Siempre he tenido una secreta admiración por los primeros padres católicos, cuyo viril hebraísmo explotaba como truenos desde las pardas nubes de su teología cristiana, los intoxicantes vapores del misticismo neoplatónico de San Pablo. En los tiempos de Crisóstomo atrevíanse los cristianos a irrumpir en el hermético sistema del racionalismo griego batiendo los muros del pensamiento helénico con los arietes de Jerusalén.
Probaron, como lo hice siglos después, que la filosofía griega era la enfermedad de la decadente Hellas, cuyos ojos estaban fijos en la vanidad y sus pies hollaban las desiertas arenas del nihilismo, persiguiendo el espejismo de la razón abstracta, mientras en el Sinaí tronaba la “acción” tanto como el “pensamiento”, y lograba así que la justicia no fuese un juguete de los filósofos sino el eje de la vida práctica. El hebraísmo de San Agustín fundó la ciudad de Dios en medio del caos del mundo: Jerusalén fue arrastrada de los cielos en una furia de apasionado anhelo…
¿Dónde estaba? Comencé con una muchacha y terminé con la ciudad de Dios. Tal vez son una misma cosa. ¿No situó Salomón a Jerusalén en el cuerpo de su amada?
16
Buckle ha hecho notar dos trampas de la historia: el fatalismo de raza y el legendario fatalismo de los grandes hombres providenciales. Fue Fraulein Salomé quien me inició en las nociones democráticas del historiador inglés que se coloca al lado de Michelet contra el racismo de Taine y de Gobineau, Fraulein Salomé, en connivencia con su amigo judío Rée, derribaron dos pilares del sostén de mi cordura: mi orgullo de raza y la convicción de que soy una fatalidad, eje de gravedad en la historia del mundo.
Bajo su influencia positivista escribí La alegre sabiduría y Humano, demasiado humano, y traté de asentar mi filosofía en el racionalismo científico antes que en los descubrimientos intuitivos de los estetas griegos.
En cierto sentido la acción de Lou era inevitable. La naturaleza conspira junto a la mujer para reducir la estatura de un superhombre a las proporciones de un enano. ¡Ningún hombre es un héroe para su criado, y ningún filósofo puede ser una fuerza cósmica para su querida que los observa desnudo con todos los estigmas del mono peludo! En la caverna de Calipso, un polaco de sangre noble que se llama a sí mismo Nietzsche, no se diferencia del necio aldeano que escupe jugo de tabaco sobre su blusa y defeca a campo abierto. Sobre su alta cama de seda todos los hombres son iguales, el derrumbado Ulises y el idiota farfullante que ha perdido toda meta o propósito en su vida.
El pensamiento se extiende, pero cojea, dijo Goethe. ¿Qué he sido en los brazos de Lou sino un baldado intelectual, llegando a la horrible conclusión de que toda ciencia, así como todo el arte es la racionalización subjetiva de los hombres de mente fuerte que piensan en relación a su nación, su raza o su clase? Mi filosofía aristocrática ha sido sólo la máscara con la cual cubrí mi sensación de humillación al pensar que las mujeres nos llevan de las narices, a su capricho, y que en su presencia sólo he sido un niño malo: ¡César con el alma de un párvulo en pañales!
Y como había caído en la fosa pirronista de la duda absoluta, como Descartes, me aferré con ansiedad a la protectora mano de Lou, que a los veinte años ya pudo disecar la falacia básica del pensamiento cartesiano.
Pienso, luego existo, el hecho existencial que con su gran sensatez los judíos comprendieron al llamar a su Dios: el gran YO SOY. Esto es lo que me enseñó Lou con el desnudo ritual de su apasionado cuerpo.
Mi discípula se convirtió en mi maestra, ¡el dios de la ironía logró un triunfo perfecto! Ella me inspiró la idea de Zaratustra. Mi poema más grande celebró nuestra unión, y nuestra trágica separación cuando el Cristo que había en mí emergió del César interior, y traté de recuperar mi sentido del poder blandiendo un martillo filosófico con el cual destrocé todos los ídolos, excepto el ídolo de yeso de mi pequeño ego.
17
Como las religiones clásicas que son reliquias de la alborada de las edades previas a la moralidad, la femenina religión del amor sexual -el culto de Afrodita- recuerda a los hombres su herencia biológica, su cuerpo, y mientras lo poseen, su mente y su alma vuelven a él en la grandiosa trinidad uniforme del orgasmo.
