
LA ESCALERA
Hugo llegó solo y muy tarde al baile. Dio unos pasos por entre las mesas vacías que rodeaban la pista desbordante de alegría rítmica, y luego, sin confianza ya en encontrar una posible compañera, hizo un recorrido visual por las alturas del primer piso. Entonces una cabellera rubia que caía sobre una espalda desnuda le encandiló milagrosamente la soledad. Ella estaba sin compañía en una mesa, con su brazo izquierdo apoyado en la baranda, en una privilegiada posición para sufrir la vida viendo cómo se divertían los demás. Hugo, saltando de tres en tres los escalones, fue a buscarla. Cuando él, por detrás, acarició dulcemente los bucles dorados, “¿Bailás?”, llegaron infinitos sí que comenzaron antes de girarse para saber de quién venía la pregunta. Los excesos siempre tienen gusto a poco, y Hugo necesitaba un solo sí, pero llegaron tantos que recordaban al no. ¿Por qué tanta ansiedad por bailar con cualquiera? ¿Cómo nadie había intentado antes bailar con aquellos maravillosos ojos verdes que rompían todo? Las respuestas llegaron cuando la vio levantarse y cojear ostensiblemente, cada vez más desequilibrada por el clamor que ahora empezaba a rugir desde abajo: “¡¡Sacaron a la renga, sacaron a la renga!!”.
Caminaron, no muy bien, hasta la escalera. “Yo soy Alba, ¿y tú?”. “Yo no”, dijo él distraído: “Soy Hugo, perdoná, en qué estaría pensando yo”. Cuando tocó descender, él la abrazó cariñosamente para ayudarla y ella se recostó gustosa. Estuvieron así unos instantes muy juntos sin intentar bajar, mirándose, sumergiéndose en el otro, mirándose. Los dos sintieron que había llegado aquel segundo cargado de hermosura en el que comienza la aventura por las selvas y desiertos del amor. ¿Y si volvemos a la mesa? ¿Para qué bailar si la posibilidad de querer y ser querido derretía cualquier hielo nocturno? Los dos se preguntaron lo mismo, se lo preguntaron después, pero siguieron bajando hacia el infierno del mundo.
Al final de la escalera los esperaba un gentío. Muchos pararon de bailar y se acercaron a ver a la nueva pareja. Otros lo hicieron por curiosidad o para reírse de las ocurrencias de los graciosos que nunca faltan, como los que le pedían autógrafos a Hugo o comentaban casi gritando, “Qué hambre de hembra tiene que tener como para sacar a una renga”. Sólo algunas mujeres sonrieron solidarias, porque en aquellas épocas las mujeres nunca bailaban solas ni con otras en los lugares públicos.
Hugo y Alba caminaban ahora por el pasillo final, entre palmadas y falsos piropos. Entonces él, como si fuera el verdadero minusválido y sin que su compañera se diera cuenta, se zambulló entre el gentío para esconderse de ella y de sí mismo. Alba siguió caminando, y al llegar a la pista lo buscó girando sobre la punta de un pie. Hasta que Hugo la vio ascender de nuevo transformada en un arcoiris que giraba en espiral, danzar sobre su mesa y la baranda con una gracia infinita y despedirse volando como lo hacen las hadas.
Hugo llegó solo y muy tarde al baile. Dio unos pasos por entre las mesas vacías que rodeaban la pista desbordante de alegría rítmica, y luego, sin confianza ya en encontrar una posible compañera, hizo un recorrido visual por las alturas del primer piso. Entonces una cabellera rubia que caía sobre una espalda desnuda le encandiló milagrosamente la soledad. Ella estaba sin compañía en una mesa, con su brazo izquierdo apoyado en la baranda, en una privilegiada posición para sufrir la vida viendo cómo se divertían los demás. Hugo, saltando de tres en tres los escalones, fue a buscarla. Cuando él, por detrás, acarició dulcemente los bucles dorados, “¿Bailás?”, llegaron infinitos sí que comenzaron antes de girarse para saber de quién venía la pregunta. Los excesos siempre tienen gusto a poco, y Hugo necesitaba un solo sí, pero llegaron tantos que recordaban al no. ¿Por qué tanta ansiedad por bailar con cualquiera? ¿Cómo nadie había intentado antes bailar con aquellos maravillosos ojos verdes que rompían todo? Las respuestas llegaron cuando la vio levantarse y cojear ostensiblemente, cada vez más desequilibrada por el clamor que ahora empezaba a rugir desde abajo: “¡¡Sacaron a la renga, sacaron a la renga!!”.
Caminaron, no muy bien, hasta la escalera. “Yo soy Alba, ¿y tú?”. “Yo no”, dijo él distraído: “Soy Hugo, perdoná, en qué estaría pensando yo”. Cuando tocó descender, él la abrazó cariñosamente para ayudarla y ella se recostó gustosa. Estuvieron así unos instantes muy juntos sin intentar bajar, mirándose, sumergiéndose en el otro, mirándose. Los dos sintieron que había llegado aquel segundo cargado de hermosura en el que comienza la aventura por las selvas y desiertos del amor. ¿Y si volvemos a la mesa? ¿Para qué bailar si la posibilidad de querer y ser querido derretía cualquier hielo nocturno? Los dos se preguntaron lo mismo, se lo preguntaron después, pero siguieron bajando hacia el infierno del mundo.
Al final de la escalera los esperaba un gentío. Muchos pararon de bailar y se acercaron a ver a la nueva pareja. Otros lo hicieron por curiosidad o para reírse de las ocurrencias de los graciosos que nunca faltan, como los que le pedían autógrafos a Hugo o comentaban casi gritando, “Qué hambre de hembra tiene que tener como para sacar a una renga”. Sólo algunas mujeres sonrieron solidarias, porque en aquellas épocas las mujeres nunca bailaban solas ni con otras en los lugares públicos.
Hugo y Alba caminaban ahora por el pasillo final, entre palmadas y falsos piropos. Entonces él, como si fuera el verdadero minusválido y sin que su compañera se diera cuenta, se zambulló entre el gentío para esconderse de ella y de sí mismo. Alba siguió caminando, y al llegar a la pista lo buscó girando sobre la punta de un pie. Hasta que Hugo la vio ascender de nuevo transformada en un arcoiris que giraba en espiral, danzar sobre su mesa y la baranda con una gracia infinita y despedirse volando como lo hacen las hadas.

























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