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IGNACIO ECHEVARRÍA O EL CONTAGIO ENTUSIASTA DE LA LECTURA

 

por Esther Peñas 

 

La autoridad es un territorio del que se ha desterrado no solo al maestro, al médico, a nuestros mayores, también al crítico. Cualquiera de nosotros está autorizado a emitir un juicio sumarísimo a propósito del asunto más peregrino o especializado. En un extraño juego circense, la opinión ha desplazado a la persona que la articula y exige ser respetada como sujeto digno de derecho, por famélica de sentido que resulte la opinión en sí.

 

¿Quién no está autorizado a decir que tal o cual libro no está autorizado a decir que tal o cual libro es necesarioimprescindibleúnicodescarnado…? Da igual el bagaje y la arquitectura cultural, se dice y punto. Y tú, querido crítico, que llevas entrenando el instinto lector durante años, que has conformado con tus lecturas un mapa lo suficientemente generoso y extenso como para no perderte en casi ningún territorio, a santo de qué llegas con tu descaro de profeta a decirme si un libro es o no excelso, mediocre, tramposo, digno.

 

El discurso se sentimentaliza, y si se argumenta la calidad de un texto y la conclusión no es luminosa, o sí, pero con matices, o no pero de manera justificada, el autor o sus acólitos se convierten en seres muy irascibles que exigen hoguera, fuego purificador, para que el crítico expíe el pecado de exponer su criterio, conocedor de que, como dijera Balmes, «la lectura es como el alimento; el provecho no está en proporción de lo que se come, sino de los que se digiere».

 

Y de entre los críticos con los que estamos en deuda, Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960). Su recién florilegio de autores extranjeros, El nivel alcanzado (Debate), cierra una tríada que comenzó con Trayectos, dedicado a la narrativa española, y continuó con Desvíos, que atendía a las voces narrativas de Hispanoamérica. Desde luego, esta entrega vuelve a demostrar, con cierta humildad, qué nivel se ha alcanzado (la imagen del título es de uno de los custodios literarios de Echevarría, Musil). Basta zascandilear por estos 36 textos que componen la primera parte del volumen (escritos más breves, bien de libros, bien de autores, cada uno con su posdata) o entregarse a cualquiera de los trabajos más extensos que disponen la segunda, en su mayoría prólogos o conferencias, y que incluyen dos piezas inéditas, una sobre Viaje al fin de la noche de Céline (‘Una disección’) y otra sobre Iris Murdoc (‘Iris Murdoch y la máquina del amor’). Espléndido, por cierto, el prólogo del escritor y editor Andreu Jaume, más estudio preliminar que saluda.

 

Sin aspirar a convertirse en canon personal (aunque los autores recogidos están en la constelación que habita; algunos de hecho son figuras tutelares del crítico, como Kafka, Canetti o Benjamin), mucho menos a clausurar un ciclo de lecturas (el nivel alcanzado nos permite saber que toda selección es un error), estas notas están escritas con la soltura, vehemencia y el vuelo de quien no aspiró nunca a ser escritor, lo cual le exime del tono académico, plúmbeo o resentido.  

 

Escribe Echevarría desde un lugar que no es exactamente el del yo, como sucede a algunos poetas, y siempre desde el cigüeñal que nivela la opinión y la información, sabiendo que la crítica tiene naturaleza propia, dúctil, lábil, emancipada, y se desprende, además, de estas piezas cierta fruición que responde a que estos escritos sirvieron durante años a modo de consuelo (de «desagravio» estuvo a punto de apostillar el propio Ignacio en su nota) mientras alumbraba esas otras críticas de títulos patrios que tantos sinsabores le trajeron.

 

Recala en Kipling, en Thomas Mann, en Coetzee; también en otros autores menos populares en estas tierras como Manganelli o Julien Gracq e incluso en nombres «peligrosos» como Jünger (fascinante la crítica a propósito de El libro del reloj de arena). Con aplomo y distancia (podría decirse incluso que por momentos es frío, como ciertos terapeutas lacanianos), estas críticas nos recuerdan aquello que habíamos olvidado, nos apuntan perspectivas que se nos escaparon al leer los libros de los que hablan, traduce en palabras intuiciones lectoras que tuvimos. Nos enseñan. Nos dan sed. Son generosamente exactas en su disección. Sin que se le presuponga una infalibilidad que no asume ni se espera.  

 

Eso sí, no busque el lector lecturas de ensayo, teatro, poesía. Ignacio se asentó en las lindes de la novela. Lo cual es otro rasgo de autenticidad. ¿Qué se opina de los que opinan sobre cualquier asunto, llámense tertulianos, si procede? Echevarría sería, en todo caso, invitado de La Clave, un especialista en narrativa.

 

No hay suspicacia que socave el principio de autoridad de según quién firme la pieza. Desde luego, no la hay ante Ignacio Echevarría, dado el nivel alcanzado

  

Ignacio Echevarría, El nivel alcanzado. Notas sobre libros y autores extranjeros, Barcelona, Debate, 2021.


Escrito en Sólo Digital Turia por 

Esther Peñas

(turia)

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