TRECEAVA ENTREGA
CAPÍTULO III: APOGEO Y CRISIS DE LA MODERNIDAD (III)
La teología de la liberación nace precisamente en ese contexto.
En los ecos de la revolución cubana, portadora de una carga simbólica de enorme importancia. Conviene notarlo, Cuba es el último país de América Latina en independizarse. La insurrección de los cubanos, en 1895, cierra el ciclo de las independencias nacionales, sustancialmente consumadas desde hacía setenta años (8). Los Estados Unidos intervienen a favor de Cuba, no en apoyo de su independencia; intervienen para llevar a cabo el objetivo estratégico que se persiguió desde la presidencia de Jefferson en adelante, el de anexar la isla. Cualquiera puede acceder a la comprobación de los intentos secretos de comprar Cuba a España, continuamente rechazados por esta última.
El apoyo de los Estados Unidos a la separación de Cuba respecto de España, abre el camino a la enmienda Platt (9), que hace de la nueva república un real protectorado de los Estados Unidos. La renuncia a la enmienda Platt es reciente, de 1934, año en que Cuba se independiza formalmente. Es decir que la revolución cubana de Fidel sucede en un país que no tenía más de 25 años de vida independiente. Cuba es el símbolo de la retirada española y del avance del imperialismo estadounidense sobre América Latina. De allí, su enorme valor simbólico y la fuerza movilizante que irradió.
Son, justamente, los años en que aparece la obra del peruano Gustavo Gutiérrez, entendido un poco como el padre de la teología de la liberación (10).
Para ser exactos, Gutiérrez no escribió una nueva teología, y esto juega en su favor. Su reflexión, sus escritos, desde el comienzo señalan “perspectivas” para una teología de la liberación. Parecerá extraño, pero todo el debate que sostuvo es sobre un “programa” de teología, lo que muestra, no tanto la fuerza de las tesis expuestas, sino la exigencia profunda que estaba detrás.
Como hemos visto, la combustión cubana estaba en su apogeo; el voluntarismo revolucionario y el cristianismo mezclaban su común moralismo, uniéndose irremediablemente en un trágico destino; la sociología tenía tintes subversivos, los estados adoptaban la doctrina de la seguridad nacional, las universidades estaban en ebullición. Por lo cual, el programa mismo de una teología de la liberación adquiría de repente enorme resonancia.
La teología de la liberación tiene la bondad de dar comienzo al primer y verdadero debate latinoamericano.
En realidad, hay cuatro momentos de fuerte polémica teológico-política en la historia de América Latina. El primero se reconduce a los años de la fundación de la catolicidad latinoamericana; originado por el dominico Las Casas, implicó a España entera: los reyes, la corte, los Sepúlveda… Tuvo una potencia singular; no debe olvidarse que en aquellos años se creo el derecho internacional moderno (o de gentes) en la obra del padre de Vitoria (11).
La segunda es la gran polémica con el liberalismo anticlerical triunfante en las nuevas repúblicas latinoamericanas en formación, que tuvo su mayor intensidad en la segunda mitad del siglo XIX. La discusión precedió y siguió a la separación de la Iglesia de los Estados, hasta el primer tercio del siglo XX.
Posteriormente, en las décadas de 1930 y 1940 hubo otra gran controversia, en torno a la “nueva cristiandad” de Maritain, expresión de un liberalismo democrático social-cristiano. Fue una polémica más interna de la Iglesia. En nombre del integrismo, nostalgia de la vieja cristiandad, participaron algunos latinoamericanos, sobre todo el argentino Julio Menvielle (12) y el chileno Osvaldo Lira (13).
Finalmente, surge la teología de la liberación post-Concilio Vaticano II. Podríamos detenernos más sobre estos cuatro momentos de gran interés, quizá retomarlos en otro contexto. Por ahora es suficiente señalar que la polémica alrededor de la teología de la liberación es la cuarta, y en sentido estricto la primera propiamente “latinoamericana”.
Detrás del nacimiento de la teología de la liberación existe la percepción de una insuficiencia en la respuesta de la Iglesia al drama de la pobreza.
Y también la reacción a un tomismo académico. La teología de la liberación se diferencia de toda la teología precedente por la importancia decisiva que asigna a la situación histórica de América Latina. Lo que significó un choque benéfico para las Iglesias latinoamericanas, durante largo tiempo tributarias de la herencia cultural europea. Nuestros escasos teólogos no eran, poco tiempo antes, más que repetidores, pero no se aventuraban más allá de los terrenos ya explorados en las facultades de teología alemanas, españolas, francesas e italianas. La teología de la liberación puso en evidencia los límites de una universalidad abstracta en la medida en que fuera simplemente importada y no una recreación desde dentro de las condiciones de América Latina.
