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PHILIP K. DICK Y LA NOCHE OSCURA DEL ALMA

 

por Mar Abad        

 

Philip K. Dick no le gustaba estar solo. Quizá por eso se casó cinco veces y quizá por eso empezó a escribir. Decía que sus personajes le hacían compañía. «Me gusta escribir. Me encantan mis personajes. Son mis amigos. Cuando acabo un libro, siento una especie de posparto. Nunca los escucho hablar otra vez. Nunca los veo en apuros o intentando hacer algo. Los pierdo porque un escritor nunca vuelve a releer realmente sus propias obras. Aunque entonces otras personas las leerán».

Era el año 1974. Arthur Byron Cover hablaba con el autor de ciencia ficción para publicar una entrevista en Vertex.


¿Por qué te gusta escribir y crear personajes?


No se suele reconocer que un autor vive aislado. Escribir es una ocupación solitaria. Cuando empiezas una novela, te apartas de tu familia y tus amigos. Aunque aquí se produce una paradoja, porque, a la vez, creas nuevas compañías. Diría que escribo porque no hay tantas personas en el mundo que puedan hacerme suficiente compañía. Para mí, la gran satisfacción de escribir un libro es mostrar algunos pequeños individuos, personas corrientes que hacen algo de mucho valor por lo que no obtendrán nada a cambio y que no sería valorado en la vida real. La gente piensa que los autores quieren ser inmortales. No. Yo quiero que se acuerden siempre de Mr. Tagomi, de El hombre en el castilloMis personajes están construidos de lo que veo que hace la gente y el único modo de que no caigan en el olvido es a través de mis libros.

 

La soledad apareció de nuevo en una conversación con el escritor D. Scott Apel y el poeta Kevin C. Briggs en Sonoma (California, EEUU). Fue el verano de 1977, en la casa de Joan Simpson, la pareja que Dick tenía entonces.

 

¿Qué es lo que más teme un escritor de ciencia ficción?

 

Dick (1928-1982) les contestó que el aislamiento y la soledad eran horribles. Repitió la frase pronunciada en 1974: «Escribir es una ocupación solitaria». «Un amigo tenía grandes ambiciones de convertirse en escritor de ciencia ficción. Mientras creaba su segunda novela, lo abandonó su mujer y una de las razones fue que mi amigo pasaba todo el día escribiendo. Todavía un año después, cada día, se preguntaba: “¿Es este el precio que hay que pagar para ser un escritor de ciencia ficción?”. Él era consciente de la gran similitud que tenía mi vida con la suya».

El autor de Ubik contó que en varias ocasiones la mujer con la que vivía lo dejó justo cuando se encontraba en la mitad de un libro. «Estaba en una situación muy vulnerable psicológicamente. Tenía toda mi energía mental en la novela», indicó. «Mi amigo decía que parecía que había una especie de destino común para los autores de ciencia ficción y ahora teme que le ocurra lo mismo si encuentra a otra mujer y continúa escribiendo».

Apel comentó que se requiere mucha fortaleza para seguir escribiendo a pesar de la soledad y unos ingresos míseros. El autor de Philip K. Dick: The Dream Connection sabía que no era fácil encerrarse, cada día, entre papeles en blanco, una máquina de escribir y cientos de pensamientos. Pero, a la vez, eso hacía más fácil el proceso de escritura. «Es más estimulante sumergirse de cabeza en un mundo interior y encontrar fantasías para escribir sobre ellas».

—Es una buena reflexión —contestó Dick—. Así vivía en Santa Ana (California). Me asustó que mi primera reacción, cuando mi novia de ese momento se marchó de casa, fue de alivio y felicidad. Siento cierta atracción por estar solo con mis pensamientos y el material en el que estoy trabajando. Por primera vez en mi vida, estaba preparado a afrontar ese sino que parecía tan terrible en 1964. En realidad, tenía un buen apartamento, un coche que me gustaba… Por primera vez pude ver las ventajas de la soledad para un escritor.

En 1961, cuando publicó El hombre en el castillo, ya dejó testimonio de su necesidad de concentración: «A Anne, mi mujer, sin cuyo silencio este libro nunca se hubiera escrito».

