sábado

35 AÑOS DESPUÉS / TRIPLE TRIBUTO A LA TRISTEZA DE BRIGITTE BARDOT


(SEGUNDA ENTREGA)


SEGUNDO TEXTO: B.B. EN EL SET APAGADO

(retrato escrito en 1977 y publicado en el cuentario Cantor de mala muerte)

Sus romances fueron un beso con los ojos cerrados
que cuando se abren los ojos
se descubre que fue bajo los reflectores y apagan los reflectores!

Ernesto Cardenal (Oración por Marilyn Monroe)

En Saint-Tropez: una noche se acerca un “brasilero” (obviamente portugués) que vivía en la villa del famoso arquitecto Claude Chauvin, para saber si nos interesaba hacer dos medias horas por cien francos. “Va a estar B.B.” nos dijo: “Si se suben al auto yo los llevo. Hace como tres horas que me pidieron músicos y no pude encontrarlos más que a ustedes”.

Dio la casualidad que el día anterior nos habíamos comprado (contra mi férreo voto, hay que reconocerlo) tres trajecitos piolas por si se presentaba una cosa como esta. Nos hicimos llevar primero al camping a cambiarnos, y al entrar a la villa lo primero que vi fue un furioso Picasso dedicado a Chauvin con grandes letras negras pintadas en el cuadro. Lo segundo que vi fue la melena teñida de rubio de Brigitte Bardot detrás de un ventanal: nos miraba fruncida. Después entramos en la flotación de la noche turquesa que irradiaba su luz desde una gran piscina hacia divanes blancos donde muy poca gente ya había descorchado demasiadas botellas. Nadie nos esperaba, me dio la impresión. Cuando nos colocamos en un borde de la piscina se me enredó el colgante de la guitarra y lo tuvimos que desanudar chocando las cabezas al estilo de los jugadores de rugby como medio minuto -insultándonos, para colmo. Al final empezamos a tocar relojeando a Brigitte, que ya no nos miraba más que con una inmajestuosa indiferencia. Tenía un vestido con delicados rojos y naranjas y rosas, salpicado por flores amarillas. De golpe pegó un salto (como arrancándose de otra región) y se sentó en un borde de la piscina. Ahora nos sonreía. Cuando nos preguntó en español si no podíamos cantarle Los “ojos” de mi carreta le contesté que la sabía cantar yo solo, y ella palmeó el cemento circundante de su cadera roja para que me acercara.

Mientras iba llegando recordé fatalmente búsquedas infantiles en un placard de casa donde había un O Cruzeiro con su pecho desnudo. Me senté: vi su pelo invitante como el de una muchacha, y esas agrias arrugas que los cuarenta años trazan sobre los rostros de las infantas viejas. Eso no daba pena. Daba pena la humosa indefensión que sus ojos marrones rezumaban brillando entre la noche triste. Yo traté de cantar rendidamente, y al promediar la milonga se me abrió la mirada para verla viajar por el ácido asombro de tener que morir en un set apagado. De repente hizo un gesto de fastidio contra alguien que volteó una copa y eso la despejó.

Cuando terminé de cantar Brigitte me dijo que adoraba la música y que siempre alojaba a cantores amigos en La Madrague. Yo caí entonces en la barbaridad de preguntarle qué era La Madrague. “Mi villa en Saint-Tropez” me contestó irritada. Como no supe dónde meterme le pregunté si estaba haciendo cine. “El cine me jode” respondió reteniendo sus dientes superiores un milímetro antes de la grosería. Pero enseguida acarició mi brazo y dijo sonriendo: “Quiero que vengan a enseñarme a tocar la guitarra a mi casa. Me apasiona la música sudamericana. Hoy no puedo cantar porque estoy ronca: la tormenta de ayer me resfrió”. Cuando sacó su brazo tuve un erizamiento retroactivo, aunque le pregunté como si no pasara nada: “¿Qué opinás de Atahualpa Yupanqui?”. “No sé quién es” me dijo: “¿Es algún cantor nuevo?”. Yo no le contesté porque en ese momento alguien gritó de adentro que corriésemos a escuchar a la nueva Edith Piaf. (Era una muchachita apenas recordable que había estado todo el tiempo tirada en un diván con cara de dormida.) Entonces sucedió. Brigitte se quedó tensa y nos miró en silencio y gritamos que no, que nosotros seguíamos aquí afuera. Ella sonrió a Laurent Vergez (el veinteañero que la acompañaba) y a Chauvin y a su efebo “brasilero” -que también fueron fieles- y agarró una guitarra y se puso a tocar tres acordes de guajira, interminablemente. Mis compañeros la apoyaron en guitarra y bongó, mientras yo improvisaba en español algo como un mensaje anagramado que Brigitte comprendió (tengo la foto exacta de cuando está mirándome con la risa espumosa y los ojos desnudos que no ofreció en los filmes donde la desnudaron): sólo quise decirle que en el set apagado la piedad es la luz que jamás envejece.