La universalidad se hace y se genera en situaciones determinadas. Si los latinoamericanos aspiran a una teología latinoamericana y buscan producirla, es porque desean la plenitud de la catolicidad en su circunstancia. Tiene razón Gutiérrez cuando afirma que en América Latina no podemos sustraernos a la visibilidad del pecado social que obra en la historia. La teología rompe con cierto clima teológico pacífico, que se mide con los problemas puestos por la sociedad opulenta. Es una politización de la teología, ya que el lugar principal de la lucha social del hombre con el hombre es la política no agota nunca la totalidad humana.
En el fondo, la teología de la liberación puede ser entendida como un intento de asumir lo mejor del marxismo.
Para los teólogos de la liberación el marxismo no es una filosofía, no es un sistema total de comprensión de la naturaleza, del hombre y de Dios. Más bien es considerado -y así se lo trata en consecuencia- como un intento científico, a la manera de Althusser, de conocer la historia buscando establecer las leyes relativas a la relación hombre-naturaleza-sentido. La fe, por lo tanto, no quedaría marginada.
Gutiérrez sostiene que la fe comunica con la ciencia por mediación de la utopía, de tal modo que no habría yuxtaposición, pero en su reflexión no se entiende qué significa la “mediación de la utopía”. Yo creo, por el contrario, que la ciencia marxista es su esencial constitución como filosofía materialista, aun cuando se encuentren huellas de una inmanencia secularizada del judeo-cristianismo en la sociedad industrial y en su proletariado.
Los teólogos de la liberación al redescubrir la historia, la importancia de un conocimiento profundo del “a priori” histórico, han devorado el “a priori” ontológico del ser humano, de modo tal que el sentido quedó en las nubes, y sólo reaparece por un acto de fe algo mágico. La desaparición de la ontología deja sobre el terreno una historia de hechos sin sentido. Las ciencias humanas verifican los “datos”, no “el valor”. En la medida en que las ciencias humanas implican valores se vuelven filosóficas y aun teológicas.
No toda la teología de la liberación enfila por este camino.
No, no toda. Hubo un núcleo, una línea teológica, que puso el acento en la historia, en la religiosidad popular, en la cultura latinoamericana. Es decir, más en la historia que en la sociología. Así lo hicieron los argentinos Lucio Gera, Gerardo Farrell, Juan Carlos Scannone, o el peruano Ricardo Antoncich o el chileno Joaquín Alliende, por nombrar a algunos. Gera, por ejemplo, no aceptó nunca la postura sociológica de la que estamos hablando (14). Recuerdo, además, que Gera fue alumno de Ratzinger durante sus estudios en Bonn, Alemania. Ricardo Antoncich fue amigo íntimo de Gutiérrez; estudioso y difusor de la doctrina social de la Iglesia, buscó incorporar el tema de la liberación a la tradición social de la Iglesia. El esfuerzo de Antoncich se proponía demostrar que la teología de la liberación y la doctrina social de la Iglesia pueden enriquecerse mutuamente, sin necesidad de “teologizar” los aportes de las ciencias sociales y al mismo tiempo “sociologizar” la teología (15).
Joaquín Alliende fue un gran impulsor de la resurrección de los santuarios, lugar privilegiado de la religiosidad popular latinoamericana. Y dedicó páginas -incluso poéticas- a la relación entre cultura-cristianismo-liberación (16). Por lo demás, la liberación era el tema común de todos los pensadores a los que me he referido. Scannone intentó conjugar las líneas de Gera y de Gutiérrez (17); Farrell, especializado en la enseñanza social de la Iglesia, avanzó en el terreno de la modernidad y de la liberación.
Todos acentúan el tema de la religiosidad popular, de los pobres, de la cultura, de la historia latinoamericana, y realizan un acercamiento en mayor medida unitivo de la realidad de Latinoamérica, que como consecuencia entra en conflicto con la teología de la liberación subalterna de la hermenéutica marxista. De esta última reconocen su buena intención en el punto de partida, pero no su desarrollo y mucho menos su desembocar en el marxismo.
¿Qué fue de esa línea?
Los mejores resultados los obtuvo con la III Conferencia General del Episcopado, en Puebla, en 1979, profundizando considerablemente la idea de pueblo cristiano histórico, latinoamericano. Gera es quien más ha incidido en Puebla.
Creo que la próxima debería vincularse oportunamente a las precedentes, Medellín y Puebla (sobre la relativa prescindibilidad de Santo Domingo ya hemos hablado). Hay una herencia ininterrumpida que debe retomarse.