Ese aislamiento es lo que otro hombre, Julio Verne, buscó toda su vida cuando escribía sus libros. El escritor francés que tanto inspiró a los primeros autores de ciencia ficción subía a trabajar a su habitación, en la planta de arriba de su hogar, y cerraba la puerta con llave. Pero el giro lo daba por dentro. Así, desde fuera, nadie podía abrir. Era su forma de escapar de las continuas llamadas de su mujer, de la que no parecía estar enamorado, para que bajara al salón a tomar café con las visitas.

Tampoco acudía a las fiestas de los salones de París de la época. «Verne declinaba tales invitaciones para no distraerse de la obra titánica emprendida», cuenta Miguel Salabert en Julio Verne, ese desconocido. Todo su tiempo estaba dedicado a sus decenas de novelas, sus relatos cortos, sus obras de teatro y navegar.

 

Mal pagado

 

A lo largo de su vida, Dick se quejó de lo dura que era la situación financiera de los autores de ciencia ficción. «Excepto para los grandes, como Heinlein», matizó en aquella conversación con Apel y Briggs, que ahora publica de nuevo la editorial Melville House en The Last Interview and other Conversations: Philip K. Dick.

El escritor de ficción Arthur Byron Cover había sacado el asunto en su entrevista tres años antes.

—Hablemos de las recompensas personales de escribir ciencia ficción. De las económicas y de otro tipo. ¿Crees que esta disciplina te ha tratado bien?

—Quiero hablar de lo primero que mencionaste: la economía. Mi primera novela de tapa dura, Tiempo desarticulado, se vendió por 750 dólares. Mi agente estaba tan emocionado que me envió un telegrama para anunciarme la noticia. Eso fue hace mucho tiempo. Ahora nos pagan igual que si estuviéramos vendiendo manzanas, en una esquina de la calle, en la época de la Depresión. Hay excepciones, como Arthur C. Clarke. Pero la realidad es que los editores nos dicen: “Tienes suerte de que imprimamos tu libro. Podíamos cobrarte los costes de impresión”. Es cruel e inhumano lo que pagan a los autores. Escandaloso.

Dick, el autor que acabaría consagrándose entre las multitudes por la adaptación de su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? en la película Blade Runner, escribió toda su vida como un poseso. En 30 años publicó 45 novelas y cinco volúmenes de relatos cortos. Le obligó la necesidad de dinero y le ayudó la agorafobia, ese miedo incontrolado que lo retenía casi todo el tiempo en el interior de su casa.

—¿Cómo son tus hábitos de trabajo? —preguntó Apel.

—Antes escribía tres o cuatro novelas en un año. Lampaba hasta la muerte. Entonces tuve que escribir tres o cuatro libros al año. Mark Hurst, mi editor de Bantam, dice que produzco unas 16 novelas cada cinco años. No sé si es verdad.

—¿No las cuentas?

—Yo escribía todo el tiempo. Recuerdo redactar la palabra ‘Fin’, sacar la página de la máquina, introducir otra y poner ‘Capítulo uno’. Calculé que había escrito… Mmm, dos borradores de un libro serían 600 páginas… y hago dos borradores mínimo… Eso supone unas 12.000 páginas en tres semanas. Empecé a notar síntomas reales de desgaste. Tenía una máquina de escribir eléctrica, por supuesto. Usaba todo lo que pudiera facilitarme una producción abundante.

Dick se levantaba a mediodía. Iba hasta su mesa y trabajaba hasta las dos de la madrugada. «Tienes que hacer eso cuando empiezas si no quieres morir de hambre», comentó en un programa de radio con Mike Hodel en 1977. Pero llegó un momento en que Dick tuvo que reducir la velocidad de escritura. Había dos motivos. Uno, pura fatiga. «No me faltaban ideas. Me quedé sin energía. Estaba machacándome», relató. Dos, su editor Terry Carr le reprochó que todas sus novelas eran iguales. «Me dijo: “¿Por qué no dejas de intentar adivinar qué es la realidad y cuentas qué es la realidad?”. Y yo pensé: “¡Dios! Esto es profundo”. He escrito perpetuamente sobre este tema: ¿Qué es la realidad? Y ahora ‘Ellos’ (y con ‘Ellos’ sabes exactamente lo que quiero decir… Esas figuras gigantes que están a tu alrededor todo el tiempo).

—’Ellos’ —recalcó Apel.

—’Ellos’. Sí. Ellos me dicen que tengo que contar qué es la realidad. Pero la razón por la que nunca tuve la intención de hacerlo es porque no la conozco. No tengo ningún conocimiento sobre qué es la realidad. Todo lo que puedo hacer es preguntar continuamente: “Hey, chicos, ¿qué es realmente real?”.

