jueves

EL OLVIDO QUE SEREMOS

 

por Luis Suárez Mariño

 

El afán de muchos progenitores por llevar a sus hijos lo más lejos posible en la vida, aunque eso implique someterlos a retos excesivos para su edad, desemboca en una exigencia que acaba por romperlos emocionalmente y generando una frustración insalvable. ¿Acaso podrán recordar su infancia como un periodo (in)feliz?

   

Ya somos el olvido que seremos.

El polvo elemental que nos ignora

y que fue el rojo Adán y que es ahora

todos los hombres, y que no veremos.

Ya somos en la tumba las dos fechas

del principio y el término. La caja,

la obscena corrupción y la mortaja,

los triunfos de la muerte, y las endechas.

No soy el insensato que se aferra

al mágico sonido de su nombre.

Pienso con esperanza en aquel hombre

que no sabrá que fui sobre la tierra.

Bajo el indiferente azul del cielo,

esta meditación es un consuelo.

 

Jorge Luis Borges.

 

Conversando este verano con unos amigos, también padres pendientes y observadores atentos del camino por el que transitan sus hijos, salió a colación el documental The most beautiful boy in the world, dirigida por Kristian Petri y Kristina Lindstrom –presentada este año en el festival de Sundance– que cuenta la historia de Björn Andrésen, quien encarnase al bello adolescente, Tadzio, en la película de Luchino Visconti Muerte en Venecia. En él, ya con 70 años, describe lo que fue una traumatizante experiencia de la fama que desembocó, pasado el tiempo, en el sentimiento de una vida robada por esa imagen icónica de ‘bello Adonis’, pero entre el alcoholismo y la desesperación.

 

La historia de Andrésen, que tiene su origen en el empeño de su abuela materna porque el niño fuera actor, no es distinta a la de tantos pequeños que son impulsados (con buena intención) por sus progenitores a superar retos excesivos para su edad, bien sea en el ámbito deportivo, el de las artes o el intelectual. Esa superación constante y exigente no es gratuita, sino que conlleva innumerables sacrificios por parte de los padres, pero sobre todo por parte de los menores, cuyos gustos casi nunca son tenidos en cuenta cuando se les somete a una exigencia y a un estrés impropio para su edad.

 

Parte de ellos alcanza la meta deseada por sus padres –muchos de ellos quieren ver en sus hijos triunfadores la superación de algunas frustraciones personales–, pero el coste de esa gloria para los menores supone, no pocas veces, un lastre para su realización personal que no les permita, a pesar del éxito, hacerse con la felicidad a la que todo ser humano aspira. Eso en el caso de los que llegan porque, para la mayoría que no llega, el esfuerzo puede ser además una fuente de frustración, y por descontado, de infelicidad.

 

Alguien en la conversación hizo mención a la historia que acababa de ver en el cine: El olvido que seremos, dirigida por Fernando Trueba y basada en el libro homónimo de Héctor Abad Faciolince. Antes de ver la película, decidí leer el libro, uno que ahora tiene primera línea en mi biblioteca y que con Vargas Llosa reconozco como «la más apasionante experiencia de lector de mis último años». Aunque no llegó al punto, como le sucedió a Manuel Rivas, de «alterar mi reloj biológico», sí me dejó un poso imperecedero sobre cómo debe entenderse y expresarse la sinceridad de la vida, el amor filial y la defensa de los valores ciudadanos. Es una historia que te lleva en volandas página tras página y que, además de hacer (a veces) llorar por la crudeza de los hechos que te envuelven, invita a reflexionar sobre lo que es verdaderamente importante de inculcar y transmitir a nuestros hijos.

 

El olvido que seremos trata la relación de Héctor Abad Faciolince con su padre, Héctor Abad Gómez, médico, profesor universitario y articulista que, sin militancia política alguna –algunos lo han tachado de marxista y, otros, de burgués– se caracterizó por su lucha en defensa de los derechos sociales y de la libertad, cuya violación en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX denunció públicamente, motivo por el que murió asesinado en Medellín en 1987 cuando iba a dar un pésame. Llevaba en el bolso de su chaqueta el poema de Borges que daba comienzo a esta pieza.

 

El libro comienza con una confesión extremada: «El niño, yo, amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Más que a Dios. Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí a mi papá». Pero este amor filial –más propio de los hijos hacia sus madres pues, al menos en Colombia, como en otros países, las muestras de cariño entre padres e hijos son más contenidas (así lo reconoce el propio escritor)– tiene como base el amor incondicional del propio padre padre – «todo lo mío es tuyo, coge lo que necesites»–.