CAPÍTULO III: APOGEO Y CRISIS DE LA MODERNIDAD (III)
La teología de la liberación nace precisamente en ese contexto.
En los ecos de la revolución cubana, portadora de una carga simbólica de enorme importancia. Conviene notarlo, Cuba es el último país de América Latina en independizarse. La insurrección de los cubanos, en 1895, cierra el ciclo de las independencias nacionales, sustancialmente consumadas desde hacía setenta años (8). Los Estados Unidos intervienen a favor de Cuba, no en apoyo de su independencia; intervienen para llevar a cabo el objetivo estratégico que se persiguió desde la presidencia de Jefferson en adelante, el de anexar la isla. Cualquiera puede acceder a la comprobación de los intentos secretos de comprar Cuba a España, continuamente rechazados por esta última.
El apoyo de los Estados Unidos a la separación de Cuba respecto de España, abre el camino a la enmienda Platt (9), que hace de la nueva república un real protectorado de los Estados Unidos. La renuncia a la enmienda Platt es reciente, de 1934, año en que Cuba se independiza formalmente. Es decir que la revolución cubana de Fidel sucede en un país que no tenía más de 25 años de vida independiente. Cuba es el símbolo de la retirada española y del avance del imperialismo estadounidense sobre América Latina. De allí, su enorme valor simbólico y la fuerza movilizante que irradió.
Son, justamente, los años en que aparece la obra del peruano Gustavo Gutiérrez, entendido un poco como el padre de la teología de la liberación (10).
Para ser exactos, Gutiérrez no escribió una nueva teología, y esto juega en su favor. Su reflexión, sus escritos, desde el comienzo señalan “perspectivas” para una teología de la liberación. Parecerá extraño, pero todo el debate que sostuvo es sobre un “programa” de teología, lo que muestra, no tanto la fuerza de las tesis expuestas, sino la exigencia profunda que estaba detrás.
Como hemos visto, la combustión cubana estaba en su apogeo; el voluntarismo revolucionario y el cristianismo mezclaban su común moralismo, uniéndose irremediablemente en un trágico destino; la sociología tenía tintes subversivos, los estados adoptaban la doctrina de la seguridad nacional, las universidades estaban en ebullición. Por lo cual, el programa mismo de una teología de la liberación adquiría de repente enorme resonancia.
La teología de la liberación tiene la bondad de dar comienzo al primer y verdadero debate latinoamericano.
En realidad, hay cuatro momentos de fuerte polémica teológico-política en la historia de América Latina. El primero se reconduce a los años de la fundación de la catolicidad latinoamericana; originado por el dominico Las Casas, implicó a España entera: los reyes, la corte, los Sepúlveda… Tuvo una potencia singular; no debe olvidarse que en aquellos años se creo el derecho internacional moderno (o de gentes) en la obra del padre de Vitoria (11).
La segunda es la gran polémica con el liberalismo anticlerical triunfante en las nuevas repúblicas latinoamericanas en formación, que tuvo su mayor intensidad en la segunda mitad del siglo XIX. La discusión precedió y siguió a la separación de la Iglesia de los Estados, hasta el primer tercio del siglo XX.
Posteriormente, en las décadas de 1930 y 1940 hubo otra gran controversia, en torno a la “nueva cristiandad” de Maritain, expresión de un liberalismo democrático social-cristiano. Fue una polémica más interna de la Iglesia. En nombre del integrismo, nostalgia de la vieja cristiandad, participaron algunos latinoamericanos, sobre todo el argentino Julio Menvielle (12) y el chileno Osvaldo Lira (13).
Finalmente, surge la teología de la liberación post-Concilio Vaticano II. Podríamos detenernos más sobre estos cuatro momentos de gran interés, quizá retomarlos en otro contexto. Por ahora es suficiente señalar que la polémica alrededor de la teología de la liberación es la cuarta, y en sentido estricto la primera propiamente “latinoamericana”.
Detrás del nacimiento de la teología de la liberación existe la percepción de una insuficiencia en la respuesta de la Iglesia al drama de la pobreza.
Y también la reacción a un tomismo académico. La teología de la liberación se diferencia de toda la teología precedente por la importancia decisiva que asigna a la situación histórica de América Latina. Lo que significó un choque benéfico para las Iglesias latinoamericanas, durante largo tiempo tributarias de la herencia cultural europea. Nuestros escasos teólogos no eran, poco tiempo antes, más que repetidores, pero no se aventuraban más allá de los terrenos ya explorados en las facultades de teología alemanas, españolas, francesas e italianas. La teología de la liberación puso en evidencia los límites de una universalidad abstracta en la medida en que fuera simplemente importada y no una recreación desde dentro de las condiciones de América Latina.
