(entrevista exclusiva desde Bulgaria)
La filóloga y especialista en literatura uruguaya Ludmila Ilieva es Profesora titular doctorada de Teoría de la traducción y Civilización de España e Hispanoamérica en el Departamento de Estudios Iberoamericanos de la Universidad de Sofía San Clemente de Ójrid. Ha visitado dos veces el Uruguay y traducido a Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato y Javier Marías.
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Nos gustaría que decodificaras con detalles históricos tu ya mítico primer viaje al Río de la Plata, cuando visitaste la estación porteña donde Rita -el personaje de Para una tumba sin nombre de Juan Carlos Onetti- se ganaba la vida haciendo un cuento del tío basado en un chivo de ojos icónicos que siempre la acompañaba.
Aprecio altamente tu sentido del humor pero la verdad es que para mí ese viaje fue y sigue siendo mítico sin pizca de humor. Es decir, tanto había leído, oído hablar y soñado con el Río de la Plata y con Montevideo en concreto, que poder visitar esos lugares que de alguna manera me eran ya absolutamente familiares, me pareció un sueño realizado. En aquel momento, allá por el año 1989, histórico en muchos sentidos, apareció la traducción búlgara de dos novelas de Juan Carlos Onetti, Los adioses y Para una tumba sin nombre, con prólogo de Rómulo Cosse. Y empezamos a escribirnos con él hasta que un día me invitó a visitar el Uruguay y casi lo tomé en broma, porque no podía creer que aun existiera gente tan cordial y abierta. Lo cierto es que en 1990 llegué al aeropuerto de Carrasco, donde Rómulo me esperaba levantando una pancarta con mi nombre, y empecé a vivir una de las experiencias más emocionantes de mi vida, realizando contactos de envergadura internacional que me enriquecieron enormemente, al punto de que al realizar mi segundo viaje llegué a creer que 17 años no son nada, porque tenía la sensación de que nuestra conversación se hubiese interrumpido apenas un día antes.
Y fue en el verano de 1990 que seguí los pasos de Rita con el chivo en la estación de trenes de Buenos Aires. El ambiente no era tan fantasmagórico como uno podía imaginárselo pero la realidad no me decepcionó, y las caras que veía tanto allá como en Montevideo encajaban perfectamente con la idea que yo me había formado del mundo onettiano. Es algo que ya me ha sucedido: independientemente de cómo se le califique a un autor, como realista o existencialista o cualquier otra cosa, el hecho de que al cabo de tantos años (y en este caso se trataba de una distancia de más de 30 años) puedas reconocer el ambiente, las caras y los tipos humanos revela una increíble verdad literaria, un método que convence, que perdura. No es casual que después de tanto tiempo, una editorial haya decidido recientemente, en medio de la actual crisis económica, reditar todas las obras de Onetti traducidas al búlgaro.
¿Cómo y en qué orden accediste al estudio de la obra de Juan Carlos Onetti?
Mis contactos con las letras uruguayas no empezaron con Onetti sino con Mario Benedetti, sobre cuyos cuentos escribí mi tesis en la Universidad de La Habana. Recuerdo que me fui a Cuba sin haber definido el tema, y lo que conocía de literatura uruguaya contemporánea eran La tregua y Gracias por el fuego. Desde luego que en el curso de Historia de la Literatura Hispanoamericana ya habíamos estudiado a los clásicos: Zorrilla de San Martín, Herrera y Reissig, Rodó, Delmira Agustini y Horacio Quiroga. Pero cuando amplié mis conocimientos en historia y cultura del Uruguay pude conseguir algunas obras de Onetti. La primera, si mal no recuerdo, fue El astillero, aunque también fue muy influyente uno de aquellos excelentes tomos específicos de crítica que editaba Casa de Las Américas (aun recuerdo la noble envidia que experimentaba hacia los investigadores que trabajaban en este máximo centro de la cultura latinoamericana no sólo en el bloque socialista sino a nivel mundial). Mucho después, cuando poco a poco había empezado a despedirme a mi sueño de dedicarme a la investigación de la literatura uruguaya -la distancia en los años 80 parecía casi imposible de superar, no había llegado aun el Internet- una editorial me propuso traducir las dos novelas cortas de Onetti que ya he mencionado. Creo que el momento fue oportuno en el sentido de que yo misma había madurado para abordar esta ardua tarea. En los años que siguieron publiqué otras traducciones, algunas dificilísimas como, por ejemplo, las novelas del español Javier Marías, que fueron un gran desafío con buen resultado. Sin embargo, aquellas dos novelas breves de Onetti siguen siendo mis favoritas, tanto en el original como en la traducción, y más de una vez he vuelto a releerlas. Incluso al revisarlas con motivo de la aparición de esta nueva edición búlgara, introduje cambios en algunas escenas o frases, porque sentía que con el paso de la edad ya las interpretaba de otra manera, lo que constituye una prueba de que las traducciones envejecen no sólo porque la lengua se desarrolla sino también porque los lectores remodelan su óptica. Desde luego, no se trata de cambios radicales sino de detalles, ¿pero no son precisamente los detalles los que a veces provocan el cambio? En este orden de ideas, me gustaría destacar la gran importancia de este blog que publica elMontevideano / Laboratorio de Artes. Para mí ha resultado una revelación y una posibilidad inapreciable de volver a seguir el rumbo de la literatura uruguaya. Otra hubiera sido mi trayectoria de haber contado antes con una vía de acceso como esta.