Verne, un siglo antes, tampoco se tomó muchos respiros. A lo largo de su vida publicó unas 80 novelas. Escribir tanto le producía neuralgias y parálisis faciales. Pero su editor, Hetzel, no le daba tregua. Lo exprimió como a un limón. El francés nunca le reprochó nada pero era consciente de ese ritmo infernal. Así se lo contó a su hermano, y a la vez su gran amigo, en una carta: «Apenas un libro está terminado, me veo obligado a comenzar otro».

 

Las drogas

 

—¿Tiene anfetaminas a mano? —preguntó al dueño del moratorio.

—En el vestíbulo contiguo hay una máquina distribuidora —indicó la obsequiosa criatura.

Runciter salió de la sala y se dirigió hacia el aparato que servía las anfetaminas: introdujo una moneda, accionó el mando de selección y por la correspondiente abertura cayó con un ruidito metálico un pequeño objeto que le era muy familiar. La píldora le hizo sentirse mejor.

(Ubik, Philip K. Dick)

Dick imprimía velocidad a sus pensamientos y a su máquina de escribir con polvo de anfetaminas.

—¿Hasta qué punto estabas metido en las drogas? —le inquirió el periodista y programador Charles Platt en la primavera de 1979.

—La única droga que tomaba regularmente era anfetaminas. Sólo así podía escribir lo suficiente para vivir de ello. Cobraba tan poco por libro que tuve que redactar muchas novelas. Escribía como un loco. (…) Acababa 60 páginas en un día. La única forma de hacerlo era con las anfetaminas que me recetaban. Al cabo del tiempo las dejé y ya no puedo escribir tanto como antes.

Byron Cover también llevó la conversación a las drogas. A los periodistas les fascinaba meter estupefacientes en las charlas con Dick. Los EEUU de los años 60 y 70 se habían puesto bien de anfetaminas, alucinógenos y LSD.

—Se supone que tu historia La fe de nuestros padres surgió de la inspiración del ácido o que incluso la escribiste bajo sus efectos.

—Eso no es cierto. No se puede escribir nada cuando estás puesto de ácido. Una vez escribí una página durante un viaje de ácido pero fue en latín. Toda la maldita cosa estaba en latín y un poco en sánscrito. No hay mucho mercado para eso. Esa página nunca cayó entre mis textos publicados.

—¿Cuánto ácido tomabas?

—No tanto. No me levantaba por la mañana y me metía un ácido. Me sorprende cuando leo las cosas que solía decir en las cubiertas de mis libros. Yo mismo escribí: “Ha estado experimentando con drogas alucinógenas para encontrar la realidad invariable detrás de las ilusiones”. Y ahora digo: “¡Dios santo!”. Todo lo que descubrí sobre el ácido es que quería salir de ahí rápido. No parecía más real que lo demás. Parecía más espantoso.

 

Los inicios

 

Philip K. Dick empezó a leer ciencia ficción cuando tenía 12 años. «Leía todo lo que podía. Leí a todos los autores que escribían esas historias, pero no hay duda de que fue uno el que realmente me introdujo en el tema: A. E. van Vogt. Había una cualidad misteriosa en su forma de escribir y ocurría sobre todo en The World of Null-A», indicó a Byron Cover.

De adolescente, «era realmente adicto. Me encantaba», rememoró en otra entrevista cinco años más tarde. En esa época, además, mientras estudiaba en un colegio Quaker, intentaba leer los libros que circulaban por la comunidad intelectual de Berkeley. Novelas de Proust o Joyce, por ejemplo. «Y así», explicó, «ocupé dos mundos que normalmente no tienen intersecciones entre sí».

Esas lecturas acabaron formando una certeza en su cabeza: «No sé si van Vogt estaría de acuerdo con la idea de que él trataba con lo supernatural, pero eso era lo que me estaba ocurriendo a mí», especificó a Platt. «Estaba muy interesado en la idea de proyección de Jung (…) y comencé una serie de historias en las que las personas experimentan mundos que son proyecciones de su propia psique».

Fue en el instituto cuando sintió por primera vez que había dos mundos. Estaba en clase de geografía. Miraba el traqueteo de su profesora en la tarima, escuchaba su voz chillona y, de pronto, tuvo la impresión de que esa mujer no era humana. Parecía una criatura mecánica a la que en cualquier momento se le podía caer la cabeza. «Una vez que esa idea entró en mi mente», relató, «ya nunca más pude deshacerme de ella».

