por Rafael Narbona
La pedagogía y la
literatura parecen incompatibles. Sin embargo, Homero, Píndaro,
Arquíloco y los grandes trágicos (Esquilo, Sófocles, Eurípides) utilizaron la
poesía y el teatro para transmitir una determinada idea de la cultura.
Homero fue el educador de los pueblos de la Hélade, a los que hoy llamamos
griegos. La llíada y la Odisea inculcaron una
constelación de valores en sucesivas generaciones, incitando al valor, la
prudencia, el ingenio, el honor, la fidelidad. Dejemos de lado las polémicas
sobre la identidad de Homero, quizás una mera leyenda que encubre la autoría
colectiva de dos poemas separados por un siglo. Quedémonos tan solo con que fue
un gran poeta y un gran educador. No es posible deslindar esas facetas, sin
desfigurar su actividad creadora. Podemos decir algo semejante de Esquilo,
Sófocles y Eurípides, que plantearon –entre otros dilemas- el conflicto entre
la moral privada y las obligaciones ciudadanas. La conmovedora historia de
Antígona, que sepulta el cadáver de su hermano Polinices, desafiando a Creonte,
rey de Tebas, sigue atrayendo poderosamente la atención casi dos mil quinientos
años después. ¿Quién no piensa que el afecto a un ser querido está por encima
de la ley? Edward Morgan Foster afirmaba que si tuviera que elegir entre
traicionar a su patria y traicionar a un amigo, escogería traicionar a su
patria. Las historias de Prometeo y Medea también nos continúan planteado
agudos dilemas. ¿Acaso no hemos sentido alguna vez que el anhelo de poder o
venganza ofuscada nuestra razón? ¿Quién no ha experimentado alguna vez una ira
ciega o una ambición insensata, olvidando las objeciones morales?
Los clásicos griegos se habrían quedado muy desconcertados si hubieran conocido la doctrina del arte por el arte. Supuestamente, esa teoría emancipó a la creación literaria de servidumbres morales, pero lo cierto es que la exaltación del arte por el arte no es una filigrana amoral. Simplemente, expresa otra moralidad, según la cual la vida solo se justifica como fenómeno estético. Esa perspectiva atribuye a la forma una trascendencia paradójica, pues si la existencia solo es juego y devenir, una obra es tan efímera y frágil como una pompa de jabón. ¿Por qué atribuirle importancia si su destino es desaparecer sin dejar huella?
Al igual que los poemas homéricos, la Comedia de Dante
es una obra con una intensa vocación pedagógica. Dante es un poeta y
un maestro. Sus tercetos endecasílabos en bellísimo toscano no se limitan a
encadenar imágenes o tejer metáforas, puliendo las palabras hasta obtener su
tono más arrebatador. Su intención última es averiguar el camino de la
salvación. En nuestra época descreída, esa intención se menosprecia o se pasa
por alto, alegando que la mentalidad del siglo XIV aún chapoteaba en el cieno
de la superstición, pero lo cierto es que la Comedia perdería
su hondura si quedara reducida a meros hallazgos verbales o a un asombroso
ejercicio de la imaginación, capaz de describir regiones inexistentes. Dante
no pretende cartografiar el más allá, sino interpretar su época y clarificar el
sentido de la existencia. Su descenso al Infierno intenta mostrar la
impotencia del ser humano cuando sucumbe a la lujuria, la pereza, la ira, la
avaricia o la violencia. Los suplicios de los que se dejaron arrastrar por
estas pasiones solo son escenificaciones de las tempestades acontecidas en el
interior de la conciencia. Los castigos que narra Dante no son fantasías
barrocas, sino representaciones simbólicas de la infelicidad que produce el
mal. El júbilo que inunda el Paraíso muestra la dicha que se desprende de
actuar de forma ética, sin transigir con las penumbras que nos acechan. Dante
es el poeta de la esperanza, el educador de una humanidad desbordada por las
pasiones, el maestro que aplaca los impulsos dañinos y desordenados.
Su Comedia es una pedagogía de la vida, una lección de amor
que encauza nuestra sed de absoluto.
Como Dante, Shakespeare no se conformaba con entretener. Sus obras de
teatro y sus sonetos reflexionan sobre el poder, el amor, la traición, la
templanza, los celos, la lealtad, el mal. Macbeth nos muestra
el abismo por el que se despeñan los traidores. El asesinato del rey Duncan
abre las puertas del infierno, reduciendo la existencia a un vendaval de
furia. Otelo nos revela que los celos no nacen del amor, sino
de la posesividad y por eso prefieren la muerte del ser amado a la posibilidad
de la pérdida. Hamlet nos enseña que concebir la vida como una
sombra o una ficción paraliza nuestra capacidad de decidir, sumiéndonos en la
angustia existencial. Shakespeare es un humanista acosado por la
melancolía. Su sensibilidad mórbida y crepuscular nos adentra en los páramos
del nihilismo. Embriagado por la tristeza, nos advierte que la felicidad no es
algo sobrevenido, sino un imperativo ético que nos saca de la apatía.