¿Cuáles son los autores latinoamericanos que se leen y se estudian -traducidos o no- con más interés en Bulgaria?
Aunque parezca extraño, Bulgaria fue uno de los países ex-socialistas, junto con la Unión Soviética, donde fueron más conocidos los autores latinoamericanos. Dejo aparte a los hispanistas porque nuestra formación supone este conocimiento de la literatura. Me refiero a las traducciones que se hicieron entre el 60 y el 80, tres décadas en las que prácticamente fueron traducidas al búlgaro todas las grandes obras de la literatura hispanoamericana contemporánea. El boom de la novela latinoamericana se difundió con muy pocos años de distancia, el tiempo técnicamente necesario para que un libro llegue, se conozca y sea traducido. Incluso antes, Jorge Amado había sido uno de los autores predilectos de una generación de lectores búlgaros. Y luego llegó un momento en que el nivel de la cultura literaria de una persona se medía a través del conocimiento que tuviera de un García Márquez, un Cortázar o un Vargas Llosa, por ejemplo.
Y más extraño aun puede parecer el número de autores uruguayos que se conocen en Bulgaria. Sin seguir con exactitud la cronología de las publicaciones, en el período 1970-1990 podemos destacar la presencia rotunda de Juan Carlos Onetti con El pozo, Juntacadáveres, Dejemos hablar al viento, El astillero, Los adioses y Para una tumba sin nombre; la de Mario Benedetti con La tregua, Gracias por el fuego, Con y sin nostalgia (que recoge también Montevideanos), Primavera con una esquina rota y Geografías. Y también podemos citar a Horacio Quiroga con El desierto verde y Cuentos de la selva, a Eduardo Galeano con Días y noches de amor y de guerra, a Daniel Chavarría con Joy, a Ruben Acasuso con sus cuentos para niños y a Manuel Hevia Cosculluela con su libro documental Pasaporte 11333. Sin olvidar la antología Diez cuentistas uruguayos, que incluye a Horacio Quiroga, Francisco Espínola, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Alfredo Gravina, Mario Arregui, Carlos Martínez Moreno, Mario Benedetti, Eduardo Galeano y Fernando Butazzoni. También ocupan un lugar importante la traducción de obras filosóficas y sociopolíticas conocidas a nivel popular y en los círculos científicos, como las Obras escogidas de Rodney Arismendi.
Claro que fue muy importante, en todo este fenómeno difusorio, el hecho de que los libros tuvieran precios ínfimos que los hacían muy accesibles. Y ahora da pena constatar que a partir de los los años 90 el único título que ha aparecido, y por cierto muy tardíamente por ser una gran obra, son los Cuentos de amor, de locura y de muerte de Horacio Quiroga. Y a nivel no uruguayo, y siguiendo las tendencias en el mercado mundial del libro, sólo se ha traducido a Isabel Allende y a Vargas Llosa, además de reditarse algunos títulos de Jorge Amado.
¿Cómo se está reelaborando el paradigma del hombre nuevo en un país que vivió la experiencia del socialismo marxista-leninista?