La ciencia ficción proporcionó a Dick el envoltorio adecuado para el tipo de historias sobre las que quería escribir. «Puedo partir de la premisa de que cada uno de nosotros vivimos en un mundo psicológico subjetivo, pero, además, el mundo mental de una persona poderosa puede invadir el mundo de los demás», explicó. «Si puedo hacer que tú veas el mundo de la forma que lo veo yo, automáticamente pensarás como yo. Llegarás a las mismas conclusiones. El mayor poder que un humano puede tener sobre otros es controlar su percepción de la realidad y violar la integridad e individualidad del mundo. Esto lo hacen en política y en psicoterapia».

Dick se identificaba con los oprimidos y temía todas las formas de dominación de su tiempo. «Los fascismos de izquierdas, los movimientos psicológicos, los movimientos religiosos, los centros de rehabilitación de drogodependencia, las personas poderosas, los individuos manipuladores…», especificó. «Yo alego por la causa de los que no son fuertes. Supongo que si yo fuera fuerte, no sentiría esta amenaza. Pero yo me identifico con el débil. Esta es una razón por la que mis protagonistas de ficción son básicamente antihéroes. Son perdedores aunque intento equiparlos con cualidades para que puedan sobrevivir».

—¿Crees que escribir es una forma de terapia? —preguntó el reportero musical Paul Williams, en una entrevista publicada en 1974 en Rolling Stone.

—Para mí, es más que eso. Es más vigorizante y más activo que la mayor parte de las terapias. (…) Esta no es su función aunque puede hacer que te sientas mejor.

Después de unas vueltas más sobre aquella cuestión, Dick zanjó el tema: «La función de escribir es escribir».

 

Las fobias

 

En el apartamento de Philip K. Dick donde vivió a final de los 70 había papeles polvorientos amontonados por todos lados. La luz era tenue. El aire apestaba a basura de gato y parecía que por la alfombra no había pasado un aspirador en los últimos milenios. Charles Platt lo visitó unas cuantas veces en esa casa de Santa Ana. Una vez, para entrevistarlo. Otras veces, sólo de visita.

Un día, Platt le sugirió salir a la calle. Dick se puso en guardia. Inmediatamente se levantó, sacó casi todo el dinero y las tarjetas de su cartera. Advirtió a su amigo que podían robarle. Empezó a angustiarse por la incertidumbre de dónde podían ir. Al salir a la acera, la zozobra aumentó. La calle le ponía muy nervioso y sólo recuperaba la tranquilidad cuando volvía a su apartamento infectado por el síndrome de Diógenes.

La ansiedad, el vértigo y las fobias le habían perseguido desde pequeño. Incluso hubo un momento en que llegó a sentir la locura a menos de un milímetro de distancia.

—¡Oh, sí! Solía ser un paranoico. No te rías. Lo digo en serio —admitió a Paul Williams en 1974—. No estaba alineado con el universo.

El reportero le dijo que en sus libros, a menudo, el argumento da un giro por alguna paranoia. Dick matizó sus palabras. Lo que se producía era una similitud entre lo que sentían sus personajes y lo que ocurre en la descripción clínica de la paranoia: «Todos los paranoicos piensan que siempre los están observando. Lo llaman paranoia sensitiva», aclaró.

El escritor que nació junto a una hermana muerta defendió la paranoia del siglo XX como la evolución de un sentimiento remoto. Explicó a Williams que hace miles de años, los animales, cuando iban a cazar, se sentían constantemente observados por sus enemigos. Esa herencia es lo que provocaba la paranoia moderna. Era un «sentido atávico».

Y sí, efectivamente. Dick reconoció que sus personajes siempre tenían un ojo pegado al cogote. «Es lo que le ocurre a Taverner [el cantante pop mejorado genéticamente al que borraron su identidad en la novela Fluyan mis lágrimas, dijo el policía]», indicó. «La policía lo espía continuamente».

Dick ya lo advirtió. Medio siglo antes de que lo anunciara un Zuckerberg sonriente, a bombo y platillo, lo había dicho el autor de Confesiones de un artista de mierda: «Siento que siempre estoy en el ojo público, que no tengo intimidad. La privacidad ya no existe. Ya no hay asuntos privados versus asuntos públicos».

