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A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (67) - MARYSE RENAUD

 Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola 

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

 

I RITUALES Y SOCIEDAD (I)

 

Los personajes de Juan Carlos Onetti encontrarán en su imaginación las principales respuestas a la mediocridad de la vida cotidiana y las desilusiones de la Historia. Los grandes sueños del Siglo de las Luces y las construcciones utópicas tienden a degenerar -tal cual lo hemos comprobado tanto en Buenos Aires como en Santa María: el mito del lugar cerrado y paradisíaco o la isla de la felicidad se desmorona junto a la utopía fourierista y el mito revolucionario. El descrédito o el suicidio de sus representantes -Marcos Bergner, creador del falansterio “sanmariano”, Barthé y Llarvi, respectivos defensores del socialismo y el marxismo- repercutirá negativamente sobre la validez de los sistemas propuestos.

 

Pero más allá de expresar la falta de credibilidad del fourierismo o el marxismo, las obras de Juan Carlos Onetti tenderían al rechazo de toda ideología. Este recelo demostrado frente a cualquier sistema filosófico, económico o social -ya perceptible en 1939 en un texto juvenil, El pozo-, se acrecentará en obras posteriores como El astillero, Juntacadáveres e incluso en relatos como Para una tumba sin nombre o La novia robada, aparentemente ajenos a todo debate ideológico. Y es precisamente esta declinación de las ideologías lo que provocará la expansión de lo imaginario en las obras onettianas. Estructuralmente ligado al fracaso del pensamiento sistemático, lo imaginario representará la libertad de una vida sin trabas, capaz de transgredir el estancado orden social. Este cuestionamiento de la validez de toda búsqueda conceptual y analítica propondrá, por oposición, a la irrupción ingobernable de la imagen.

 

Así, pues, la búsqueda de la identidad, que parecía condenada a empantanarse entre una fatigante reiteración de fracasos colectivos, comienza a ser reactivada.

 

Desapegándose lentamente de una colectividad percibida como una simple yuxtaposición de soledades, el individuo, parámetro fundamental de la producción novelesca onettiana, afirmará su especificidad. Se tratará de un héroe solitario, deliberadamente aislado de la sociedad u objetivamente rechazado por ella. Ya en los textos de los años treinta -El pozo, Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo, El obstáculo y El posible Baldi-, comienza lo que será un largo desfile de personajes ajenos al mundo y a sí mismos. Desorientados, marginados y desclasados como Eladio Linacero en El pozo, incómodos en el universo fragmentado e inestable de la gran ciudad, cada cual buscará su manera de rehuir a ese entorno opresivo. Esta aparente escapatoria de los héroes onettianos será de hecho constructiva, al revestir frecuentemente la forma de una evasión onírica y transgresora que permite al soñador asumir sus propias contradicciones y soportar el mundo. Pero esta intensa y ostensible actividad, sobre la que volveremos en su momento, va acompañada a menudo por otra práctica no menos transgresora, a pesar de las apariencias: la prolongación falsamente escrupulosa de los rituales.

 

El lugar y el tratamiento reservados a los rituales constituirá, en efecto, uno de los elementos más insólitos de las ficciones onettianas. Muy deliberadamente, el escritor va desplegando toda una serie de prácticas sociales, religiosas o profanas, cuya sola descripción ya constituye una preparación para la futura inversión de los signos. Así, los principales héroes de Juan Carlos Onetti suelen comenzar adaptándose con docilidad a ciertos moldes rígidos e impersonales que imponen la tradición y el sentido común. Tal es el caso de Larsen, cuando vuelve a Santa María y hace su ostentosa aparición en la misa dominical, intentando reconquistar la estima ciudadana:

 

Entonces, era un domingo, todos los vimos en la vereda de la iglesia, cuando terminaba la misa de once, artero, viejo y empolvado, con su diminuto ramo de violetas que apoyaba contra el corazón. Vimos a la hija de Jeremías Petrus -única, idiota, soltera- pasar frente a Larsen, arrastrando al padre feroz y giboso, casi sonreír a las violetas, parpadear con terror y deslumbramiento, inclinar hacia el suelo, un paso después, la boca en trompa, los inquietos ojos que parecían bizcos (1)

 

Y así sucederá también con Goerdel, imagen emblemática del fariseísmo, que finge con habilidad y sobre todo con puntual constancia un fervor destinado a conmover al cura Bergner, su protector y cómplice:

 

En el pasillo, siempre oloroso a humedad y ausencia, incrustado en el muro, apenas iluminado por una fosforecencia verdosa, protegido por la ayuda ambivalente de un vidrio, había un sangrante Jesucristo de cera clavado en la cruz. Bajo la luz de luciérnaga también podía leerse un poema de autor anónimo. Cuatro líneas sobre un papel ocre y ondulante:

Tú que pasas, miramé.

Ay, hijo, qué mal me pagas

Cuenta si puedes mis llagas

La sangre que derramé.

Y allí en camisón y arrodillado, golpeándose el pecho para acompañar el llanto, Augusto Goerdel.

“Debe hacerlo todas las madrugadas -pensó Bergner-; sudoroso o helado, tenaz y puntual, apostando sobre la ley de probabilidades, seguro de que alguna vez tendré que verlo, sorprenderlo en su pieza de bravura y creer en él. Mi pobre idiota hipócrita. Mi hermano.” (2)

 

Notas 

(1) El astillero, Santa María I, pp. 13-14.

(2) La muerte y la niña, Cap. 3, pp. 34-35.

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