Este misterio dionisíaco que sólo pude captar en la teoría filosófica se convirtió para en mí en un hecho palpable cuando Lou, con una simple palabra o un gesto, ponía en tensión los resortes de mi ser erótico. Y en lugar de estar fuera de mi cuerpo como un actor que obliga a su disfrazado ser a moverse en un escenario, dirigiendo sus acciones como el que maneja una marioneta, estaba dentro de mi cuerpo, sin asombro ante los gestos eróticos de una mujer para la cual el fuego central es el sexo, y el intelecto su agresiva llama incandescente. El brillo de Lou, a diferencia del mío, no derivaba de su cabeza, sino de sus caderas y de la eléctrica energía de su carne vibrante y elocuente. Hasta su obscena charla tenía un sabor salado, haciendo que mis epigramas al modo de Salustio, sonaran como las sátiras insípidas de Lutero.
Siempre he insistido en que no tengo pasta para la enemistad, en especial ahora que veo a Lou a la luz de las llamas de mi propia pira funeraria. La amé entonces y la amo ahora. Hago duelo por la pérdida de una mujer bien amada que era virtuosa porque estaba por encima de la virtud, y era misericordiosa porque estaba más allá de la misericordia, y logró devolverme la verdadera unidad de mi ser.
Así como le dije a Overbeck, cuando le rogué que hiciera algo drástico, porque la conducta de mi hermana respecto a Lou me estaba volviendo loco, no tengo nada que censurarle a este ciclón ruso que arrasó mi panorama psíquico con la furia curativa de la naturaleza, que destruyó todo, pero me encendió con la urgencia de construir nuevamente cuando estuviera bastante fuerte para remover mis ruinas… ¿Pero estaré alguna vez suficientemente fuerte?
He renunciado a la venganza y al castigo, he reprimido mi naturaleza vengativa, mi furia demoníaca que derivaba de haber construido mi vida, a imitación de los antiguos griegos, dentro de los confines de lo finito, y cuando me enfrenté con el infinito misterio, el enigma de la mujer, llegué a asustarme y, por lo tanto, me colocaba en una posición de cólera defensiva.
Parafraseando a San Pablo, digo: “Yo, y sin embargo no yo, sino el Dios de Spinoza habita en mí”, el Dios que ve todas las tragedias a través de los ojos de la eternidad, donde el cólera y el mal del momento se transforman en el amor y el bien de los siglos. Comprender es perdonar.
Esta es la verdadera moral, la verdadera virtud. Como dijo el poeta Lucilio, el amigo de Escipión: La virtud existe para permitir apreciar el verdadero valor de las cosas entre las cuales vivimos.
Grabemos la marca de la eternidad sobre nuestras vidas.
Vivamos de modo que deseemos vivir eternamente; éste es mi credo, ayer, hoy, mañana y los días anteriores que sigan a mañana.
CAPÍTULO DUODÉCIMO (III)
14
Debiera haber vivido con una hembra muda, como la de Heine, bruta y sin mente, sin otra cosa que la capacidad de la oración, ¡una perra que adora a su dueño! ¡En cambio, busqué una Aspasia que tomó en serio mi filosofía, como una educada Calipso que discutió a Hegel, Schopenhauer y Tolstoi entre violentos actos de cortesanía, agotando a su Ulises con su amor y su erudición!
¡Y ahora mi bella ninfa ha dejado su cueva en Tautenburg, donde la alta cama damasquinada se llena de telarañas, mientras ella, en París, bebe y canta con su judío su Himno a la vida que yo adapté a un coro! Pero, ¿por qué me he de entregar yo, aunque sea un total insano, al crimen wagneriano del antisemitismo a causa de que Rée haya ganado el afecto de la mujer que amo? Wagner premió a sus amigos calumniándolos, como calumnió a Meyerbeer, trastrocando así la oración de Job: Aunque confió en mí, he de destruirlo. Al estar completamente loco, no puedo permitirme la trampa del cebo de los judíos que constituye el lujo de los cuerdos filisteos, quienes, desde Apión, el estoico filósofo, han utilizado el pensamiento para traicionar a la razón, como lo hacen los arios wagnerianos.
