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OLGA AMARÍS “ARENDT Y ZAMBRANO TIENEN MUCHO QUE ENSEÑAR A LOS CIUDADANOS DEL SIGLO XXI”


por Amalia Mosquera 

La filósofa Olga Amarís Duarte crea en el libro Una poética del exilio. Hannah Arendt y María Zambrano un diálogo fructífero entre el pensamiento de estas dos autoras cuyos caminos se cruzaron en muchas ocasiones. Amarís nos acerca a la historia de estas dos grandes pensadoras del siglo XX que nunca llegaron a conocerse personalmente, pero que estuvieron unidas por la profunda experiencia del exilio.

La gran novedad que aporta este libro de Olga Amarís Duarte, publicado por Herder Editorial, es el acercamiento de las filosofías de estas dos mujeres, alejadas pero paralelas en su deseo por estirar los límites de la razón más allá de lo aceptado por los cánones establecidos. En esta doble biografía, además, Amarís nos descubre aspectos nunca hasta ahora explorados de Zambrano y de Arendt.

Olga Amarís Duarte (Madrid, 1979), autora de Una poética del exilio. Hannah Arendt y María Zambrano, es doctora en Filosofía, traductora y autora de diversos artículos de investigación académica. Ha estudiado en la Universidad Complutense de Madrid y en la Universidad Ludwig Maximilian de Múnich e hizo su tesis doctoral sobre el exilio de Hannah Arendt y de María Zambrano. Hablamos con ella sobre estas dos pensadoras que nunca se conocieron personalmente, pero que tenían muchas cosas en común además de la filosofía.

¿Por qué cree que el pensamiento de Hannah Arendt y de María Zambrano puede interesar hoy? ¿Qué pueden aportar a quien se acerque a ellas en el siglo XXI?

Considero que ambas, cada una a su manera, tienen todavía mucho que enseñarnos a los ciudadanos del siglo XXI. Es más, creo que la lectura de su obra puede servirnos de guía, ahora que esa figura está tan desprestigiada, para hacerle frente a los grandes retos de nuestra época. Nos sorprenderá, sobre todo, comprobar que nuestros males no han cambiado tanto respecto a los grandes conflictos con los que ellas tuvieron que lidiar. Tal vez se presenten en una forma disímil, pero siguen siendo los mismos: las migraciones forzadas, las ideologías totalizantes, el miedo a lo extraño en sus diferentes manifestaciones, la injusticia contra el débil y la lucha por la defensa del pensamiento libre. Ahí justo incidiría yo: en el mantenimiento de un pensamiento crítico.

En una era tan mediatizada como la nuestra, y con unos planes de estudio que no consideran la educación del espíritu reflexivo, resulta muy fácil caer en ideologías nefastas que nieguen los derechos básicos de ciertas personas. La lección más importante que tanto Arendt como Zambrano pueden darnos es, precisamente, esa necesidad de mantener alerta los mecanismos de reflexión y no claudicar, ante el miedo, en una obediencia irreflexiva o en soluciones escapistas. Hay en sus obras un llamamiento muy actual a pensar y repensar lo que nos rodea, a no aceptar porque sí aquellas posturas que anteponen la idea a la persona. De igual importancia, en estos tiempos en los que la aceptación de la diferencia se está convirtiendo, de forma inconsciente, en un adiestramiento, es la filosofía del quiasmo que ambas proponen, permitiendo pensar la diferencia tal y como es, sin disolverla ni domesticarla. Para ambas autoras, la figura del Otro es una promesa, pero también un misterio que no requiere desciframiento, sino aceptación incondicional.

Arendt y Zambrano nunca coincidieron en el mismo espacio al mismo tiempo, nunca se encontraron físicamente, no llegaron a conocerse en persona. ¿Qué le ha llevado a usted a unirlas en su libro Una poética del exilio. Hannah Arendt y María Zambrano?

