viernes

LA MIRADA DE GUILLERMO FERNÁNDEZ



H.G.V. (reportajes remodelados)
PRIMERA ENTREGA

GUILLERMO FERNÁNDEZ (1928 / 2007) fue uno de los maestros cardinales que surgió del Taller Torres García y tuvo que enfrentarse a su resolución personal remangándose y escarbando con cabeza propia en un desierto posterior a la disolución del Olimpo Constructivista que lo hizo sufrir mucho.

A él le gustaba hablar de la pérdida de un amigo sin suplente, cuando moría un hermano espiritual. Y así como mi padre fue desde siempre uno de esos referentes únicos para Guillermo, él fue uno de mis maestros de vida sin recambio posible. Los que uno llevará vivos en el disco más duramente dorado de la memoria hasta que nos reencontremos en la Más Dimensión. Lo mismo que me pasa con mi padre, Hugo W. Giovanetti Sanna -el mejor amigo que tuve en todos los tiempos- y Manuel Espínola Gómez.

En mi reciente libro de confesiones, El taller de la vida, era imposible dedicarle un solo capítulo a Guillermo Fernández, por lo que lo dejé ir entrando relampagueantemente en las situaciones en las que resultaba más imprescindible su insondable manar óptico-verbal lleno de gracia y de Gracia.

Reportajes puntuales le hice cuatro, pero la verdad es que me pasé toda la vida preguntándole qué pensaba de todo.

Voy a ir mezclando, entonces, relatos y respuestas.
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UNO: GUILLERMO FERNÁNDEZ Y CÉSAR VALLEJO
fragmento del capítulo 13 de la primera parte de El taller de la vida

Durante ese verano tuve un pre-romance de bicicleteos y charlas playeras con una chiquilina del barrio, pero no llegué al toque en absoluto. Y cuando empecé cuarto de liceo me tocó sentarme al lado de Albita, la generadora del poema post-baile, y ella me espejismó tanto que la única respuesta posible fue boxear estéticamente contra la desesperación para poder tatuarle al mundo el resplandor de mi alma. Y nunca más dejó de ser así.

La primera muleta estilística fue Bécquer por lo desahogante y cantador, pero al mostrarle las primeras cosas a mi padre noté que se frotaba el bigote como si pensara: Carajo, este muchacho se taró de golpe.

Y enseguida me compró los Veinte poemas de amor y una canción desesperada y no tuve problemas para ponerme a rueda del siglo y en poco tiempo ya engrampé un librito y lo empecé a mostrar, porque para el 34 oriental no encandilar al público era algo inconcebible.

Entonces la Programación Divina mandó rápidamente a Guillermo Fernández, que era amigo íntimo de mi padre pero venía poco a casa, y el hombre de calva luminosa y contemplación celeste parecido a Mel Ferrer me contó que a él le habían recomendado llevarle sus primeras caricaturas a un viejito famoso que tenía un taller en el Ateneo y que el mismísimo Torres García las vichó con infinita piedad y lo mandó a estudiar dibujo con Alpuy. Y después me sondeó sonriendo y sugirió: Mirá, hay un poeta peruano que murió en París en los años treinta que es interesantísimo: César Vallejo. Te convendría leerlo.

Y se ofreció a prestarme los poemas completos que compiló Losada en un tomo que no tiene la prolijidad cronológica y ortográfica de la edición cubana dirigida por Fernández Retamar, aunque figura el extraordinario colofón que los camaradas suprimieron por considerarlo apócrifo: Cualquier causa que tenga que defender ante Dios más allá de la muerte, tengo un defensor: Dios.

En el segundo capítulo de estas confesiones escribí que me dejé devorar por el poeta de los jamases igual que si me largaran a correr por la espiral de una montaña rusa más abismalmente estrellada que el rostro de una muchacha, y ahora agrego que la lectura precoz y fanática del Cholo fue la lección de arte más importante que recibí en mi vida y además se transformó en un código secreto de comunión con mi padre, que también se apoderó de aquel maná con el olfato de los elegidos. Porque el arte se come. O más. Y aquí es bueno recordar lo que escribió Joaquín Sabina en la canción que le dedicó a Joan Manuel Serrat: Detrás está la gente que necesita / su música bendita / más que comer.

Dos domingos antes de morir mi padre almorzó por última vez con la familia en la cocina y después que mi madre sirvió un pollo medio quemado me hizo erizar con un esmerilamiento horrendo y murmuró: ¡qué hacer!

Y yo le contesté igual que si me hubiesen apretado un botón en la garganta: ¿Y qué dejar de hacer, que es lo peor? / Sino vivir, sino llegar / a ser lo que es uno entre millones / de panes, / entre miles de vinos, entre cientos de bocas / entre el sol y su rayo que es de luna / y entre la misa, el pan, el vino y mi alma. Y él cabeceó sonriendo: Es verdad.
Y la mañana que decidimos internarlo y lo sacaron cargado del dormitorio entre mi madre y mi hermano como si fuera el pellejo de Miguel Ángel en el Juicio Final yo estaba en la puerta de mi cuarto y no hubiera podido tener pan en los ojos, como escribió indeleblemente Juan Carlos Macedo, si no me hubiese animado a decirle de golpe: Y pensándolo en oro, eres de acero.