 

En un cuaderno de apuntes que Abad Faciolince recogió después del asesinato –Manual de Tolerancia–, su padre había escrito «si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad». Desde luego, Héctor (padre) consiguió su objetivo, porque, como reconoce su hijo, «ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres». «Sin ese amor yo hubiera sido menos feliz».

 

Ese amor incondicional se concretaba en la confianza absoluta del padre en su hijo y en el respeto tolerante a su crecimiento personal, como muestra, por ejemplo, el hecho de que durante un año, que Héctor (padre) fue consejero cultural en la embajada de México, Abad, con 19 años, le acompañó «sin ningún objetivo académico ni laboral» –y tampoco reproche alguno de su padre– todas las mañanas en la casa de Ivan Restrepo, leyendo «con una pasión y una concentración que quizá nunca he vuelto a sentir con ninguna lectura» los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, que marcarían su vida como lector y como escritor. La evidencia la encontramos en los temas que trata en El olvido que seremos, tan análogos a lo que Proust tratara en los siete volúmenes de Recherche: el paso inexorable del tiempo, la enfermedad, la muerte, las clases sociales, la sexualidad, la literatura, la política y la guerra.

 

Esa confianza absoluta en el hijo la demostró siempre Héctor (padre), pues «sin haber leído un cuento, ni mucho menos un libro mío, a todo el mundo le decía que yo era escritor, aunque me diera rabia que diera por hecho lo que era solo un sueño». Y junto a la plena confianza y las muestras de amor incondicional, el respeto tolerante al desarrollo del hijo en todas las facetas y el empeño en inculcarle el amor a la belleza.

 

Del respeto tolerante, el libro deja más de una muestra, pues siendo el padre crítico con la Iglesia dejó que su hijo descubriera por sí mismo en lo que creía (o no) sin interferir en influencias como el ambiente religioso de la casa familiar o la fe de su esposa. Respeto tolerante. De adolescente, Héctor le confiesa a su padre ciertas dudas sobre su orientación sexual y él le aconseja que el tiempo lo resolverá, asegurándole que, en cualquier caso, su amor incondicional seguirá intacto. Respeto tolerante, en fin, a la intimidad del hijo, a lo que solo él sabe de sí mismo y quiere mantener oculto; respeto también a lo que incluso está oculto para todo el mundo, para los demás y para él mismo.

 

También el padre quiso mantener ciertos secretos sobre su intimidad, y el hijo supo respetarlos siendo callado testigo: «No confesiones y franquezas brutales, que suelen ser más un peso para los hijos que un alivio para los padres, sino pequeños síntomas y signos que dejaban entrar rayos de luz en sus zonas de sombra, en la caja oculta de nuestra conciencia».

 

Rememora Héctor el momento en el que su padre le invitó por tercera vez a ver la película de Visconti, Muerte en Venecia. «La primera vez que la vi –le aseguró el padre– solo me impresionó la forma. La última vez entendí su esencia, su fondo. Lo comentaremos esta noche». No la comentaron porque «quizá había algo que yo no quería entender a mis diecisiete años», confiesa Héctor (hijo). Un decenio más tarde, tras la muerte de su padre, y al escarbar en sus cajones llegó a comprender lo que su padre quería: no era otra cosa «que yo entendiera y sintiera todo el esfuerzo, el trabajo, la angustia, el aislamiento, la soledad y el intenso dolor que la vida exige a quien escoge el difícil camino de crear belleza».

 

Precisamente, el esfuerzo artístico de alcanzar la belleza es el que eligió Thomas Mann al escribir ese pequeño libro y representar la belleza no en una muchacha, sino en un joven, a fin de que los lectores no crean que la atracción del protagonista es algo más que una atracción sexual: Luchino Visconti, al dirigir la película y elegir entre cientos de muchachos a Björn Andrésen para encarnar el personaje de Tadzio; Gustav Mahler al componer el adagietto de la Quinta Sinfonía, elegida por Visconti para la película; y también el propio Héctor Abad Faciolince, no solo por escribir tan sincero y bello, sino por enseñarnos además de los valores fundamentales que debemos transmitir a nuestros hijos, que al final solo el amor incondicional que hayamos dado y las obras bellas que hayamos realizado permanecerán más allá del olvido que seremos.


(ethic / 6-8-2021)

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