Esa es una pregunta inevitable, que yo misma me he hecho en varias ocasiones. A veces para excusar la licencia histórica y otras, simplemente, para darle un sentido a todo el andamiaje del libro. Entre las muchas razones que he podido dilucidar, la más acertada es, de forma paradójica, la más disparatada. Fueron ellas, Arendt y Zambrano, las que se eligieron como contertulias. Yo, simplemente, dejé que hablaran y que fuesen entretejiendo todos los temas que configuran sus obras. Los cruces de camino de sus pensamientos son múltiples, por lo que la conversación surgió fluida y amena. A menudo se quitaban la palabra la una a la otra y se sorprendían de haber pensado lo mismo en circunstancias tan distintas en apariencia. Es cierto que el tono reflexivo de cada una es muy dispar. En Arendt prima esa palabra clara y unívoca de la política, mientras que en Zambrano es más cimbreante, con abundantes connotaciones poéticas, lindando a la mística. No puedo decir que hayan acabado haciéndose amigas, pero sí tengo el convencimiento de que han empezado a admirarse la una a la otra.

Explica en el libro que el exilio supone la tragedia de individuos que tienen que sufrir en la propia corporeidad la sustracción del andamiaje que configura una vida digna. María Zambrano y Hannah Arendt lo vivieron en su propia piel, y ese es seguramente su gran punto en común. ¿Cómo les influyó este hecho en su pensamiento y su obra?

El exilio es la piedra de toque en el discurso de ambas autoras. No en vano, se convierte en una categoría intelectiva a la que ambas volverán en sus obras una y otra vez. Quien se acerque a estas dos brillantes mujeres se dará de bruces con un pensamiento sobre el exilio, en el exilio y exiliado, a su vez, de escuelas, de maestros y del canon de rigor. Este exilio, que en un inicio cobra la forma de un desgarro forzado, con el paso del tiempo se irá convirtiendo en un hábito, en una forma de estar y de comprenderse frente al mundo. La obligación se transmuta en una posibilidad de emancipación.

Zambrano, en Ortega y Gasset, filósofo español, confiesa que dejó tras de sí los apuntes del maestro, llevándose tan solo la Ética de Spinoza, otro desterrado de la filosofía. Creo que es un gesto bastante clarividente de lo que va a ser esa razón poética tan inclasificable. También Arendt se lleva una carpeta con sus poemas, sus diarios, aquel relato autobiográfico tan inquietante titulado Sombras y la primera parte de la biografía de Rahel Varnhagen. Es decir, en el precario equipaje del exilio solo tiene cabida la propia obra.

Podría conjeturarse que el exilio se convierte para Arendt y para Zambrano en el refugio desde el cual les fue posible ejercitar un acto reflexivo muy íntimo, del más allá, tan propio del desierto, de un ir a contracorriente sin temor a las barandillas. Desarraigadas en esencia, se sintieron también más libres para permitirse ciertas licencias y llegar a aquello que ellas tanto estimaron: la unión del pensamiento con la vida.

María Zambrano dijo: «Yo no concibo mi vida sin el exilio; ha sido como mi patria, o como una dimensión de una patria desconocida». El destierro como tierra propia… La paradójica idea del exilio como patria en sí mismo resulta a la vez conmovedora y «aliviadora»… ¿Lo vivió así Zambrano? Tras su vuelta a España, escribió: «Los cuarenta años de exilio no me los puede devolver nadie, lo cual hace más hermosa la ausencia de rencor».

Sí, es cierto que mucho se ha dicho sobre el regreso o no regreso de María Zambrano. Ella misma siempre fue ambigua al respecto, dejando abierto un espacio con tres vértices (España, el exilio y la propia obra) entre los cuales pende aquello tan indefinible como es la «patria». A mí me gusta proponer, porque creo que a Zambrano también le hubiese gustado, el neologismo de «matria» pergeñado por otra exiliada, Hilde Domin. La matria para Zambrano no es geográfica, sino que se configura a modo de un reencuentro con el origen, con ese sentimiento entrañal que tan bien experimentó en las islas de Cuba y de Puerto Rico, países más que extraños, entrañados.

