domingo

HUGO BERVEJILLO: “EL APOCALÍPTICO DERRUMBE DEL ÁNGEL TORPE QUE PUEDE DESTRUIR SU PROPIO PLANETA”


Junto a nuestro entrevistado fundamos, a fines de los 60, el Grupo Universo, y fue precisamente en la revista Universo donde Hugo Bervejillo (Uruguay, 1948) publicó sus primeros relatos. Después hubo un larguísimo silencio, y recién a partir de 1993 aparecieron cuatro novelas (Una cinta ancha de bayeta colorada, Basilio está en la frontera, El ángel negro y Cenizas y un gallo muerto) que lo encumbraron avasallantemente dentro de la narrativa histórica uruguaya de todos los tiempos.

H.G.V.
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Me gustaría que hablaras de tu padre y su riquísima y humildísima irradiación cultural en aquel Malvín de comienzos de los años 60, donde te vinculaste desde chiquilín con importante figuras del canto popular argentino y uruguayo que venían a actuar a la La sombrilla.

Mi padre fue vocacionalmente un mensajero, un divulgador de cultura a partir de la necesidad compulsiva de compartir todo aquello que le parecía importante estética y afectivamente. Gran lector, voraz y omnívoro, espoleado por una curiosidad siempre insatisfecha, tenía, en sus momentos de calma, la necesidad de detenerse en una suerte de altar íntimo, junto a aquellas figuras a las que se sentía más próximo, a dialogar en un plano espiritual. Así, desde que tengo memoria, escuché con él a Bach, Beethoven, Haydn, Mendelssohn y Schubert; y me acerqué a Cervantes, Homero, Stendhal y García Lorca, pero también a Velázquez, Miguel Ángel, Barradas, Rembrandt y Goya. Las sobremesas podían terminar en Fidias, Praxíteles, Brunelleschi o Rodin, o, lo más probable, en Gardel, y de ahí a Manzi, Expósito o Cadícamo. Pero debo aclarar que aquella pasión iluminadora terminaba en la puerta de casa. Fuera de ella era un vecino común aunque, en la esquina o en la feria, también charlaba con los vecinos dominando completamente la historia del fútbol.

¿Cuál sería tu balance de lo elaborado a nivel de reflexión y trabajo estético por el Grupo Universo, que co-fundamos con Daniel Bentancourt y Tarik Carson?

Mi impresión a la distancia es que compartimos un sueño común, juvenil, de ética y estética en la labor narrativa, si bien, como es lógico, cada cual agregara su bagaje cultural propio y su personalidad. Para todos resultó un acicate aquel reunirnos en polémica en el taller de tu padre -aquella cosa como de fuegos artificiales-, donde exponíamos cada cual su visión y también su esperanza. Vos elaborabas las teorías, sintetizando a Torres García con Onetti y García Márquez. Bentancourt -el gran Bentancourt- era por lo general el otro polemista, si bien desde su duende risueño. Tarik, con su parsimonia, intervenía en ocasiones, y yo era el que más callaba.
Cada cual, de ahí en adelante, quedó preso de su estrella. Daniel emigró a San Pablo, que como esas flores venenosas lo atrajo, lo encantó y lo mató. Tal vez fue el que tuvo la peor condena, porque debió enfrentarse a una cultura y, sobre todo, a un idioma diferente, pero igual desarrolló su narrativa y mantuvo su solvencia intacta. Creo que iba camino de insertarse, de fundirse con una veta de la literatura brasileña, en una estela del surco de Guimaraes Rosa, pero con acento urbano. Tarik quedó atrapado en Buenos Aires. Su inventiva lo llevó a algo que superficialmente se confundía con la ciencia-ficción, pero era un mundo que conformaba otra particularísima cosmovisión. Es, de todos, el que menos he leído, pero es el que le encontró la estética a la derrota. Y no a su derrota sino a la derrota del hombre, el apocalíptico derrumbe del ángel torpe que puede destruir su propio planeta. Vos y yo quedamos presos en Montevideo, con su cultura de vincha y culero, de tribus hostiles. Vos derivaste a un espiritualismo religioso sin abandonar tu saga, pero tu mirada se volvió más exterior, menos intimista. Cambiaste Villamar por la senda de los peregrinos, y entre Onetti y Bukowski, cambiaste la forma de decir. Yo creo que seguí contemplando el mundo, si no desde mi ventana malvinense, a través de la Historia, buscando re-crear, buscando otra mirada diferente a la común, un acento más personal. Pero no me gusta hablar de mí.