Es por eso que Heine, asqueado, huyó de Atenas hacia Jerusalén, donde no hay filósofos enfermizos que yacen como capullos de gusano de seda sobre la rama muerta de la vida, capullos entretejidos por fútiles hilos dialécticos, vacíos telares de la mente que no tienen contacto con el exuberante vivir. ¡Cómo hubiera despreciado Josué -el judío que se atrevió a desafiar a Dios y a detener el sol- al socrático Platón y a Aristóteles!
Los fariseos judíos sabían cómo combinar el pensamiento con la alegría, las ideas con la acción, practicando la hazaña goethiana, cuando los israelitas decadentes, desangrados por su hebraísmo, coronaron su agotamiento asumiendo la cruz de Cristo.
Un judío orgulloso como Heine sólo puede considerar con horror su forzado bautismo, y su helenismo se extendió únicamente a sus diarias visitas al templo de Venus. Mas Venus con sus brazos quebrados no pudo ayudarlo en su agonía final: lo traicionó como me traicionó a mí, y tengo, igual que Heine, un respeto mayor por Jehová, el Dios Trueno, que no puede ser desleal a menos que traicionemos a la vida misma, y asume la cruz del agotamiento, la carga de la desesperación nihilista junto a Wagner y Schopenhauer.
15
Siempre he tenido una secreta admiración por los primeros padres católicos, cuyo viril hebraísmo explotaba como truenos desde las pardas nubes de su teología cristiana, los intoxicantes vapores del misticismo neoplatónico de San Pablo. En los tiempos de Crisóstomo atrevíanse los cristianos a irrumpir en el hermético sistema del racionalismo griego batiendo los muros del pensamiento helénico con los arietes de Jerusalén.
Probaron, como lo hice siglos después, que la filosofía griega era la enfermedad de la decadente Hellas, cuyos ojos estaban fijos en la vanidad y sus pies hollaban las desiertas arenas del nihilismo, persiguiendo el espejismo de la razón abstracta, mientras en el Sinaí tronaba la “acción” tanto como el “pensamiento”, y lograba así que la justicia no fuese un juguete de los filósofos sino el eje de la vida práctica. El hebraísmo de San Agustín fundó la ciudad de Dios en medio del caos del mundo: Jerusalén fue arrastrada de los cielos en una furia de apasionado anhelo…
¿Dónde estaba? Comencé con una muchacha y terminé con la ciudad de Dios. Tal vez son una misma cosa. ¿No situó Salomón a Jerusalén en el cuerpo de su amada?
16
Buckle ha hecho notar dos trampas de la historia: el fatalismo de raza y el legendario fatalismo de los grandes hombres providenciales. Fue Fraulein Salomé quien me inició en las nociones democráticas del historiador inglés que se coloca al lado de Michelet contra el racismo de Taine y de Gobineau, Fraulein Salomé, en connivencia con su amigo judío Rée, derribaron dos pilares del sostén de mi cordura: mi orgullo de raza y la convicción de que soy una fatalidad, eje de gravedad en la historia del mundo.
Bajo su influencia positivista escribí La alegre sabiduría y Humano, demasiado humano, y traté de asentar mi filosofía en el racionalismo científico antes que en los descubrimientos intuitivos de los estetas griegos.
En cierto sentido la acción de Lou era inevitable. La naturaleza conspira junto a la mujer para reducir la estatura de un superhombre a las proporciones de un enano. ¡Ningún hombre es un héroe para su criado, y ningún filósofo puede ser una fuerza cósmica para su querida que los observa desnudo con todos los estigmas del mono peludo! En la caverna de Calipso, un polaco de sangre noble que se llama a sí mismo Nietzsche, no se diferencia del necio aldeano que escupe jugo de tabaco sobre su blusa y defeca a campo abierto. Sobre su alta cama de seda todos los hombres son iguales, el derrumbado Ulises y el idiota farfullante que ha perdido toda meta o propósito en su vida.
El pensamiento se extiende, pero cojea, dijo Goethe. ¿Qué he sido en los brazos de Lou sino un baldado intelectual, llegando a la horrible conclusión de que toda ciencia, así como todo el arte es la racionalización subjetiva de los hombres de mente fuerte que piensan en relación a su nación, su raza o su clase? Mi filosofía aristocrática ha sido sólo la máscara con la cual cubrí mi sensación de humillación al pensar que las mujeres nos llevan de las narices, a su capricho, y que en su presencia sólo he sido un niño malo: ¡César con el alma de un párvulo en pañales!
