La muerte de los Sargentos y de la Mulita (13)
Alguien,
imprudente (el Soldado Avestruz) así exclamó entre el espejeo de los machetes y
mereció tamaño codazo del Cabo Pato, su vecino. Fue que, cuando el héroe,
amagando al Cuervo un ponchazo por la derecha, le lanzó con todo el peso del
cuerpo un mandoble y lo trajo abajo ya de ojos cerrados, sin espada y
agarrándose el hombro; en ese instante, el Trompa Tamanduá, ahora entre el Cabo
Pato y el Soldado Avestruz, afirmó bien la pierna izquierda y se mandó de
punta. Alcanzó a esquivar el Cimarrón ladeando la cabeza, y a la vez tuvo que
atajarse con el poncho un golpe imprevisto del implacable soldado Gavilán: pero
al erguirse cuando largo era, le apareció una raya roja a un lado del pescuezo.
Pudo enjugarse con el envés del puño que sostenía la espada, sin dejar de
oponer el brazo emponchado a la insistencia del Tamanduá. Después, ebrio de
orgullo ante aquel nuevo dolor del latigazo, como el enhiesto gallo clarinea a
la naciente aurora -más que viéndola a ella viéndose él desde la cresta hasta
los espolones- en otra imprudencia grande e injusta, saltando atrás dos pasos
para que lo contemplaran bien y para buscar, a la vez, respiró, gritó por entre
la ancha sonrisa manchada de sangre:
-¡Hagan entrar las
reservas, no más, que son pocos! ¡Ensañarse con una débil, parece mentira!
Y llevándole la
carga al Soldado Mao Pelada que, con el sable bajo, junto al Cuzco Overo
sonreía extasiado sobre sus botas de potro, pensó el Sargento Cimarrón en su ya
lejano Asistente Macá. Entonces:
-¡Pucha, si me
estuviera viendo… no cree! -se dijo.
Entre el
reiniciado ir y venir de los aceros, cuando otra vez iluminaron chispas, e
igual a lascas otra vez saltaron chasquidos, una voz, oscilante como llama de
candil sin reparo, la del Sargento Cuervo, surgió desde su charco de sangre:
-¿Y cuándo, canejo…
van a entrar los de atrás? ¡Hagan fuego, caray!
Otras palabras del
Sargento se perdían arriba de la hemorragia cuando alguien, despacioso, como
sin muchas ganas, se adelantó del grupo de arrobados mirones:
-¡Den lado! ¡Sí,
muchachos, esto ya no tiene vuelta! ¡Es un papel para todos nosotros!
Era el Soldado
Águila con la pistola amartillada, cojeando aún del pie que, cuando todavía
soñoliento acudió a la refriega, había chantado en el braserío del fogón.
Y ya a diez pasos
de los resollantes:
-¡Échense atrás,
señores! -pegó el grito.
Haciendo lado, el
Cabo, los Soldados Tamanduá y Avestruz retrocedieron, pechos y vientres como
fuelles, bajos los sables. Más lejos, el Soldado Gavilán, que enceguecido en el
ataque fue el último en advertir la nueva intervención, saltó como mordido, a
su derecha.
El de la pistola,
entonces, quedó frente al que sangraba por cuatro heridas y por la roja maraña
de rasguños desde la frente a la barbilla…
Aspirando a
bocanadas, el Cimarrón le clavó los ojos. Tal vez su ex subordinado podría
errarle si le tiraba urgido, aunque fuese a quemarropa, barruntó. Y para
abalanzarse a lo toro tomaba aliento, cuando el ejecutor, horizontalizada la
pistola, ya cerró un ojo.
Resonaron dos estampidos.
El Sargento Primero se paró en seco al iniciar su atropellada. Y, como clavado
por los pies, quedó meciendo el cuerpo. Sus ojos se entornaron. Pero volvieron
a abrirse de par en par, en una intensa mirada que se le acortaba incontenible
por más que quiso mantenerla proyectada hasta bien lejos de sí, porque
diciendo:
-¡Mirame,
Macacito! -buscaba a su asistente entre el insólito desbarajuste a oscuras que
se le hizo en la mente.
Hubo una pausa. El
Cimarrón dejó caer para siempre el poncho lleno de tijeretazos. E igual al
trueno, que no por distante pierde su imponencia sobrecogedora, rugió con voz
que se le apagaba, mientras trastabillando se precipitaba hacia adelante:
-¡Vení, que te
llevo conmigo!
La mirada ya casi a ras de los ojos, con un agolpamiento del resto de sus energías, el sable del Sargento Primero Cimarrón, que despidió hacia atrás una salpicadura de sangre al abatirse, partió como a sandía la testa del Soldado Águila, para dar luego contra el pasto seguido por su vieja vaina y por su propio dueño, bajo la luna ahora desnuda y tanta estrella.
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