lunes

6.2 FELISBERTO HERNÁNDEZ


El 24 de noviembre de 1939, Onetti saludó con una pedrada fulgurante la segunda edición de Sombras sobre la tierra de Francisco Espínola, aunque aquí sugerimos entreleer a Periquito con muchísimo cuidado:

Es ya innecesario hablar de los valores literarios de esta novela. Pero queremos aprovechar este poco espacio para referirnos a dos virtudes del libro que nos parecen fundamentales y a las cuales todos los que tenemos irrazonadas esperanzas en el futuro literario del Uruguay debemos estar agradecidos: “Sombras sobre la tierra” demostró que era posible hacer una novela nuestra, profundamente nuestra, sin gauchos románticos ni caudillos épicos; y trajo hacia nosotros un clima poético, sin retórica, que emana de sus personajes y sus lugares, sin esfuerzo, revelando la esencia angélica de los miserables.
Evadida del naturalismo árido que la precediera, “Sombras sobre la tierra” avanza en un terreno de mayor riqueza, entre nieblas y actos desnudos, claro y misterioso terreno donde tiene lugar la aventura humana y su absurdo.
Sería estéril intentar fijar la obra de Espínola en nuestra literatura, paralizada, sin derroteros. Pero algún día, cuando sea posible tener una visión organizada de nuestras letras,“Sombras sobre la tierra” aparecerá como el más largo paso dado en su evolución y se nos mostrará como un recio tronco del que se desprendan nuevas y numerosas ramas; ramas que surgirán mañana, unas, y ramas cuya ascendencia no está hoy claramente evidenciada.


A más de sesenta años de esta valoración -y precisamente tratando de organizar una visión de nuestro proceso narrativo- es forzoso reconocer que Espínola, más allá de superar el naturalismo árido y los clisés nativistas del 900, no se desafió ni investigó como Felisberto Hernández para fundar una completud de andadura en la intemperie lingüística de su tiempo. Y es su genial gracia de profundidad, para hablarlo en Onetti, y no un replanteo radical de la tensión-condensación que exigía una estructura urobórica apta para ponerle el cascabel a una mediocridad todavía oficialmente asfixiante en este nuevo siglo, la que le otorga a media docena de sus cuentos y el caracú arquetípico de sus novelas, un vuelo liberador de la fatal retórica de los montajes-mensajes uniformizantes, anquilosantes y sobre todo cómodos.

Lo que es difícil perdonarle a Periquito el Aguador es el horrible agüero de las ramas que surgirán mañana y cuya ascendencia no está hoy claramente evidenciada, porque el peor de los popes que lideraron muy poco tiempo después a la generación ciega de nacimiento, la del 45, iba a ser Ángel Rama.

Y pensar que fue el tan tardío como imprescindible reflotamiento de El pozo -analizado por aquel figurón marchista que impulsó y difundió nada menos que a Felisberto y a Juan juntos en un tramo decisivo de nuestra autoidentificación sesentista- el clic que me catapultó para siempre hacia mi vocación narrativa a los 16 años.

Pero apenas viché el reverso del tesoro comprado en una librería de enfrente del IAVA con risita de conspirador esotérico, mi tempranísima formación torresgarciana me hizo vislumbrar que los guardianes de aquel semanario-templete donde el deus absconditus ya era el Che, no entendían nada de estética.

¿Cómo podía Ángel Rama, en la contratapa de la joya continental que Arca exhibía con vanidad arqueológica, decir que El pozo era un texto irremisiblemente ingenuo y equivocado, pero lleno de vida y de arte? Pero la tara del sociologismo, que en el ombligo del mundo padeció abanderadamente hasta el tigre Althusser, les prohibía comprender que la esencia del símbolo es irreductible a cualquier clarificación conceptual manipulable por la idea política o religiosa que pelea por conservar o conquistar el poder.
Y pensar que la solución la ofrecían genios bien mirados desde las izquierdas, y un solo artículo de Pavese o Bajtin es capaz de legitimar con total brillantez la especificidad inapelable del mito. Pero la barbarie inquisitorial es idéntica en cualquier época: con el mismo gestito con que el finísimo Felipe II descartó al Greco por no favorecer la comprensión popular de los santos ordenada por la Contrarreforma, Stalin mandó matar a Isaak Babel, que había integrado los escuadrones ecuestres de cosacos de Lenin y afilado un fraseo más relampagueante que el del propio Hemingway.

Pobre Juan, pienso ahora. Y todavía tiene que haberse alegrado con la despreciativa reivindicación del paranoico Linacero. Claro que el imperator la pasó mucho peor. Y todavía va a seguir padeciendo el ninguneo popular y el reconocimiento regañadientudo de los sabios que no saben nada, quién sabe por cuánto tiempo. Pero calavera no chilla.



No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+