Creo que en estos momentos no existe pregunta más difícil de contestar. Porque la misma expresión hombre nuevo ha caído en desuso en los últimos 20 años. En un plano personal sufrí profundamente este proceso viendo desaparecer, o peor, derrumbarse algo tan bonito y tan carente de toda culpa. Porque los nuevos vientos se llevaron el sueño de generaciones enteras, un sueño no realizado por completo pero que ya había echado semillas. Cuando miro hacia atrás e intento analizar el pasado, inevitablemente llego a la conclusión de que la especie humana ha cambiado poco, los vicios y las virtudes se han mantenido a lo largo del tiempo, aunque en el régimen de construcción de un régimen nuevo, el socialista, se logró ir cambiando, aun con dificultades, el modo de pensar. Con eso no quiero decir que los vicios -el egoísmo, el arribismo, la envidia- habían desaparecido, al contrario, a veces los generaba la sociedad, pero junto con ello hubo un avance, una superación -personal y colectiva- que no puede negarse. A menudo evoco la imagen de una fila de gente esperando en la puerta de una librería para comprarse un libro nuevo. Aquí lo pomposo de la expresión hombre nuevo desaparece; quedan los hechos: la gente se interesaba por la cultura y el arte. A veces me pregunto cómo fue posible que esta base resultara tan inestable, que se desmoronara tan rápido, en pocos años. Creo que en esto también influyeron los procesos mundiales, la globalización, el tema harto conocido de las nuevas tecnologías y la avalancha informativa que convierte al hombre en consumidor y no en buscador de conocimientos. Es un lugar común decir que hoy los jóvenes leen poco, y si bien están más informados que nosotros cuando teníamos su edad, son menos capaces de orientarse entre el sinnúmero de las opciones, de comparar y de analizar, porque todo ya les llega masticado. En nuestro caso, el de los países que vivimos el socialismo, la cosa se ve agravada por la política de rechazo total del pasado llevada oficialmente en los últimos dos decenios. Así se llegó a una situación en la que los jóvenes que nacieron a finales de los años 80 desconocen totalmente la historia más reciente, o mejor dicho, conocen sólo una parte de ella con lo cual se forman una imagen tergiversada, y cuesta mucho explicar que primero hay que ver qué es lo que pesa más, si lo bueno o lo malo, y rescatar lo positivo. Creo que vivimos un período de transición que ya dura demasiado. Sin embargo, soy optimista, porque tanto mis alumnos de la Universidad como las generaciones donde se ubica mi hija, me hacen creer que no todo está perdido, que la idea del hombre nuevo (aunque ya no se lo llame así) que inspiró a tanta gente, no ha desaparecido sin huella y cobra nuevas dimensiones. Los jóvenes salen de la pasividad y buscan la forma de manifestar su postura cívica. Últimamente van cobrando fuerza, además, diferentes movimientos de ciudadanos decepcionados de los partidos políticos tradicionales, que se comprometen con causas progresistas y anticonsumistas, es decir, que la rueda de la historia sigue girando, aunque tal vez más lenta de lo que quisiéramos. Pero se va avanzando.
Aprecio altamente tu sentido del humor pero la verdad es que para mí ese viaje fue y sigue siendo mítico sin pizca de humor. Es decir, tanto había leído, oído hablar y soñado con el Río de la Plata y con Montevideo en concreto, que poder visitar esos lugares que de alguna manera me eran ya absolutamente familiares, me pareció un sueño realizado. En aquel momento, allá por el año 1989, histórico en muchos sentidos, apareció la traducción búlgara de dos novelas de Juan Carlos Onetti, Los adioses y Para una tumba sin nombre, con prólogo de Rómulo Cosse. Y empezamos a escribirnos con él hasta que un día me invitó a visitar el Uruguay y casi lo tomé en broma, porque no podía creer que aun existiera gente tan cordial y abierta. Lo cierto es que en 1990 llegué al aeropuerto de Carrasco, donde Rómulo me esperaba levantando una pancarta con mi nombre, y empecé a vivir una de las experiencias más emocionantes de mi vida, realizando contactos de envergadura internacional que me enriquecieron enormemente, al punto de que al realizar mi segundo viaje llegué a creer que 17 años no son nada, porque tenía la sensación de que nuestra conversación se hubiese interrumpido apenas un día antes.
Y fue en el verano de 1990 que seguí los pasos de Rita con el chivo en la estación de trenes de Buenos Aires. El ambiente no era tan fantasmagórico como uno podía imaginárselo pero la realidad no me decepcionó, y las caras que veía tanto allá como en Montevideo encajaban perfectamente con la idea que yo me había formado del mundo onettiano. Es algo que ya me ha sucedido: independientemente de cómo se le califique a un autor, como realista o existencialista o cualquier otra cosa, el hecho de que al cabo de tantos años (y en este caso se trataba de una distancia de más de 30 años) puedas reconocer el ambiente, las caras y los tipos humanos revela una increíble verdad literaria, un método que convence, que perdura. No es casual que después de tanto tiempo, una editorial haya decidido recientemente, en medio de la actual crisis económica, reditar todas las obras de Onetti traducidas al búlgaro.