Yo diría que el regreso de Zambrano a España en 1984 fue motivado, sobre todo, por la precariedad financiera en la que se encontraba. En otras palabras, no vuelve convencida del todo. En una entrevista concedida a un canal de televisión nacional, la filósofa malagueña confiesa que regresa a morir «a madre», a contar su historia y porque un grupo de jóvenes de la nueva España la requieren. Zambrano sabe de sobra que no regresa al lugar que dejó, tampoco al que soñó en el exilio, sino a un país recién estrenado que está probando a ser de una forma distinta.

Es consciente en todo momento de los riesgos que conlleva este regreso. Entre ellos, el que más teme: una amnesia disfrazada de amnistía. Tal vez por ello, para mantenerse en un suelo más seguro, asegurará hasta el final de sus días que su patria es el exilio. Lo que es evidente es que Zambrano es una habitante de ese espacio intermedio que se abre entre el aquí y el allá, entre el pasado y el presente. Y ese lugar, que nada tiene que ver ni con el accidente del nacimiento ni con la arbitrariedad de un pasaporte, en su caso se encuentra en la escritura y en su obra filosófica.

Así debe entenderse la creación de la ciudad de los hermanos que aparece en La tumba de Antígona. Zambrano, filosóficamente, crea una patria a su medida. O a la medida de su deseo. Allí vive, con el pensamiento, que también es otra forma de ocupar el espacio. En una carta que escribe a su hermana y a su madre desde La Habana, explicándoles la imposibilidad de sentirse como en «casa» en Cuba, dice lo siguiente: «Pues me sé ir a mi

Hannah Arendt, por su parte, asume y vive el destierro así: «Pensar y recordar es la forma humana de echar raíces, de aceptar un lugar propio en un mundo en el que todos llegamos como extranjeros». ¿El pensamiento y la memoria como creadores de patria?

En efecto, es muy esperanzadora esa imagen arendtiana de un mundo convertido en morada habitable gracias a los actos de pensar y de recordar. Esa es la esencia del concepto de «amor mundi». También dirá la politóloga que el mundo de los seres humanos se configura siempre que dos o más personas se reúnen para hablar de él; esto es, cuando se convierte en materia de conversación. De esta manera, el pensar y el recordar dejan de pertenecer en exclusividad al ámbito contemplativo y pasan a formar parte de la vida activa: se vuelven instrumentos de creación.

Arendt llega incluso a afirmar en Entre el pasado y el futuro que el poder de la imaginación es capaz de crear la realidad. Esta afirmación resulta sorprendente si se tiene en cuenta que la imaginación creadora que se propone aquí es un tipo de entendimiento muy poco ortodoxo, no racional, emparentado con los sueños, vecino de la ficción y, sin embargo, imprescindible para vivir en el mundo con los otros en pacífico entendimiento. Pero Arendt va aún más lejos y se arriesga a enunciar que la propia historia solo cobra sentido gracias al poder performativo de la imaginación, supliendo los vacíos de la realidad con construcciones imaginadas y posibles, conforme a la teoría aristotélica de lo posible como «lo mejor».

Muy elocuente a este respecto es el prólogo de la biografía de Rahel Varnhagen en el que la autora confiesa que quiere escribir el relato de vida de la salonnière romántica como si Rahel misma lo hubiese hecho. Este «como si» resulta significativo, ya que presupone un pacto de ficción sin el cual sería imposible la reconstrucción de la trama. La invención de esas piezas sueltas o inexistentes que componen el puzle de la historia no solo es necesaria, según la pensadora judía, sino imprescindible para poder construir un mundo amable en el que sentirse en casa.

Leemos en el libro: «Todo exilio tiene una faceta de conquista y todo exiliado es un conquistador en potencia que irrumpe en una sociedad que, en principio, cree no necesitarle. La gran proeza del exiliado consiste en hacerse imprescindible por insustituible». Me parece una bella explicación y, a la vez, plantea una difícil tarea que asumir y conseguir. ¿Cómo de imprescindibles e insustituibles se hicieron Arendt y Zambrano en sus exilios?

