jueves

LA PRINCESA QUE QUERÍA VIVIR, DE WILLIAM WYLER


“Es fácil querer a Audrey”

Gregory Peck

 

“Después de que tantas camareras se convirtiesen en estrellas de cine… aquí tenemos clase. …En esa liga sólo han estado Greta Garbo, la otra Hepburn, y quizás Ingrid Bergman. Es una rara cualidad, pero hijo, sabes cuándo la has encontrado”.
-William Wyler

La audición había sido muy particular y también muy satisfactoria. Fue realizada el 18 de septiembre de 1951 en los estudios Pinewood, en Londres. William Wyler estaba en Roma, pero a cargo de hacerla quedó Thorold Dickinson, quien recibió una instrucción precisa: seguir rodando una vez la novel actriz realizara las escenas solicitadas de un guión. Y así ocurrió: una vez terminó la prueba Dickinson le pide que se ponga la ropa de calle y se siente en una silla. Lleva una blusa sin mangas, rematada por un corbatín, un pantalón oscuro y el cabello corto. “Volví y me senté a hablar con él –recordaba la actriz- Me hizo un montón de preguntas sobre mí, sobre mi trabajo e incluso sobre mi pasado en Holanda, durante la guerra… Y al final fue gracias a eso como conseguí superar la prueba. Me había filmado mientras yo me mostraba lo más natural posible, sin intentar actuar” (1). Wyler vio posteriormente el screen test y quedó convencido: “Ella tenia todo lo que yo estaba buscando: encanto, inocencia y talento. También era muy divertida. Era absolutamente encantadora y dijimos, ‘¡esa es la chica!’”.

Esa actriz era Edda Kathleen Hepburn-Ruston, más conocida para el mundo entero como Audrey Hepburn y esa exitosa audición ante la cámara fue su pasaporte para ingresar a Hollywood, gracias a un contrato de siete películas con la Paramount Pictures. La primera de ellas sería La princesa que quería vivir (Roman Holiday, 1953) en la que haría pareja con un experimentado Gregory Peck, luego que Cary Grant desechara el papel, al considerar que el centro de atracción no sería él, sino ella. Audrey -belga e hija de una baronesa holandesa y de un financista de origen británico- interpreta acá a Ann, una princesa europea en gira de buena voluntad por el continente y que mientras visita Roma se escapa una noche –agobiada por las asfixiantes exigencias de su investidura- a descubrir cómo es vivir sin protocolo y obligaciones.

Para una actriz de apenas 23 años la oportunidad de representarse prácticamente a sí misma era magnífica, sobre todo por los antecedentes de William Wyler como director exigente y proclive a múltiples y exasperantes retomas, pero cuyo método había dado sus réditos: a esas alturas de su carrera ya había ganado dos veces el premio Oscar como mejor director. Recordaba la actriz –con ingenuidad- un momento del rodaje: “Había una escena en que estaba sentada con Gregory en la escalera de la Plaza España tomando un helado. Era una escena complicada de lograr por lo que sucedía al fondo. Empleamos horas en ella. Tardamos dos días en conseguir el plano. Luego se arruinó la película en el laboratorio, y tuvimos que empezar otra vez de cero. Me parece que tomé helado durante cinco días. Pensaba que todo el mundo rodaba así” (2). Audrey tenía para Wyler sus cartas a la vista, representadas no sólo en su buena disposición, digna de la novata que era, sino en una frescura y una juventud imposibles de impostar: es ella misma la que nos mira y nos sonríe, y por eso el sortilegio frente al público fue tan inmediato y tan auténtico. ¡Y pensar que Jean Simmons y Elizabeth Taylor eran las primeras opciones del estudio para este papel! No hubo más remedio que hacerle compartir créditos principales con Gregory Peck antes del nombre de la película. Una estrella surgía.

Wyler plantea la película como un cuento de hadas sin zancadilla alguna. Sin embargo la pesada sombra del macartismo caía sobre Dalton Trumbo –el guionista del filme- el más famoso de los testigos “inamistosos”, a quien sólo se le pudo dar el crédito respectivo cuarenta años después del estreno de esta cinta, al recibir su viuda en 1993 un Oscar póstumo por su guión, que en su momento se acreditó al británico Ian McClellan Hunter y a John Dighton. Según se dice, Ben Hecht y Preston Sturges hicieron importantes aportes no acreditados al argumento, así como los hicieron los guionistas italianos Suso Cecchi d’Amico y Ennio Flaiano, que le dieron el sabor local que Wyler sabía ausente. Trumbo –miembro del partido comunista desde 1943- hizo parte de los llamados “diez de Hollywood”, pagó un año de prisión por desacato, recibió una multa y fue excluido del Writers Guild of America, impidiéndosele trabajar. Autoexiliado a México, gracias a seudónimos y testaferros pudo hacer los guiones de Gun Crazy (1949), The Court-Martial of Billy Mitchell (1956) y The Brave One (1956), que le dio su segundo Oscar. Otto Preminger se decidió a contratarlo directamente para hacer el guión de Éxodo (Exodus, 1959) y a partir de ahí pudo rehacer su carrera. Moriría el 10 de septiembre de 1976 a los 70 años de edad.

