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20/ El Caldero de la Bruja [Anna Rhogio] - La novela WEB de magia y hechicería para niños

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39 / Para Nahala no hay nada tan placentero como dedicarse a organizar el alfabeto y escribir.
Muestra una exagerada predilección por cuidar la majada y trabaja en las cimas, rodeada de viento y cielo.
Lo primero que redacta es una preciosa leyenda que le contaba Salma cuando era niña para que se durmiera.

En el bosque hay un huerto por el que fluye un río de aguas limpísimas.
Una noche de luna, las sílfides bailaban en la orilla de arena plateada aguardando a la princesa Kristalia que iba a casarse con el príncipe Koonell.
La boda estaba dispuesta.
Los árboles estaban ornados y enlazados con guirnaldas porque, de cierta manera, también se casaban.
Sonaba la música extraña y hermosa que tocaban los elfos tocando en tallos huecos.
La princesa aparecía esplendente con sus adornos de esmeraldas y perlas.
El príncipe caminaba detrás, luciendo cientos de diamantes.
Tanta alegría y felicidad despertaron a Evilius, el hada maléfica, que dormía en su gruta.
Colérica y envidiosa, montó en una bestia voladora de zarpas afiladas y cabalgó por el espacio.
Con su capa creó la Gran Sombra que envolvió a Koonell en oscuridad.
Lo apartó de Kristalia y lo alzó tan alto y tan lejos, que desapareció.
Ahora, cuando silba la brisa entre las ramas, los espíritus de la naturaleza dicen que es la música de los elfos.
Cuando se escucha un suspiro, que es como un lamento, son los sollozos de ambos jóvenes aleteando en el aire.
Si llueve, es porque caen las lágrimas de Kristalia y las sílfides.
Y aquel río que era cristalino se tornó dorado, porque arrastra partículas de oro que son el llanto de Koonell.
Los gnomos aseguran que en el instante en que los novios estén juntos, el río se volverá translúcido y serán felices por la eternidad.


En este punto, invariablemente, Nahala preguntaba:
-¿Acaso, madre, ese río es el que cae en cascada, allá en aquel lejano rincón umbroso del bosque de robles?
-Así es.
-¡Pero sus aguas son purísimas y no doradas!
-Justamente...
-Entonces Kristalia y Koonell ya están juntos...
-Siempre hay que dejar una puerta entornada para que pueda entrar la esperanza...
Y esta leyenda se la contaba el sabio Gmund a la hora de dormir, cuando iba de visita:

Había una vez un gnomo que corría por el boscaje.
Un alarido, que se escuchaba cercano, le erizaba la piel y el pobre pensaba: “Tengo que hallar un lugar donde esconderme o el espíritu maligno me destruirá”.
Las matas se sacudían de una en una cuando se ocultaba entre el follaje.
¿Y todo por qué? ¿Por qué salir de mi hermoso país protegido de los maleficios de la superficie? ¡Por socorrer a un pequeño unicornio que había errado el rumbo a su hogar!

Gmund se detenía unos instantes para recuperar el aliento.

Y no traje conmigo... mi elixir de la invisibilidad... ni el impalpable polvo de alas de mariposa... para... poder volar... Mi magia no alcanza para salvarme... es tan cortita como mis piernas... es que... soy muy joven... aun... y tengo mucho que... aprender...
Ese chillido que le helaba la sangre era la maldad que serpenteaba pegada a la tierra en forma de sombra.
Zigzagueaba rápida, buscando víctimas.
A su paso, todos los seres de la floresta huían temerosos.
Entonces el gnomo oró con fervor al Padre Sol:
“¡-Oh, Señor de los Cielos! ¡Padre de la Aurora! ¡Dígnate mirarme y sálvame! ¡Ayúdame, Resplandeciente Astro que derramas tantísimo amor en el mundo!”
El arco sabio del sol disparó un rayo áureo fino como una saeta y le señaló la entrada de una cueva, antes de fundirse en ascuas cárdenas en el horizonte.
El gnomo entró y continuó corriendo.
Lo abrazó una densa oscuridad y cayó rendido por la fatiga, sabiendo que su enemigo lo esperaría hasta el otro día porque lo amedrentó con un espantoso gruñido para que recordara que la cacería no había finalizado.
Pero otros peligros lo acechaban.
Las voces del viento le hablaban silbando con confusos ecos y cantos delicados:
“¡Ven! ¡Soy tu protector! ¡Ven que te conduciré a casa!”.
Había turbias luces verdosas que lo tentaban a marchar por falsos senderos que daban a precipicios sin fondo.
Cerró los ojos y se tapó las orejas para no ver ni oír.
Se acostó hecho un ovillo y el sueño vino para salvarlo.
Cuando se despertó, supo que había dormido toda aquella noche y durante el día siguiente, de modo que estuvo seguro que afuera era de noche nuevamente.
Volvió a rezar:
“¡Oh, Madre Luna! ¡Sé de tu brillo en pleno! ¡Guía a éste tu humildísimo servidor y no permitas que me atormenten ni la engañosa música del aire ni las luces traicioneras! ¡Ayúdame a retornar a casa!”.
Una suavidad plateada entró en la gruta.
Era la luna que se asomaba a la entrada de piedra.
Bella como una novia con su traje de boda.
Aromada por los mil perfumes del bosque.
El hombrecito caminó hacia la libertad, se libró del maligno y pudo volver a su comarca.