La esencialidad de Arendt y de Zambrano con respecto al exilio se basa en ese inesperado matiz que ambas le otorgan. A la tradicional retórica del exilio como catástrofe, ellas le imprimen una razón de ser fundamental y, en cierta forma, redentora. En ellas, el ser en desarraigo se convierte en el paradigma de la verdadera condición humana y el exiliado, por extensión, en un agente imprescindible para la configuración del espacio público.

Es interesantísimo comprobar de qué manera tan similar la desnudez del exiliado para ambas pensadoras sirve de reflejo invertido de lo que es, y de lo que debería ser, la vida de la persona. Zambrano habla de «un espejo justiciero» en el que el ciudadano de una determinada nación puede comprobar la propia inautenticidad de su existencia. También Arendt, en su fantástico artículo Nosotros los refugiados, privilegia la figura del judío refugiado como vanguardia de la humanidad. La situación marginal y la falta de raíces hacen del exiliado un agente consciente capaz de calibrar la realidad con mayor rigor, sin caer en espejismos ni en subjetividades.

En este sentido, Arendt y Zambrano desarrollan toda una teoría de la extraterritorialidad en la que el habitante de los márgenes resulta imprescindible para la configuración de la polis. Son esas existencias periféricas, aquellos habitantes de las fisuras del sistema los protagonistas de sus obras: los idiotas, los locos, los parias, los exiliados, los poetas… Y eso es precisamente lo que ellas hicieron en sus vidas y en sus obras: manifestar, desde la experiencia de la radical diferencia, lo que consideraron una crítica sin concesiones a las grandes amenazas de su tiempo. Esta postura les canjeó no pocas enemistades, como en el caso de la polémica tesis de Arendt sobre la banalidad del mal. Sin embargo, ninguna de ellas claudicó en su papel de defensoras de una mirada alternativa, casi telescópica, a la realidad de su época. En palabras de Zambrano, ninguna de ellas zozobró al entregar esa «prenda» que se le pide al que va con la verdad por delante.

Zambrano afirma que toda época de crisis está marcada por un sentimiento de inquietud ante el cual el ser humano reacciona de dos maneras posibles: inventando fantasmas en forma de enemigos imaginarios y sucumbiendo ante ellos y el miedo, o bien trascendiendo esa inquietud. En la primera opción, la figura del exiliado o del emigrante representa la amenaza del desconocido, del Otro. En la segunda, se planifica y se crea el mundo que llegará después de la crisis, un espacio mejorado, más luminoso, para salir al encuentro del recién llegado. ¿Arendt y Zambrano escogieron esta última?

Sin duda. Es más, yo diría que ellas, con su hacer en el exilio, fueron un ejemplo vivo de aquel intento de creación de un mundo mejor y, con Aristóteles, posible. En sus microcosmos particulares —Arendt en su apartamento situado en la 370 Riverside Drive y Zambrano en sus múltiples moradas del exilio, frente a la Piazza del Popolo de Roma o en la casita de campo de La Pièce—, ambas se convierten en dos Sherezades rodeadas de los conocidos, de aquella estupenda república de amigos con los que compartieron ideas y empezaron a poner las bases de un nuevo espacio de convivencia. 

Hans Jonas dijo en el funeral de su amiga Arendt que el mundo se había convertido en un lugar más frío al perder la calidez de semejante «genio de la amistad». También los que conocieron a Zambrano comparten ese sentimiento de orfandad que dejó la Desdémona malagueña a su muerte. El poeta Javier Sánchez Menéndez lo expresa así: «María Zambrano fue un ángel, un ángel que nos dejó una lámpara que siempre está encendida». No sé si estoy muy de acuerdo con lo de «ángel», coincido más con la denominación de Hans Jonas; para mí Zambrano es una «genia», pero lo que sí es indudable es que dejó una estela inextinguible tras de sí. Ahora nos toca seguirla. Y si fuera tan fácil…

¿Qué otros puntos tienen en común Arendt y Zambrano, además de la vivencia del exilio?

