jueves

La América Latina del Siglo XXI


VIGESIMOSEXTA ENTREGA

CAPÍTULO 6: DESTELLOS DE FUTURO (3)

¿Por qué tradicional?

México, el antiguo Anhauac, fue conquistado alrededor de 1520 (7); y pocos años más tarde surgen los primeros centros de estudio de los franciscanos (8). A los que se suman, rápidamente, los dominicos y los jesuitas (9). Pero también en Europa fue así: inmediatamente después de las invasiones bárbaras, la Iglesia participó en el nacimiento de las universidades, en la “invención” misma de estos lugares de estudio y reinvestigación, consagrados a reunir y extender el conocimiento del universo.

La universidad es una originalidad histórica cristiana. En ella sucede el movimiento entre los dos polos que hacen avanzar la historia: el polo fundamento o sentido de la vida humana y el polo historia de la vida humana, individual y colectiva. Estos dos polos se compenetran y establecen una circulación recíproca: hay una historia del sentido o del fundamento y al mismo tiempo un sentido y fundamento de la historia. Uno y otro se encuentran incesantemente, de varias maneras, según la índole de los tiempos.

Fue muy importante la participación de varios pontífices en la creación de estos lugares de circulación, de estas instituciones; por otra parte, para las órdenes religiosas la universidad fue una verdadera prioridad apostólica. Si la obra de pacificación, de evangelización, de elevación espiritual de las poblaciones indígenas de estas tierras latinoamericanas no hubiera comenzado de esta manera, habría estado destinada a un fracaso seguro.

Es decir que los primeros centros de estudios fueron fundados por religiosos que desembarcaban junto a los conquistadores.

En toda América Latina las universidades se fundaron “católicamente”. Las sucesivas independencias las nacionalizaron. La Iglesia en cuanto tal vuelve a fundar universidades al final del siglo XIX, muy lentamente; el proceso se acentúa después de la Segunda Guerra Mundial, ayudado por el boom demográfico que abarca a toda América Latina.

Le leo un juicio reciente del todavía cardenal Joseph Ratzinger sobre el mundo universitario: “El actual mundo intelectual y académico es un contexto donde la fe cristiana encuentra mucha resistencia; aunque la inteligencia occidental haya nacido de la fe, hoy se ha secularizado y parece casi excluir el hecho de la fe. Por lo tanto, la fe vivida en el mundo intelectual, cultural, universitario de hoy es una de las contribuciones que me parecen más importantes, interesantes para la Iglesia universal (10). ¿Le parece que este juicio es válido también para América Latina?

Sin duda. La producción del conocimiento sigue separándose de la experiencia cristiana, y esto es un drama de consecuencias incalculables; una ruptura ruinosa. La ruptura del círculo del que he hablado, entre el fundamento y la historia. Una ideología contiene muchos más detalles que el núcleo o fundamento, pero no puede formularse sin él.

¿Cuándo aparece esta ruptura?

En la segunda mitad del siglo XIX. El laicismo que penetraba el proceso de consolidación de los Estados determinando las órdenes sobresalientes, tendía por ello mismo a traspasar a las instituciones centrales, las más susceptibles de plasmar las futuras clases dirigentes; nada más obvio que el hecho de que la clase política al poder se apoderara de estas para asumir el control de los estudios superiores. Y con el argumento de la neutralidad del saber actuará para cancelar la religión.

Aquí tuvo un rol importante la masonería. En sus orígenes, representó un intento de pacificación ecuménica; después del terrible período de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII en Europa, se propone como un instrumento antidogmático forjador de una nueva tolerancia. Las interpretaciones de Jesucristo dividían, por lo que el común denominador debía ser sólo Dios, el Ser Supremo y ningún otro. Este era el punto de unidad, accesible a la razón; el resto pertenecía al proprium de cada caso. La Iglesia Católica, en cambio, no admitía que sus fieles separaran a Jesucristo de Dios y no aceptaba el ecumenismo del mínimo común denominador, lo que condujo al conflicto de la masonería con la Iglesia. Para la masonería la Iglesia era “sectaria”, para la Iglesia, la masonería era pre-cristiana y desconocía la revelación de Dios en la historia de Jesucristo, lo que implicaba otra forma de sectarismo.