Shakespeare dedicó mucho tiempo a explorar el tema del mal, construyendo
personajes inolvidables: Ricardo III, lady Macbeth, las hijas desleales del rey
Lear, Cayo Casio, Calibán. Todos acaban sus días de forma trágica o indigna. No
son castigados por la providencia, sino por la misma perversidad de sus
acciones, que se revuelven contra ellos. La pedagogía de Shakespeare invita a
obrar el bien, pero advierte que ser justo no conduce necesariamente a la
felicidad. Monarcas ecuánimes, inocentes doncellas, hijos que honran a sus
padres, jóvenes amantes, vasallos leales, mueren de forma cruenta y vejatoria.
Cuando se sufre injustamente y no hay forma de evitarlo, solo cabe afrontar la
desdicha con entereza. Es la única alternativa que no pueden arrebatarnos. Shakespeare
parece ajeno a la moral cristiana. Su filosofía está más cerca del estoicismo,
quizás porque vivió una época de guerras y epidemias, donde la muerte imponía
un tributo desmesurado.
Cervantes tal vez inició el Quijote con el simple
propósito de entretener, pero enseguida trascendió ese horizonte. Viejo, pobre y
fracasado, había renunciado a sus ambiciones de juventud. El humor se perfilaba
como el único refugio donde cabía cobijarse, sin caer en la hiel del
desengaño. Cervantes empezó a escribir hilando bufonadas, pero
enseguida surgió esa mirada humanista de inspiración erasmista que impregna
toda su obra. A diferencia de Shakespeare, su contemporáneo y, en algunos
aspectos, su espejo, Cervantes sí es un cristiano convencido. Se aflige con el
dolor de los más vulnerables y piensa que el cielo algún día reparará los
agravios, reconfortando a los inocentes y castigando a los réprobos. A lo largo
del Quijote, Cervantes reflexiona sobre los clásicos griegos y
latinos, el buen gobierno, la honra, la amistad, el amor, la poesía, la
historia. Su sabiduría, serena y nada superficial, descansa sobre una enseñanza
amarga: el idealismo está abocado al fracaso. La realidad siempre
derrota a los sueños. Sin la perspectiva de la justicia ultraterrena,
Cervantes quizás se habría dejado arrastrar por el pesimismo.
Los clásicos son nuestros maestros. Por utilizar una expresión de George
Steiner, podemos decir que su magisterio es “la alegoría del saber
desinteresado”. A pesar de los reparos que nos suscita la pedagogía cuando la
vinculamos a la literatura, sería ingrato no reconocer que durante siglos los
escritores han sido los educadores de la humanidad. ¿Podemos aventurar que los
autores de hoy han renunciado a esa tarea? Pienso que no. Quizás son más
individualistas, pero siguen alumbrando reflexiones que sirven de paradigma
moral. Citaré solo tres casos, tres autores que ya pertenecen a la selecta
galería de los clásicos. Coetzee ha dedicado su obra a reparar las heridas que
abrió en el apartheid en Sudáfrica y ha denunciado la crueldad del hombre con
el resto de las especies. Sebald ha meditado sobre la Shoah en sus libros,
mitad novela, mitad ensayo, abordando aspectos poco comentados de esa tragedia,
como el sufrimiento del pueblo alemán, cuya complicidad con el régimen nazi
hizo que nadie lamentara los salvajes bombardeos de los aliados, ni los
desplazamientos forzosos de la posguerra. En su última novela, Tomás
Nevinson, Javier Marías plantea el dilema de cómo deben responder los
gobiernos democráticos al desafío del terrorismo. ¿Es lícito matar al que ha
destruido vidas inocentes para imponer una idea? ¿Es el hombre verdaderamente
libre o se deja arrastrar por el torrente de la historia? ¿Podemos vivir al
margen de los problemas morales o siempre acaban atrapándonos, obligándonos a
adoptar al menos una posición de aquiescencia o repudio?
Los grandes escritores de hoy no han abandonado ese propósito pedagógico que advertimos en Homero, Dante, Shakespeare o Cervantes, pero como sus egregios predecesores evitan el moralismo explícito. Sus enseñanzas están hábilmente mezcladas con los hechos que relatan, componiendo un tapiz sin estridentes contrastes que afecten al equilibrio del conjunto. Pienso que la literatura es un hecho moral y estético. Busca la verdad y la belleza. Primo Levi, Wolfgang Koeppen, Virginia Woolf o Michel Tournier, por citar a un puñado de maestros modernos, han cumplido una función similar a la de Homero, promoviendo valores que han considerado apropiados para nuestro tiempo, como la libertad, la solidaridad, la igualdad entre clases y sexos, el espíritu crítico o la memoria de las víctimas. Pocos autores de genio han cantado a la guerra, el individualismo o el desprecio por la inocencia. Cuando leemos Tempestades de acero, de Ernst Jünger, Los sótanos del Vaticano, de André Gide, o Madrid, de corte a cheka, de Agustín de Foxá, admiramos su perfección formal, pero sentimos frío en el alma. Personalmente, reivindico el magisterio de Galdós, Gabriel Miró y Miguel Delibes. Cada vez que me adentro en sus libros, pienso que el ser humano, imperfecto y a veces miserable, merece ser celebrado, pues ha inventado la literatura, un taller que nos ayuda a educar nuestras emociones y exorcizar nuestros demonios.
(EL CULTURAL / 14-12-2021)
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