Ya desde tu tardía pero madurísima primera novela, Una cinta ancha de bayeta colorada, se detecta en tus estructuras narrativas -tanto a nivel del viaje novelesco como del jadeo de la frase- una especie de romanticismo sosegado por la decantación de los arquetipos clásicos, como sucede con tu admirado Mendelssohn. Y sin embargo esta solidez del paso convive con búsquedas renovadoras y audazmente revulsivas que aportan una proliferación barroca incluso a nivel gráfico, donde te atrevés a entramar significancias sistemáticas con el uso del blanco de la página. ¿Cuáles fueron las influencias más marcantes para llegar a esta síntesis absolutamente impar en la narrativa latinoamericana?

El primero -e inmortal-: William Faulkner. Pero también John Dos Passos, Carson MacCullers, Ambrose Bierce, y todo un sedimento nacional de gente tan dispar como Quiroga, Morosoli y Julio C. Puppo. Y después aquel mandato de la Generación del 68, que todos, en mayor o menor medida recibimos: atreverse, y tomar el cielo por asalto.

Creo que es recién en El ángel negro, tu última novela extensa, que se detecta una cosmovisión ideológico-filosófica nítida del todavía embrionario Uruguay novecentista. Y, como quería Jung, aparecen el supuesto diablo (nombrado en tu historia como el Oscuro) y los invocadores de Jesús (nombrado como Yeshua) proyectados en una especie de complementación dialéctica que es finalmente avasallada por un Dios-Poder que no tiene nada que ver con un Dios trascendente. ¿Cómo caracterizarías a ese fantasma de la modernidad que sigue comandando tan campante a la mayor parte del establishment planetario?

Acá prefiero remitirme a la transcripción final del diálogo que tiene Luis María, el aspirante a caudillo, con su supuesto seductor, el Oscuro.
-No me contesta, pero no importa. Ahora su preocupación tiene que estar en gratificarme. Hábleme de la gloria que voy a encontrar, la que Usted me debe, porque es el Espíritu del Poder.
-¿Poder? ¿El Poder? ¿El de matar y ser perdonado? ¿El de dominar al mundo?
-Ése.
El Oscuro lo miró por encima de los lentes amarillos, inmóvil, frío, distante, y ese mismo frío fue rozando e invadiendo la piel y los músculos de Luis María.
-No, no. Ese es otro Dios. Otro Espíritu. Ni Yeshua ni Yo. Yeshua legisla adentro de cada quien, que es la célula y también el Universo, y yo decido entre dos, por el bien de los dos, del placer y la armonía. Los dos coexistimos dentro de todos, de cada uno, y todos tienen una porción de Yeshua y otra mía, o la que me atribuyen, y quieren hacer parecer indeseable, y cada ser fluctúa entre los dos, cada uno de nosotros pesa más que el otro, en cada momento, en cada decisión. Por eso el Hombre es sublime en ocasiones y parece animalizado en otras: por eso idealiza en unas horas y se carnaliza, gloriosamente, en otras. Pero usted no busca eso: busca otra cosa, busca a Otro. Busca al Más Poderoso. Pero erró el camino cuando me eligió a mí. Debe buscar en otra Salamanca.
-¿Qué quiere decir?
-Que no soy Yo al que busca.
-¿Cómo?
El Oscuro hizo una pausa, sin dejar de mirarlo, y, lejos, en la Salamanca, Luis de Torres sacudió la cabeza con decepción, y miró significativamente al Oficial, que calló y lo miró, también, en respuesta.
-Busque dentro suyo -explicó el Oscuro-: ahí está.
-Pero: usted -vaciló Luis María.
-Es un templo -continuó, sin escucharlo, el Oscuro- tan grande o tan chico como usted quiera. Tiene sus propias dimensiones, las que usted quiera darle. Pero antes de entrar, tiene que dejar todo afuera. Todo. Porque por Él se vende todo: hijos, mujer, vida propia, íntima. Por Él se odia, se mata, se tortura: por un minuto de la gracia del Dios, se empeña todo. Y después, ya no se duerme, no se descansa, no se vive: porque, siempre, cerca de uno, está -siempre está- otro aspirante a la gracia del Dios. Y nos espera emboscado, con la traición, el puñal, la bala, o la indignidad. O -peor- nos espera para que le ofrezcamos el pecho, la espalda, o la mujer. Otra cosa: para entrar, no se entra solamente con la voluntad: hay que matar un niño, como ofrenda. Después, ya no se puede volver atrás. Simplemente hay que esperar -como sea que uno esté dispuesto a esperar-, que llegue el final, siempre sorpresivo, antes de lo previsto, siempre indigno.

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