En Una poética del exilio. Hannah Arendt y María Zambrano se retoman numerosas coincidencias biográficas. Sin embargo, yo me quedaría, puesto que también está implícito en el título del libro, en el interés que ambas mostraron por la poesía. Pero la poesía para ellas tiene una triple vertiente, que también explico en el libro: es acto creativo, es pensamiento y es vida. Ambas autoras parten del concepto griego de poiesis, de creación, entendiendo la poesía como una forma muy particular de estar y de ser en el mundo. La unión del dichten und Denken, de la poesía y del pensamiento, es el vector que proyecta sus obras más allá de lo estrictamente filosófico o político. Muy significativo es el hecho de que Zambrano utilice por primera vez el término de «razón poética» para referirse a la obra Guerra de Antonio Machado. De forma análoga, para Hannah Arendt será Walter Benjamin quien llega a cumplir el desiderátum de todo filósofo: pensar poéticamente.

Menos conocida y, sin embargo, fundamental para entender unas obras tan poliédricas y heterodoxas como la suyas, es la propia creación lírica que ambas cultivaron de forma íntima, como labor de alcoba y sin pretensión alguna de exposición. En 2017, Herder publicó los Poemas de Arendt, cuya lectura recomiendo, puesto que dejan asomar a esa otra mujer, más en sombras, que, para mí resulta indudablemente más atractiva que la figura de la politóloga.

Resulta llamativo, también, por inusual, que ambas elogien la poesía muy por encima de otros medios de conocimiento. En El hombre y lo divino, Zambrano afirma que la poesía es la hermana más antigua de la filosofía y, por ello, más sabia, porque habla de lo sagrado. También Arendt, en La condición humana, elogia la poesía como el vehículo más fiel del pensamiento. Esta loa al saber poético, en desmedro del racional, encaja a la perfección con esa querencia a lo subalterno que encontramos en ambas autoras.

Usted escribió un artículo muy interesante en Filosofía&co. sobre la atracción del mal en general y las reflexiones que Arendt y Zambrano hicieron sobre él. Más conocida es la teoría de Arendt sobre él y su banalización. ¿Desde qué perspectiva lo afrontó cada una?

La verdad es que este artículo lo escribí a modo de restitución. Sentí la necesidad de saldar en parte la deuda que todavía tenemos con el pensamiento de María Zambrano, tan desconocido. Es cierto que la mayoría tiende a considerar que, de las dos autoras, Arendt se impone como la gran teórica del mal. No obstante, como remarco en el artículo, Zambrano, en 1958, cinco años antes que su coetánea judía, desarrolla en Persona y democracia una teoría del mal muy interesante y que, de forma sorprendente, confluye casi en su totalidad con la que expondrá Arendt en su polémico libro Eichmann en Jerusalén.

Para ambas, la expansión del mal sin precedentes que tuvo lugar con la instauración de los totalitarismos de su época es consecuencia directa de la desaparición del ejercicio de reflexión. El ser humano dejó de ser persona al negarse a actuar de forma consciente y responsable. Desarraigado de su personalidad moral, se convirtió en un enajenado, que dirá Zambrano, o en un ser superfluo, según Arendt.

Desde los mismos presupuestos, aquello que Arendt define más tarde como la banalidad del mal, Zambrano lo expone utilizando la imagen de un abismo en el que el individuo decide suicidarse, «desposeerse», convirtiéndose en un engranaje, en una ruedecilla sustituible de la maquinaria del Estado.

Por otra parte, si hacemos un poco de arqueología, es evidente que entre ellas hay un hilo conductor acerca del mal que no es otro que san Agustín, que tanta influencia ejerció en ambas. Sin embargo, la gran diferencia entre ellas radica en la tendencia francamente gnóstica de Zambrano, vía Jakob Böhme, que plantea la tragedia como componente intrínseco de toda historia. En su vertiente más mística, el mal podría explicarse con la misma paradoja según la cual no hay luz sin oscuridad, ni orden sin un caos precedente. Para Zambrano, la historia trágica y apócrifa es el preámbulo de esa otra historia salvífica que llegará a la hora de la aurora. En Arendt no encontramos esa aceptación del dualismo gnóstico, sino que el mal absoluto es aquello que carece de explicación y, por lo tanto, escapa a nuestra capacidad de comprensión.