Y como había caído en la fosa pirronista de la duda absoluta, como Descartes, me aferré con ansiedad a la protectora mano de Lou, que a los veinte años ya pudo disecar la falacia básica del pensamiento cartesiano.
Pienso, luego existo, el hecho existencial que con su gran sensatez los judíos comprendieron al llamar a su Dios: el gran YO SOY. Esto es lo que me enseñó Lou con el desnudo ritual de su apasionado cuerpo.
Mi discípula se convirtió en mi maestra, ¡el dios de la ironía logró un triunfo perfecto! Ella me inspiró la idea de Zaratustra. Mi poema más grande celebró nuestra unión, y nuestra trágica separación cuando el Cristo que había en mí emergió del César interior, y traté de recuperar mi sentido del poder blandiendo un martillo filosófico con el cual destrocé todos los ídolos, excepto el ídolo de yeso de mi pequeño ego.
17
Como las religiones clásicas que son reliquias de la alborada de las edades previas a la moralidad, la femenina religión del amor sexual -el culto de Afrodita- recuerda a los hombres su herencia biológica, su cuerpo, y mientras lo poseen, su mente y su alma vuelven a él en la grandiosa trinidad uniforme del orgasmo.
Este misterio dionisíaco que sólo pude captar en la teoría filosófica se convirtió para en mí en un hecho palpable cuando Lou, con una simple palabra o un gesto, ponía en tensión los resortes de mi ser erótico. Y en lugar de estar fuera de mi cuerpo como un actor que obliga a su disfrazado ser a moverse en un escenario, dirigiendo sus acciones como el que maneja una marioneta, estaba dentro de mi cuerpo, sin asombro ante los gestos eróticos de una mujer para la cual el fuego central es el sexo, y el intelecto su agresiva llama incandescente. El brillo de Lou, a diferencia del mío, no derivaba de su cabeza, sino de sus caderas y de la eléctrica energía de su carne vibrante y elocuente. Hasta su obscena charla tenía un sabor salado, haciendo que mis epigramas al modo de Salustio, sonaran como las sátiras insípidas de Lutero.
Siempre he insistido en que no tengo pasta para la enemistad, en especial ahora que veo a Lou a la luz de las llamas de mi propia pira funeraria. La amé entonces y la amo ahora. Hago duelo por la pérdida de una mujer bien amada que era virtuosa porque estaba por encima de la virtud, y era misericordiosa porque estaba más allá de la misericordia, y logró devolverme la verdadera unidad de mi ser.
Así como le dije a Overbeck, cuando le rogué que hiciera algo drástico, porque la conducta de mi hermana respecto a Lou me estaba volviendo loco, no tengo nada que censurarle a este ciclón ruso que arrasó mi panorama psíquico con la furia curativa de la naturaleza, que destruyó todo, pero me encendió con la urgencia de construir nuevamente cuando estuviera bastante fuerte para remover mis ruinas… ¿Pero estaré alguna vez suficientemente fuerte?
He renunciado a la venganza y al castigo, he reprimido mi naturaleza vengativa, mi furia demoníaca que derivaba de haber construido mi vida, a imitación de los antiguos griegos, dentro de los confines de lo finito, y cuando me enfrenté con el infinito misterio, el enigma de la mujer, llegué a asustarme y, por lo tanto, me colocaba en una posición de cólera defensiva.
Parafraseando a San Pablo, digo: “Yo, y sin embargo no yo, sino el Dios de Spinoza habita en mí”, el Dios que ve todas las tragedias a través de los ojos de la eternidad, donde el cólera y el mal del momento se transforman en el amor y el bien de los siglos. Comprender es perdonar.
Esta es la verdadera moral, la verdadera virtud. Como dijo el poeta Lucilio, el amigo de Escipión: La virtud existe para permitir apreciar el verdadero valor de las cosas entre las cuales vivimos.
Grabemos la marca de la eternidad sobre nuestras vidas.
Vivamos de modo que deseemos vivir eternamente; éste es mi credo, ayer, hoy, mañana y los días anteriores que sigan a mañana.
























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