Pese a estos antecedentes, La princesa que quería vivir es una historia compasiva que nos muestra una Roma casi imaginaria en su belleza y en su bondad, y a una pareja inocente (la princesa inexperta pero con sed de vida y el periodista norteamericano desencantado que se descubre a sí mismo de buen corazón), cada uno con un secreto a cuestas, llevando una máscara frágil, pero imbatibles en su dignidad que les hace estar seguros de que viven un sueño imposible, pero no por eso menos merecedor de ser disfrutado a plenitud. Al final de su intensa jornada juntos les queda la fe en sus sentimientos y un vínculo, enorme, que les dio la intimidad compartida. Lo decía Javier Marías en una de sus novelas: “No hay menos vínculo porque deje de existir lo que pudo existir, al contrario, quizá hay más unión todavía, quizá une más la renuncia a lo que pudo ser y era común, que su aceptación o su consumación o su desarrollo sin trabas, cualquier frustración, cualquier fracaso, cualquier separación o término es lo que más vincula, la pequeña cicatriz para siempre como recordatorio” (3). El tamaño de ese lazo invisible lo muestra Wyler en la magistral secuencia final del filme, cuando la princesa da su esperada rueda de prensa y entre los periodistas reconoce al hombre que le dio la oportunidad de ser feliz durante 24 horas. El cruce de miradas y de discretas frases en clave es de una enorme intensidad. La película se transforma en un tiroteo de primeros planos entre los protagonistas que le quita el aliento al público, aún esperanzado en un final feliz, acorde con el romanticismo sin par del filme. Vean la sutil fuerza expresiva del rostro de Audrey, que con sus ojos y su boca entreabierta parece decirnos que quisiera huir, pero que a la vez sabe que debe quedarse encerrada en su jaula de oro.

Pero los tiempos iban a cambiar y La princesa que quería vivir es un buen símbolo de ello: mientras en una escena Wyler puso a esta princesa a buscar con discreción uno de sus zapatos en medio de una aburrida recepción en su honor, cuatro años más tarde el cinismo inteligente de Billy Wilder puso a la misma Audrey a buscar un zapato, pero ahora extraviado luego de que se descalzara para hacer el amor –como todas las tardes- con su avezado amante Gary Cooper en Love in the Afternoon. Y la Roma de tarjeta postal de Wyler, en manos de Fellini se transformaría en 1960 en el escenario circense y decadente de La dolce vita. Si los paparazzi de Fellini hubieran visto a la princesa Ann deambulando por la Via Veneto la hubieran devorado como lobos (aunque Audrey experimentó ya algo de esto a su llegada al aeropuerto romano, acosada por los periodistas locales).

El optimismo y el romanticismo parecían estar ya fuera de lugar, pero al momento de decidirse a dirigir el filme -incluso con las exigencias que implicaban rodarlo directamente en Roma en pleno verano, una práctica poco usual en esos momentos, cuando todo se filmaba en Hollywood en estudios cerrados- Wyler tuvo confianza en las genuinas posibilidades de esta historia y las diez nominaciones que obtuvo al premio de la Academia confirman que tuvo razón en su corazonada, pese a que el público en Estados Unidos no tuvo una respuesta tan positiva frente a la película, y eso que los excombatientes norteamericanos de la Segunda Guerra Mundial pudieron volver a ver, en la pantalla grande, a la ciudad que habían ayudado a liberar (4). Eso sí, todos los espectadores iban a enamorarse de esa joven actriz de 1.70 mts, 50 cms de cintura y pelo corto que muchos habían disfrutado viendo en su rol estelar de Gigi en Broadway, pero que ahora empezaba una carrera en el celuloide que iba a ser tan diáfana como su persona pública. En la noche del 25 de marzo de 1954, Jean Hersholt le entregaría a Audrey Hepburn el premio Oscar como mejor actriz por su papel en La princesa que quería vivir, derrotando a veteranas como Deborah Kerr y Ava Gardner.

En la película, la princesa Ann llega en Roma hasta una muralla de los deseos y observa con respeto la gran cantidad de placas que conmemoran y agradecen los deseos cumplidos (5). Joe le indica que pida uno y ella lo hace, sabedora de las ínfimas posibilidades de hacerlo realidad. Apuesto a que Audrey fue la que en realidad pidió un deseo, se le cumplió, y por eso se convirtió en la enorme actriz que aún recordamos. Los agradecidos somos nosotros.

Referencias:
1. Spoto, Donald. Audrey Hepburn.
La biografía. Editorial Lumen, Barcelona. 1ª. Ed. 2006. Pág. 83
2. José María Aresté Sancho. En busca de William Wyler.
Ediciones Rialp S.A.. Madrid, 1998. Pág. 192
3. Grohmann, Alexis. Coming into one’s own: the novelistic development of Javier Marías. Editions Rodopi B.V., Amsterdam-NY, 2002. Pág. 265
4. Alexander Walker. Audrey – Her real story.
St. Martin´s Press, Nueva York. 1994. Pág. 72

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

(TIEMPO DE CINE / 10-9-2015)

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