Nahala, sin olvidarse, le preguntaba a Gmund:
-¿Acaso, amigo, no eras tú ese personaje que se salvó de aquel malévolo?
-Puede ser... es que era tan joven que no lo recuerdo muy bien... -le respondía guiñándole los ojos llenos de bondad.
Nahala adora esta saga, parte de la tradición de su raza.
Jamás se cansaba de oírla cuando una abuela la narraba.
En las largas noches de invierno, ella y los demás niños se reunían en torno a la lumbre y escuchaban leyendas que los hacían soñar, divertirse o asustarse.
En estas leyendas moraban toda clase de protagonistas: buenos, malos, graciosos y tontos.
Afuera, el viento soplaba fuerte y la nevisca remolineaba en el bosque, pero en el calor del hogar estaban presentes la alegría y la animación.
Las sombras que se acrecentaban en las paredes de paja formaban infinidad de fantasmas que bailaban.

Hace miles de años, el caudaloso río que tienen que vadear para ir a la casa de los magos, no tenía el puente de rocas enormes que todos conocen.
Nadie habitaba en esa región, poblada por los elementos de la naturaleza.
Los humanos no habían llegado a estas playas y la aldea no existía.
Así, el lugar era un paraíso en el que reinaba la armonía.
Un gigante que poseía gran sabiduría, se alojaba en las cumbres.
Él podía ver a los seres del mundo inmaterial hablarles, recibir su amistad y brindarles amor.
Cuando bajaba al valle en busca de alimentos, los animales no le temían ya que sólo comía frutos que cargaba en sacos sobre sus hombros.
Nunca sentía frío y las huellas que dejaba en la nieve se veían desde lejos.
¡Tan grandes como eran!

Acá los niños pronunciaban un ¡OH! Y se conmovían.

Al caminar por las laderas, la tierra temblaba con sus pasos; como esto causaba derrumbes que dañaban los árboles, aprendió a andar despacio para evitarlos.
Su voz era un caudal de notas potentes y al cantar provocaba oleadas de vibraciones que sacudían la hondonada.
Entonces aprendió también a susurrar...
Cierta vez encontró una ninfa que lloraba a la orilla del río.
“¿Por qué gimes?” le preguntó.
“¡He perdido mi magia! ¡No puedo volar! ¡Los dioses me han castigado por ser tan vanidosa! ¿Pero qué culpa tengo de ser tan bella?”.
“¡Con seguridad que lo eres!” rió él.
Y su risa fue tan fuerte como un trueno.
“¡Debo cruzar el cauce y no puedo volar!”.
“¿Para qué tienes que pasar al otro lado?”.
“¡Mis hermanas me esperan para que asista a la fiesta en la que coronarán a la reina de la hermosura y seré yo!”.
“Puedo ayudarte, pero quiero que sepas que LO QUE ES HERMOSO EN TI, ES LA ESENCIA GENEROSA Y NOBLE QUE BRILLA EN TU INTERIOR”.
“¡Cómo puedo cruzar el río?”.
“¡Ah! Haremos un puente tan sólido que permanecerá milenios para que cuando lo mires, no olvides lo que termino de revelarte; me recordarás y recordarás lo que te he enseñado”.
“Bien. Comencemos. Te alcanzaré las piedras pequeñas y tú pondrás las más pesadas”.
Estuvieron días y días colocándolas y mirando cómo quedaban mejor para que el conjunto resultara espléndido y fuera agradable de ver, integrándose al paisaje.
Lo observaban desde lejos en la altura de la montaña, haciendo visera con las manos sobre los ojos.
Los últimos peñascos, macizos y voluminosos, los puso el hombretote:
“Hemos terminado. Ya puedes cruzar, amiga mía”.
“¿Sabes? ¡Es demasiado tarde! ¡La fiesta habrá terminado! ¡He perdido mi corona!”.
“Pero te quedaste para ayudarme y no te importó halagar tu vanidad. Aprendiste una valiosa lección”.
Para premiarla, los dioses le devolvieron la magia.


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