¿Cómo y en qué orden accediste al estudio de la obra de Juan Carlos Onetti?
Mis contactos con las letras uruguayas no empezaron con Onetti sino con Mario Benedetti, sobre cuyos cuentos escribí mi tesis en la Universidad de La Habana. Recuerdo que me fui a Cuba sin haber definido el tema, y lo que conocía de literatura uruguaya contemporánea eran La tregua y Gracias por el fuego. Desde luego que en el curso de Historia de la Literatura Hispanoamericana ya habíamos estudiado a los clásicos: Zorrilla de San Martín, Herrera y Reissig, Rodó, Delmira Agustini y Horacio Quiroga. Pero cuando amplié mis conocimientos en historia y cultura del Uruguay pude conseguir algunas obras de Onetti. La primera, si mal no recuerdo, fue El astillero, aunque también fue muy influyente uno de aquellos excelentes tomos específicos de crítica que editaba Casa de Las Américas (aun recuerdo la noble envidia que experimentaba hacia los investigadores que trabajaban en este máximo centro de la cultura latinoamericana no sólo en el bloque socialista sino a nivel mundial). Mucho después, cuando poco a poco había empezado a despedirme a mi sueño de dedicarme a la investigación de la literatura uruguaya -la distancia en los años 80 parecía casi imposible de superar, no había llegado aun el Internet- una editorial me propuso traducir las dos novelas cortas de Onetti que ya he mencionado. Creo que el momento fue oportuno en el sentido de que yo misma había madurado para abordar esta ardua tarea. En los años que siguieron publiqué otras traducciones, algunas dificilísimas como, por ejemplo, las novelas del español Javier Marías, que fueron un gran desafío con buen resultado. Sin embargo, aquellas dos novelas breves de Onetti siguen siendo mis favoritas, tanto en el original como en la traducción, y más de una vez he vuelto a releerlas. Incluso al revisarlas con motivo de la aparición de esta nueva edición búlgara, introduje cambios en algunas escenas o frases, porque sentía que con el paso de la edad ya las interpretaba de otra manera, lo que constituye una prueba de que las traducciones envejecen no sólo porque la lengua se desarrolla sino también porque los lectores remodelan su óptica. Desde luego, no se trata de cambios radicales sino de detalles, ¿pero no son precisamente los detalles los que a veces provocan el cambio? En este orden de ideas, me gustaría destacar la gran importancia de este blog que publica elMontevideano / Laboratorio de Artes. Para mí ha resultado una revelación y una posibilidad inapreciable de volver a seguir el rumbo de la literatura uruguaya. Otra hubiera sido mi trayectoria de haber contado antes con una vía de acceso como esta.
¿Cuáles son los autores latinoamericanos que se leen y se estudian -traducidos o no- con más interés en Bulgaria?
Aunque parezca extraño, Bulgaria fue uno de los países ex-socialistas, junto con la Unión Soviética, donde fueron más conocidos los autores latinoamericanos. Dejo aparte a los hispanistas porque nuestra formación supone este conocimiento de la literatura. Me refiero a las traducciones que se hicieron entre el 60 y el 80, tres décadas en las que prácticamente fueron traducidas al búlgaro todas las grandes obras de la literatura hispanoamericana contemporánea. El boom de la novela latinoamericana se difundió con muy pocos años de distancia, el tiempo técnicamente necesario para que un libro llegue, se conozca y sea traducido. Incluso antes, Jorge Amado había sido uno de los autores predilectos de una generación de lectores búlgaros. Y luego llegó un momento en que el nivel de la cultura literaria de una persona se medía a través del conocimiento que tuviera de un García Márquez, un Cortázar o un Vargas Llosa, por ejemplo.