Además de coincidir en reflexionar acerca del mal, en ambas autoras el pensamiento y la política estaban relacionados. ¿En qué coincidían y en qué diferían?

Es cierto que la política es un tema muy importante para ambas, aunque la constancia y la dedicación con la que cada una de ellas se dedicó a esta cuestión es muy dispar. Los libros estrictamente políticos de Zambrano son Horizontes del liberalismoLos intelectuales en el drama de EspañaLa agonía de Europa y Persona y democracia. A partir de 1958 se consolida un giro en su pensamiento y la cuestión política pierde relevancia en beneficio de la razón poética. Este tratamiento tangencial no lo encontramos en Arendt, quien es más fiel a lo largo de toda su obra al foco político. Aunque también es cierto que, en sus últimos años, expresa la intención de ir más allá en el ámbito de su trabajo, estirarlo hasta llegar a una «transpolítica». No le dio tiempo y nunca sabremos si los capítulos inacabados de La vida de espíritu formaban parte de este proyecto.

También podemos hallar diferencias entre ellas en el rigor de sus planteamientos. Mientras que Arendt cuida más el detalle y analiza el valor histórico determinado del acontecimiento político, Zambrano lo descontextualiza para convertirlo en un suceso inmanente a la condición humana. Mi sensación es que la política en ella es una excusa para hablar de otros temas: de la tragedia de lo humano, de metafísica, del racionalismo que lleva dentro de sí el absolutismo… Siempre hay un viraje filosófico en la pretendida obra política. Lo que las une, sin embargo, es el deseo de entender los grandes dramas de su tiempo mediante la perspectiva cívica, analizando las claves políticas que permitieron el surgimiento de los regímenes totalitarios. También, sin duda, ambas son defensoras del concepto aristotélico de zoon politikón, y en sus obras plantean los requisitos necesarios para la instauración de organizaciones políticas justas que permitan al individuo desarrollar al completo, y de la mejor manera, todas las facetas de su personalidad social.

¿Qué idea concreta, frase, cita… de cada una de estas dos pensadoras más le ha marcado a usted o tiene más presente y por qué?

Más que frases yo elegiría conceptos, ideas que son en sí una bellísima arquitectura de pensamiento. En díadas, el amor mundi y la natalidad de Hannah Arendt representan para mí ese momento de reconciliación con el horror de la historia y con la injusticia del exilio. La propia Arendt los define como la amable inflexión que produce la sensación de «sentirse en casa en el mundo». La labor terapéutica del acto de pensar es el resorte que permite que Arendt llegue a este cénit tan luminoso, en contraste con la oscuridad anterior de los tiempos de incomprensión.

El contrapunto en Zambrano yo diría que viene representado por el sentimiento de la piedad y por el momento de renacer a la aurora. La piedad, como el amor mundi, el ordo amoris de Max Schelery el amor intellectualis de Spinoza, es un sentimiento intelectual que permite al ser humano encontrar caminos amables y eficientes de experimentar la otredad: la propia y la ajena. Zambrano lo define como «la prehistoria de todos los sentimientos positivos». Gracias al saber piadoso, la alteridad que representa el conciudadano se convierte en una pieza fundamental y constitutiva de la mismidad del sujeto.

De igual manera, la piedad permite la instauración de nuevas leyes de la hospitalidad que presentan al extranjero no como amenaza (hostis), sino como promesa (hospes). El momento del renacer a la aurora, afín al concepto de natalidad arendtiano y expresado de forma muy sugerente en la salida de Antígona de su tumba, simboliza esa postura esperanzadora de un futuro mejorado que Zambrano siempre defendió, incluso en las épocas más duras de su viaje interminable.

Pero, sobre todo, me quedo con esa férrea confianza que las dos tienen en la condición humana como artífice de un mundo que se perpetúa en su sutil equilibrio gracias a las acciones justas de sus habitantes. La convicción de la existencia de esos hombres y mujeres que, como centellas, desprenden luz con sus acciones, me parece el mensaje más bello que estas dos grandes mujeres pueden regalarnos a nosotros, los ciudadanos desencantados del siglo XXI.


(Filosofía & Co. / 11-8-2021)

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