Porque César Vallejo inventó uno de los pocos lenguajes que conozco que es tan inclasificablemente abarcador como la vida misma. Y el hombre-masa snob que se llena la boca con Neruda no sabe digerirlo.

GUILLERMO FERNÁNDEZ Y LOS TARADOS
capítulo 19 de la primera parte de El taller de la vida


Después de la segunda crisis de horror a la nada me quedaron tatuados dos episodios que tienen una interconexión fácilmente descifrable.

Una tarde entró Guillermo Fernández al taller y le anunció a mi viejo: Gordo, acabo de tomar la comunión. Y podrá parecer mentira, pero nosotros, dos cristianos de toda la vida, nos miramos como si hubiera caído una bomba de olor. Así nos presionaba la ultraprejuiciosa resequedad sesentista uruguaya.

Guillermo, que no era exactamente un calculador aunque jamás actuaba sin medir las posibilidades de iluminar al que tenía adelante, confesó que después de su divorcio había bajado una noche a la rambla con tantas ganas de irse del todo que terminó por aceptar la fe que venía acorralándolo desde la adolescencia. Entonces se acodó en el banco de carpintero y agarró el mate de mi padre y se lo puso enfrente. Era así, explicó: Desde que largué la abogacía y me fui a vivir al conventillo de la aduana Dios se me ponía adelante y yo lo volvía a colocar atrás mío. Y escondió el porongo ahuevando una celestísima felicidad y sonrió con la boca muy cerrada, como siempre: Hasta que al final lo tuve que agarrar.

Y de golpe mi padre, que nunca estuvo contra ninguna iglesia, le preguntó si no era mejor el protestantismo y Guillermo chistó con autoridad: Para mí la Iglesia de Cristo es una sola.

Y también fue ese día que lo escuché ironizar por primera vez con el tema de los tarados ilustres, porque yo acababa de devorarme Crimen y castigo y él cabeceó: Qué genio. Y pensar que era tarado. Y sondeó mi desconcierto y remató: Claro, ¿no te das cuenta que Dostoievski era tarado? Igual que Dante y Fra Angélico y Velázquez y Bach y Mozart y Cézanne y todos esos muchachos. No tuvieron la suerte de que los sabios de la modernidad les explicaran que el asunto de Dios era todo una farsa.
Y una tarde que caí a visitarlo a la casa de Acevedo Díaz, donde ahora había una cruz hecha con dos palitos colgando arriba de la cama, encontré al celebérrimo esteta especializado en Torres García y mi extraversión de kamikatze me hizo comentarle que en los últimos tiempos me sentía cada vez más religioso y el pintún seductor siempre tostado empalmó eufóricamente un cigarrillo que no llegó a chupar más de dos veces y nos encerramos en el dormitorio de Guillermo y se dedicó a explicarme, durante un par de horas muy neblinosas, el euaggelion según Marx y Lenin y la gloriosa avanzada revolucionaria y científica que nos ofrecía el primer panorama filosófico coherente de la historia.

En la casa-taller siempre había bastante gente en la vuelta y mientras el esteta trituraba mi escasísima fe verborragiando con tanta fruición que los cigarrillos se agusanaban intactos y el cenicero se iba volviendo una especie de urnita, Guillermo entró y salió un par de veces del cuarto sin chistar y yo pensaba: ¿Por qué no me defiende?

Claro que con el celebérrimo pope de Humanidades siempre fueron amigos íntimos y yo ya tenía veinte años y la fe es como la felicidad: nadie te la puede dar ni defender del todo. Uno tiene que elegir creerle a la verdad cósmica o a cualquier supermancito capaz de asesinar palomas para lustrarse el ego.

Los soberbios, Walt Whitman, los soberbios. Aquella horrible noche, además, me sirvió para pre-conceptualizar que cualquier homo sapiens activo es hipnotizador o seductor: o te encandila para que veas tu tesoro o te entelaraña para transformarse en tu ídolo. Los políticos-divos y las Yocastas saben mejor que nadie masticar de a poquito los corazones que la falta de una cultura completa o simplemente la cobardía nos hacen colocar sobre las brasas de sus altares.

Necesité diez años más para que la intemperie de París, la tercera crisis de horror a la nada, el nacimiento de mi hija, la comprensión global de Kierkegaard y la muerte de mi padre me hicieran aceptar que la palabra Dios ya iba a permanecer abrigada hasta el final por mi manzana de Adán, como en un relicario.

Y sin embargo mi crecimiento fue tan destartalado que seguí pedaleando en el partido del esteta hasta 1990, cuando la Perestroika en la que él creía conmovedoramente suicidó al Homúnculo Nuevo made in el Kremlin.

El seductor sigue tostándose y cuando escribe sobre el misticismo platonizante de Torres García disimula la burla y lo trata nada más que de utopista. Pero a mí últimamente el Señor me empezó a regalar esa calvicie maravillosa que es la caída del odio y apenas sonrío recordando a Guillermo, que en enero se fue de este infierno tan querido: ¿Pero no te das cuenta, Huguito, que Torres también era tarado?

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