—No hay secretos —dijo Williams.

—No hay vidas privadas —prosiguió Dick—. Esto es lo que Nixon descubrió. Aunque también es cierto que lo hizo él mismo con las cintas de cassette. Este es uno de los aspectos más importantes de la vida moderna. Y yo, como escritor de ciencia ficción que trata el futuro, quiero hablar de esto. Una de las grandes transformaciones que hemos visto en la sociedad a lo largo de la historia de la humanidad es la disminución de la esfera de lo privado. Debemos entender que ya no hay secretos y nada es privado. Todo es público.

 

El visionario

 

Dick vio el futuro en muchas de sus novelas. El tiempo ha confirmado muchas de sus intuiciones. Pero ¿de dónde venían esas ideas? El escritor contó que en 1974 tuvo un encuentro con lo inexplicable. De pronto sintió que una mente racional trascendental invadió su cerebro. Era como si toda su vida hubiese estado loco y de repente descubriera la cordura. Pero sabía que no era así. Decía que sabía que había podido ser un poco extraño y excéntrico durante muchos años, pero no tenía ningún atisbo de locura, porque lo habían revelado el test de Rorschach y otras pruebas.

Esas ideas procedían de una «mente racional que no era humana», explicó a Platt. «Era más como una inteligencia artificial. Los jueves y los sábados creía que procedía de dios. Los martes y miércoles pensaba que eran fuerzas extraterrestres. Otras veces pensaba que era la Academia de Ciencia de la Unión Soviética probando su transmisor telepático psicotrónico de microondas. Pensé muchas teorías. Pensé en los rosacruces. Pensé en Cristo.

—¿Qué tipo de experiencia tuviste?

—Invadió mi mente, tomó el control de mis centros motores y pensaba por mí. Era un espectador de lo que pasaba. (…) Esta mente, cuya identidad desconocía absolutamente, estaba equipada con unos conocimientos técnicos increíbles. De ingeniería, medicina, cosmogonía y filosofía. Tenía recuerdos de más de dos mil años. Hablaba griego, hebreo, sánscrito. No había nada que pareciera desconocer.

Julio Verne, en cambio, siempre insistió en que los conocimientos reflejados en sus libros procedían de las bibliotecas. Nunca intentó fantasear sobre la ciencia y la técnica del momento. Al contrario. Quería publicar novelas de ciencia. Su ambición era unir literatura y los conocimientos científicos de su época. «La espectacular confirmación dada por el tiempo a muchas de sus predicciones ¿debe explicarse atribuyéndole dones proféticos extraordinarios?», escribe Miguel Salabert. «No. Verne no tenía dones premonitorios especiales. Su único instrumento era una imaginación fértil cuyo punto de partida fue el estudio, la observación y la curiosidad, ejercitados sobre un trabajo tenaz e infatigable».

El francés, que estudió leyes por deseo de su padre, era un autodidacta incansable. Pasaba muchas tardes en las bibliotecas y acabó reuniendo una asombrosa documentación de más de 25.000 fichas de conocimientos científicos y técnicos.

En 1976 Philip K. Dick intentó matarse. Seis años después, un día de invierno, su amigo Gregg Rickman lo visitó y le preguntó por el suceso. Había ido a verlo para grabar varias horas de conversación que acabarían publicadas en la biografía To the High Castle.

—Elijah me abandonó. No intenté suicidarme porque alguien me dejara. Me dejó Elijah. No tienes ni idea de cómo te sientes. Hey, escucha, seriamente. Lo que ocurrió es que el espíritu me abandonó. Sentí cómo se iba y fue horrible. Es lo que Kierkegaard o San Juan de la Cruz llamaron una larga noche oscura en el alma. (…) Las voces dejaron de hablarme y no me importaba vivir o morir.

Era el 17 de febrero de 1982. Rickman intentó marcharse antes de anochecer pero un Dick visiblemente agitado insistía en que se quedara un rato más. La visita se alargó hasta las 10 de la noche. A esa hora, después de una conversación que había durado toda la tarde, Rickman se fue.

Al día siguiente Dick sufrió un infarto. Tenía 53 años. Aún le quedó un hilo de vida durante unos días más, pero ya no dijo nada. No podía hablar. Esa fue su última entrevista. Philip K. Dick, el escritor que pedía mutismo para escribir, murió en silencio el 2 de marzo de 1982.


(YOROKOBU / 27-6-2016)

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