¿Y en América Latina?

Como tantos otros, también la masonería es un fenómeno importado. Es hija de las oligarquías que vivían del comercio en los centros portuarios de América Latina; desde allí despliega su influencia sobre el Estado, sobre la mayor parte de los ejércitos y, obviamente, sobre las universidades, principalmente en los albores de la vida republicana. Sólo ante el surgimiento del ateísmo mesiánico, que se presenta como una amenaza para ambos, la masonería y la Iglesia, en la segunda mitad del siglo XX, manteniendo sus respectivas diferencias, se encaminaron en una convivencia cada vez más pacífica.

Probablemente les suceda algo parecido en relación con el ateísmo libertino.

Para la Iglesia latinoamericana la universidad es un punto más que central, ¿no cree?

Ahora todavía más que en el pasado. La universidad es el ámbito donde se gesta y toma forma el gigantesco proceso de conocimiento contemporáneo. En nuestro pasado de latinoamericanos las universidades eran islas en el mar de una sociedad agraria; ahora son puntos neurálgicos en una sociedad del conocimiento.

La complejidad creciente de la sociedad contemporánea implica una exigencia de alta cultura y alta capacidad cognoscitiva a disposición de los diversos sectores de investigación. Hay una exigencia universitaria intrínseca en todo tipo de actividad humana. Esta incesante revolución intelectual tiene necesidad de la recreación ininterrumpida de nuevas síntesis, que nacen de la profundización y el diálogo entre las distintas especializaciones. Hoy no se puede ser filósofos o teólogos, prescindiendo de los diferentes tipos de conocimiento: de la naturaleza, biológico, físico, etc. De la misma manera, no puede existir un desarrollo humano del conocimiento científico y biotecnológico, que no sea ético y pueda ser integrado sin teología o Paideia. La universidad es justamente esto: el lugar donde se establecen nexos y síntesis. Una tarea de laicos, porque es exquisitamente laico el empeño de la razón con el fundamento o el sentido de la vida humana. Nuestra convicción es que la razón se constituye intrínsecamente abierta a la fe, que es “obsequio racional”.

Sorprende observando las diócesis de América Latina, la pobreza de organizaciones laicales católicas. Sí hay restos de antiguas fraternidades, de confraternidades que promueven la devoción a los santos más tradicionales, en general mestizos o indígenas; tampoco faltan asociaciones muy especializadas, en enfermos, ancianos o dedicadas a la oración. Pero grupos de laicos, libres asociaciones de fieles que se constituyan como tales a causa de su fe, son casi inexistentes. La realidad asociativa, hoy por hoy, es exigua y las excepciones no alcanzan a modificar esta constatación de fondo. ¿Cómo se llegó a esta situación?

En primer lugar, es necesario decir que no es un fenómeno exclusivamente latinoamericano; sucedió lo mismo en Europa…

Pero en América Latina fue más llamativo, incluso porque en los años 70 el asociacionismo católico era muy fuerte.

El laicado como tal comienza a estructurarse en los años 30, con la Acción Católica (11). La movilización moderna del laicado tiene tres etapas. La Acción Católica pertenece a la primera, fundamentalmente ligada a la parroquia, es decir a un ámbito dotado de una base territorial. Después aparecen los movimientos de una Acción Católica especializada (12). Frente a la creciente complejidad y sectorialización de la sociedad, la Acción Católica se especializa a su vez, se funcionaliza. Luego llegan los años 80, los años de las comunidades eclesiales de base.

Desde la Conferencia de Río de Janeiro, en 1955, donde los laicos eran llamados “auxiliares del clero” (13) hasta hoy, hay un buen camino recorrido, ¿no cree?

Los obispos, en Río de Janeiro, hablaban de Acción Católica como tal, como la habían querido Pío XI y Pío XII. No podía ser de otro modo.

(continúa próximo jueves)

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