jueves

UNA EDUCACIÓN Y UNA TERAPIA PARA “INQUIETOS” (VIII)


un ensayo inédito de Arnaldo Gomensoro

3. LOS EDUCANDOS Y LOS PACIENTES ¿VÍCTIMAS Y CÓMPLICES?

Pasemos, ahora, a preguntarnos: ¿qué papel están jugando los educandos y los pacientes en su condición, a su vez, de sujetos quietos o de sujetos inquietos?

Empecemos por hacernos cargo de que aquí surge una dificultad que es imprescindible enfrentar. Cuando más arriba anunciábamos esta tercera parte del ensayo, hablábamos de la posible “complicidad” de educandos y pacientes con la quietud de sus educadores y de sus terapeutas. Es obvio que, al hacerlo, nos estábamos refiriendo a personas en principio equivalentes en su condición de sujetos libres y responsables Es decir, en su condición de sujetos “imputables”. Es evidente que esta condición se cumple (o, mejor dicho, se debería cumplir), en principio, en el caso de la relación en-tre terapeutas y pacientes.

En cambio, en la relación educativa nos encontramos con una asimetría que no podemos desconocer: la asimetría entre un adulto que orienta desde su madurez cronológica, económica, cultural y profesional y un niño o un adolescente en proceso forzoso de maduración. Es decir, entre un ser en principio “autónomo” (el padre, el educador) y un ser forzosamente sometido a diversos tipos y niveles de “heteronomía”, dada su condición de sujeto sólo parcialmente maduro, parcialmente libre y parcialmente responsable.

Es ostensible que lo que claramente diferencia la relación terapéutica de la relación educativa es el papel que juegan, en ambas, las jerarquías de poder.

Mientras que la autoridad y el poder del terapeuta se mantienen y, muy a menudo, aumenta con la progresiva despersonalización de los tratamientos psicoterapéuticos y psiquiátricos, en el ámbito de la educación, tanto familiar como institucional, estamos asistiendo a una paradojal inversión de las jerarquías de poder, con un generalizado “descontrol” de los adolescentes y de los jóvenes.

En efecto, cada vez más, los adolescentes “mandan” y los adultos “obedecen”.

Este hecho, con su contundencia pragmática, nos enfrenta a una problemática que ha vuelto muy confusa la relación entre educadores y educandos, al desdibujarse, cada vez más, el perfil, antes suficientemente claro, de qué grado de “autoridad” debe tener y debe asumir el educador para poder ac-tuar como orientador y guía del educando. O, dicho por lo claro: lo que esta situación confusa ha instalado como problema es la legitimidad de la autoridad del educador para poder educar y cuáles son los riesgos de su generalizada “desautorización”.

Esto nos obliga a realizar un paréntesis para poder ahondar en cómo actúan la quietud y la inquietud en la relación educativa. Lo que pasa con la relación terapéutica lo veremos más adelante.

Ahora enfrentemos el problema que plantea la desautorización de los adultos para poder asumir cabalmente la tarea educativa.


La “desautorización” educativa de los adultos

Antes, la autoridad del educador se daba por sobreentendida. A nadie se le podía ocurrir considerarla, sin más, como “autoritarismo”. El autoritarismo, siempre posible, se consideraba una deformación aberrante de la auténtica relación educativa. Esta se montaba, como tal, en base al respeto del edu-cador para no interferir pero sí para guiar y promover el proceso de creci-miento progresivo de la autonomía del educando.

Hoy, en cambio, estos distingos, antes suficientemente claros, se han ido borroneando hasta predisponer a los protagonistas de la relación educativa a interpretar toda “autoridad” como posible desviación autoritaria. El resultado es que los educadores dudan cada vez más de si tienen o no tienen de-recho a “dirigir”, a “poner límites”, a “controlar” las actitudes y las conduc-tas de sus educandos. Y éstos, en una paradojal inversión de los roles tradicionales, están entronizando una verdadera “tiranía” de los niños y los ado-lescentes sobre sus padres y sobres sus educadores.

Es en este panorama, por demás confuso y confundidor, que debemos preguntarnos cuál está siendo el papel de los quietos y de los inquietos en la relación educativa.

Antes, la quietud de los educadores se expresaba, básicamente, en una actitud conservadora, prejuiciosa y tradicionalista; se manifestaba en un autori-tarismo sin fisuras y en el ejercicio de un poder omnímodo de padres y educadores. Hoy las cosas han cambiado. Las secuelas reactivas a gobiernos dictatoriales en el mundo entero, pero, sobre todo en América Latina, más la promoción desaforada del consumo por parte de los niños y de los adolescentes, han provocado una crisis de culpabilización en padres y educadores y una retirada a una cómoda “deserción” de sus responsabilidades educativas.

Para evitar aparecer como reprimiendo y “mandando autoritariamente”, los padres y los educadores están renunciando a su función de guías y orientadores, dejando que sean los influjos mediáticos y “los artífices de la propaganda” quienes asuman la “des-educación” de niños y adolescentes.

Por otra parte, es claro que, cuando la UNESCO reivindica “los derechos del niño y del adolescente”, lo hace pensando, sobre todo, en los sectores más sumergidos del Tercer Mundo, víctimas de la desnutrición, de la marginalidad, de la violencia y de la explotación. En buena hora nos sumemos todos a la reivindicación de esos derechos conculcados.

Lo malo es que los educadores nos dejemos engañar cuando, con la picardía y la rapidez que caracteriza a las nuevas generaciones, se suben al “carro reivindicativo” los niños de cualquier clase y de cualquier condición, confundiendo la “reivindicación de sus derechos” con la tolerancia y el permisivismo irrestrictos para actitudes destructivas y autodestructivas.