Y más extraño aun puede parecer el número de autores uruguayos que se conocen en Bulgaria. Sin seguir con exactitud la cronología de las publicaciones, en el período 1970-1990 podemos destacar la presencia rotunda de Juan Carlos Onetti con El pozo, Juntacadáveres, Dejemos hablar al viento, El astillero, Los adioses y Para una tumba sin nombre; la de Mario Benedetti con La tregua, Gracias por el fuego, Con y sin nostalgia (que recoge también Montevideanos), Primavera con una esquina rota y Geografías. Y también podemos citar a Horacio Quiroga con El desierto verde y Cuentos de la selva, a Eduardo Galeano con Días y noches de amor y de guerra, a Daniel Chavarría con Joy, a Ruben Acasuso con sus cuentos para niños y a Manuel Hevia Cosculluela con su libro documental Pasaporte 11333. Sin olvidar la antología Diez cuentistas uruguayos, que incluye a Horacio Quiroga, Francisco Espínola, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Alfredo Gravina, Mario Arregui, Carlos Martínez Moreno, Mario Benedetti, Eduardo Galeano y Fernando Butazzoni. También ocupan un lugar importante la traducción de obras filosóficas y sociopolíticas conocidas a nivel popular y en los círculos científicos, como las Obras escogidas de Rodney Arismendi.
Claro que fue muy importante, en todo este fenómeno difusorio, el hecho de que los libros tuvieran precios ínfimos que los hacían muy accesibles. Y ahora da pena constatar que a partir de los los años 90 el único título que ha aparecido, y por cierto muy tardíamente por ser una gran obra, son los Cuentos de amor, de locura y de muerte de Horacio Quiroga. Y a nivel no uruguayo, y siguiendo las tendencias en el mercado mundial del libro, sólo se ha traducido a Isabel Allende y a Vargas Llosa, además de reditarse algunos títulos de Jorge Amado.
¿Cómo se está reelaborando el paradigma del hombre nuevo en un país que vivió la experiencia del socialismo marxista-leninista?
Creo que en estos momentos no existe pregunta más difícil de contestar. Porque la misma expresión hombre nuevo ha caído en desuso en los últimos 20 años. En un plano personal sufrí profundamente este proceso viendo desaparecer, o peor, derrumbarse algo tan bonito y tan carente de toda culpa. Porque los nuevos vientos se llevaron el sueño de generaciones enteras, un sueño no realizado por completo pero que ya había echado semillas. Cuando miro hacia atrás e intento analizar el pasado, inevitablemente llego a la conclusión de que la especie humana ha cambiado poco, los vicios y las virtudes se han mantenido a lo largo del tiempo, aunque en el régimen de construcción de un régimen nuevo, el socialista, se logró ir cambiando, aun con dificultades, el modo de pensar. Con eso no quiero decir que los vicios -el egoísmo, el arribismo, la envidia- habían desaparecido, al contrario, a veces los generaba la sociedad, pero junto con ello hubo un avance, una superación -personal y colectiva- que no puede negarse. A menudo evoco la imagen de una fila de gente esperando en la puerta de una librería para comprarse un libro nuevo. Aquí lo pomposo de la expresión hombre nuevo desaparece; quedan los hechos: la gente se interesaba por la cultura y el arte. A veces me pregunto cómo fue posible que esta base resultara tan inestable, que se desmoronara tan rápido, en pocos años. Creo que en esto también influyeron los procesos mundiales, la globalización, el tema harto conocido de las nuevas tecnologías y la avalancha informativa que convierte al hombre en consumidor y no en buscador de conocimientos. Es un lugar común decir que hoy los jóvenes leen poco, y si bien están más informados que nosotros cuando teníamos su edad, son menos capaces de orientarse entre el sinnúmero de las opciones, de comparar y de analizar, porque todo ya les llega masticado. En nuestro caso, el de los países que vivimos el socialismo, la cosa se ve agravada por la política de rechazo total del pasado llevada oficialmente en los últimos dos decenios. Así se llegó a una situación en la que los jóvenes que nacieron a finales de los años 80 desconocen totalmente la historia más reciente, o mejor dicho, conocen sólo una parte de ella con lo cual se forman una imagen tergiversada, y cuesta mucho explicar que primero hay que ver qué es lo que pesa más, si lo bueno o lo malo, y rescatar lo positivo. Creo que vivimos un período de transición que ya dura demasiado. Sin embargo, soy optimista, porque tanto mis alumnos de la Universidad como las generaciones donde se ubica mi hija, me hacen creer que no todo está perdido, que la idea del hombre nuevo (aunque ya no se lo llame así) que inspiró a tanta gente, no ha desaparecido sin huella y cobra nuevas dimensiones. Los jóvenes salen de la pasividad y buscan la forma de manifestar su postura cívica. Últimamente van cobrando fuerza, además, diferentes movimientos de ciudadanos decepcionados de los partidos políticos tradicionales, que se comprometen con causas progresistas y anticonsumistas, es decir, que la rueda de la historia sigue girando, aunque tal vez más lenta de lo que quisiéramos. Pero se va avanzando.
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