Dos semanas después se festejó el cumpleaños de Claude Chauvin en el Club 55, uno de los ambientes más chic de Saint-Tropez. Nosotros ya lo conocíamos: habíamos pasado el plato en su playa privada sin levantar un franco. (Fue uno de nuestros primeros mediodías en Saint-Tropez, y cantamos chorreando bajo los largos ponchos frente a treinta muchachas que tomaban el sol totalmente desnudas tiradas en divanes, con los sentidos muertos.) Esa noche también estaban contratados el negro Batalla y su percusionista-jornalista, el dúo de Juan-les-Pins.

El primer pasaje lo tuvimos que hacer a lo largo de las mesas, pero sólo B.B. nos miró como a gente. Al rato pasó el angolés y ella se levantó y empezó a coquetear con aquel cocodrilo hasta que nos encabritamos de los celos. (Me acuerdo que al percusionista se le caía una baba casi rosa de los ojos recién desplacentados.) Pero al hacer nuestro segundo pasaje bajo las glorietas ella llegó descalza y volvió a salmodiar aquellos tres acordes de la eterna guajira. Claude Chauvin tocaba las maracas y otras vedettes bailaban o llegaban por turno a premiarnos con máscaras de alegría delirante. Yo miraba a Brigitte y tal vez ya pensaba que no había nada falso bajo su festejar: era como mirar a una perseguidora (para hablarlo en Cortázar y Machado a la vez) de la fruta espejada en la fuente sin fondo. Después bailamos más de media hora -ella y nosotros tres- sin parar un minuto, completamente hundidos en la felicidad de las rondas remotas del colegio.

De repente alguien pidió una foto y posamos abrazados. B.B. estaba descalza y yo con grandes tacos: hasta esa suerte tuve. (Cuando mandé la foto para Montevideo mi familia creyó -por fin- en las mentiras que les escribí siempre sobre mi dolce vita.) Al rato cayó el angolés a despedirse, entornando los ojos. Le pidió un beso y ella estiró su mano y el angolés porfió por el maldito beso, con su risa de calavera negra. Brigitte se fastidió y él se puso el chambergo y roncó: “Bicha loca”. “Bicho tú” roncó ella. Y corrió hacia las mesas. Volvió un rato más tarde, del brazo de Laurent Vergez. Nos apretó la mano con oscura ternura -desentendidamente- y no se despidió.

Al otro día me desperté cinco minutos antes de que cerraran el restaurant del camping. Corrí medio dormido y encontré al bretón bruto que dos por tres me aplastaba la puerta contra la misma barba, cancerbeando la entrada. Lo miré resignado pero él me sonrió. “Adelante” me dijo: “Para usted siempre hay sitio”. Y antes de colocar el steak en la mesa puso un diario doblado donde estaba mi cara escrachada detrás de Brigitte y Chauvin. Bajo las estrellas de Pampelonne, hacia las 22 horas, prácticamente todas las celebridades con las que cuenta Saint-Tropez se reunieron para cenar a la luz de las velas. Gracias a la magia de los músicos brasileros la pista se llenó de parejas tan célebres como Roger Vadim y Catherine Schneider, Vincent Roux y Mme. Troques, B.B. y Laurent Vergez, Régine y Roger Choukron. Eva y G. Cibault, reseñaba el Nice-Matin en su sección sociales. Era para reírse. O tirarle los platos por la cabeza al maldito bretón.

La otra foto valió bastante más que un steak con tomates: ese mes de setiembre llegamos a hacernos pagar 1.500 francos por una soirée, sólo con agitar el documento mágico. (Al volver a París uno de mis compañeros se fue de paseo a Amsterdam, donde le robaron de un saque hasta el último franco. Lo que se le ocurrió como último recurso fue presentarse -drogado y todo, como estaba- en la Jefatura de Policía para pedir que le facilitaran el regreso a París. Contaba que lo miraron peor que a un perro. Entonces les mostró la foto con Brigitte, y los tipos primero lo abrazaron por turno y acabaron pagándole sobradamente el pasaje de vuelta.)

Por fin apuntaré que una noche otoñal llegó Sacha Distel al piano-bar donde cantábamos y se sentó a comer un plato de tallarines y a escucharnos con ínclita benevolencia: hasta nos elogió cuando se iba. Pero en ese momento vio la foto pegada en la cartelera del bar, y una celosa carga de melancolía le oscureció los ojos. “Ah, pero si se tratan con vedettes” rezongó con dulzura. Y se fue sin poner nada en la pandereta.

2 comentarios:

Alimontero dijo...

Gracias por este 2do tributo!...

mi gratitud,

Ali

zen dijo...

ALIMONTERO: El agradecido, Ud. sabe, soy yo por contar con su presencia, su Amistad.

El sábado próximo, sale el tercer y último tributo.
Espero que lo disfrute.

Un abrazo.

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