La universalidad se hace y se genera en situaciones determinadas. Si los latinoamericanos aspiran a una teología latinoamericana y buscan producirla, es porque desean la plenitud de la catolicidad en su circunstancia. Tiene razón Gutiérrez cuando afirma que en América Latina no podemos sustraernos a la visibilidad del pecado social que obra en la historia. La teología rompe con cierto clima teológico pacífico, que se mide con los problemas puestos por la sociedad opulenta. Es una politización de la teología, ya que el lugar principal de la lucha social del hombre con el hombre es la política no agota nunca la totalidad humana.
En el fondo, la teología de la liberación puede ser entendida como un intento de asumir lo mejor del marxismo.
Para los teólogos de la liberación el marxismo no es una filosofía, no es un sistema total de comprensión de la naturaleza, del hombre y de Dios. Más bien es considerado -y así se lo trata en consecuencia- como un intento científico, a la manera de Althusser, de conocer la historia buscando establecer las leyes relativas a la relación hombre-naturaleza-sentido. La fe, por lo tanto, no quedaría marginada.
Gutiérrez sostiene que la fe comunica con la ciencia por mediación de la utopía, de tal modo que no habría yuxtaposición, pero en su reflexión no se entiende qué significa la “mediación de la utopía”. Yo creo, por el contrario, que la ciencia marxista es su esencial constitución como filosofía materialista, aun cuando se encuentren huellas de una inmanencia secularizada del judeo-cristianismo en la sociedad industrial y en su proletariado.
Los teólogos de la liberación al redescubrir la historia, la importancia de un conocimiento profundo del “a priori” histórico, han devorado el “a priori” ontológico del ser humano, de modo tal que el sentido quedó en las nubes, y sólo reaparece por un acto de fe algo mágico. La desaparición de la ontología deja sobre el terreno una historia de hechos sin sentido. Las ciencias humanas verifican los “datos”, no “el valor”. En la medida en que las ciencias humanas implican valores se vuelven filosóficas y aun teológicas.
No toda la teología de la liberación enfila por este camino.
No, no toda. Hubo un núcleo, una línea teológica, que puso el acento en la historia, en la religiosidad popular, en la cultura latinoamericana. Es decir, más en la historia que en la sociología. Así lo hicieron los argentinos Lucio Gera, Gerardo Farrell, Juan Carlos Scannone, o el peruano Ricardo Antoncich o el chileno Joaquín Alliende, por nombrar a algunos. Gera, por ejemplo, no aceptó nunca la postura sociológica de la que estamos hablando (14). Recuerdo, además, que Gera fue alumno de Ratzinger durante sus estudios en Bonn, Alemania. Ricardo Antoncich fue amigo íntimo de Gutiérrez; estudioso y difusor de la doctrina social de la Iglesia, buscó incorporar el tema de la liberación a la tradición social de la Iglesia. El esfuerzo de Antoncich se proponía demostrar que la teología de la liberación y la doctrina social de la Iglesia pueden enriquecerse mutuamente, sin necesidad de “teologizar” los aportes de las ciencias sociales y al mismo tiempo “sociologizar” la teología (15).
Joaquín Alliende fue un gran impulsor de la resurrección de los santuarios, lugar privilegiado de la religiosidad popular latinoamericana. Y dedicó páginas -incluso poéticas- a la relación entre cultura-cristianismo-liberación (16). Por lo demás, la liberación era el tema común de todos los pensadores a los que me he referido. Scannone intentó conjugar las líneas de Gera y de Gutiérrez (17); Farrell, especializado en la enseñanza social de la Iglesia, avanzó en el terreno de la modernidad y de la liberación.
Todos acentúan el tema de la religiosidad popular, de los pobres, de la cultura, de la historia latinoamericana, y realizan un acercamiento en mayor medida unitivo de la realidad de Latinoamérica, que como consecuencia entra en conflicto con la teología de la liberación subalterna de la hermenéutica marxista. De esta última reconocen su buena intención en el punto de partida, pero no su desarrollo y mucho menos su desembocar en el marxismo.
¿Qué fue de esa línea?
Los mejores resultados los obtuvo con la III Conferencia General del Episcopado, en Puebla, en 1979, profundizando considerablemente la idea de pueblo cristiano histórico, latinoamericano. Gera es quien más ha incidido en Puebla.
Creo que la próxima debería vincularse oportunamente a las precedentes, Medellín y Puebla (sobre la relativa prescindibilidad de Santo Domingo ya hemos hablado). Hay una herencia ininterrumpida que debe retomarse.
(continúa próximo jueves)
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