Es decir: la complicidad de los educandos, que antes impedía cualquier actitud de rebeldía y de cuestionamiento, ahora actúa en el mismo sentido que la renuncia de los mayores a asumir sus responsabilidades educativas y consagra la crisis de orientación pedagógica en que se debate la llamada “brecha generacional”. Hoy la quietud de los propios educandos se suma a la quietud de los educadores consolidando la entrega servil, sin ningún atisbo de rebeldía, de unos y de otros, a los estereotipos de seducción que les propone el consumismo compulsivo.


La docilidad del paciente

Pasemos, ahora sí, a intentar profundizar en la posible complicidad de los pacientes con la quietud de sus terapeutas.

Era de esperar que los “pacientes”, en principio y según definición de los médicos y demás terapeutas, pasivas víctimas de padecimientos orgánicos o de conflictivas psicológicas, tuvieran franca proclividad a resultar, en los hechos, “cómplices” casi obligados de la quietud de sus terapeutas. En efecto: todo lo que rodea la condición de “paciente” predispone a las personas a volverse extraordinariamente vulnerables e inclinadas a renunciar a todo posible protagonismo, poniendo su futuro y su vida en manos del todopoderoso terapeuta, convertido socio-culturalmente en un típico “exorcista”.

De hecho, le queda prohibido al paciente cualquier tipo de opinión crítica y de posible cuestionamiento. Según los rituales que programan la relación terapeuta-paciente, el enfermo o el consultante renuncia por anticipado a toda autonomía y a cualquier tipo de participación activa, reduciéndose su rol en la relación a una dócil aceptación (por no decir servil aceptación) de los diagnósticos, pronósticos y tratamientos que prescriba el profesional. Teniendo, además, que soportar humilde y heroicamente incluso las frecuentes actitudes hostiles, agresivas o menoscabantes del terapeuta.

Pues bien: esta realidad contradice frontalmente nuestra convicción de que sólo la participación activa y militante del presunto enfermo en las tareas de su curación hace posible que se superen las dependencias, las conflictivas y los bloqueos que instalan el presunto síndrome psiquiátrico o psi-copatológico.

Decía Alexis de Tocqueville que “no se llega a ninguna parte si no se es vehemente apasionado”. Bueno, nuestra convicción es que nadie llega a “curarse” de sus presuntas patologías psicológicas o psiquiátricas si no se decide vehementemente a comprometerse, activa y protagónicamente, en su recuperación. Es decir, si no se resiste y se rebela contra la tendencia de los profesionales que lo atienden a transformarlo “en no más que” un paciente. En no más que “un paciente más”, tratándolo como no más que “un caso particular” de un determinado cuadro nosológico. Y no como la persona, única e irrepetible, que es.

¿En qué consiste la complicidad del presunto paciente con la quietud de sus terapeutas? Pues consiste en dejarse seducir por la comodidad que supone transferir su responsabilidad personal por su propia recuperación al tera-peuta y convertirse, así, en “objeto” pasivo de la manipulación profesional.

Porque aquí se imponen ciertos reconocimientos: en efecto, tenemos que reconocer que muy a menudo es imposible salir de un cuadro de alteración psíquica o mental librado a los propios recursos y sin la ayuda de un orien-tador o de un terapeuta. Pero aceptar e incluso procurar esa ayuda y considerarla imprescindible, no supone renunciar a la propia responsabilidad por el mantenimiento o la recuperación de la salud o del equilibrio. Lo cuestionable no es reconocer que se necesita ayuda, sino renunciar a mantener respecto de lo que nos está pasando una despierta conciencia crítica y autocrítica, que se niegue a aceptar mansamente la condición de “paciente”. Acep-tación que supone la renuncia a la responsabilidad de reconocerse y de postularse como “co-agente” en su proceso de resuperación terapéutica. “Co-agente” que, con el tiempo y si el proceso cumple con sus elementales objetivos, tendría que pasar a ser “agente autónomo” de la recuperación y del mantenimiento de su salud.

Es interesante, a este respecto, constatar hasta donde el carácter dictatorial del poder médico y terapéutico ha frustrado y sigue frustrando todos los intentos de desarrollar programas de medicina preventiva y de generalizar los planes de atención primaria en salud. El porqué de esta frustración se comprende si se tiene en cuenta que la actitud más extendida en los médi-cos, los psiquiatras y los psicoterapeutas (a los que hay que agregar ahora a los sexoterapeutas y a los terapeutas de pareja) es la de desalentar cualquier protagonismo de los pacientes en relación con su autocuidado, considerando cualquier reserva, objeción, e incluso, cualquier curiosidad del paciente como un intento de desautorizar sus prescripciones, que adquieren, de este modo, una aureola de infalibilidad.

Y de aquí el valor de algunas voces alternativas. Por ejemplo la del psicoterapeuta Ludwyng Binswanger cuando sostiene que la tarea del psicoterapeuta debe equivaler no a la del camillero que transporta el inerte cuerpo del paciente, sino a la del “guía de montaña”, que orienta, dirige, “guía” a quien necesita ayuda, pero siempre respetando y promocionando su participación activa y protagónica. O sea, que ayuda a la gente a que se autoayude.

O, dicho en los términos de nuestro planteo: si la tarea del terapeuta es, básicamente, la de inquietar a los quietos sacudiendo su predisposición al conformismo aquietador, promoviendo la autonomía de cada uno en el enfrentamiento de sus tareas de curación, tenemos que aceptar que la quietud de los pacientes se constituye en una complicidad con la quietud de los terapeutas, que sólo sirve para que se eternice el modelo hegemónico del poder médico y psicoterapéutico.




(continúa próximo miercoles)

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