jueves

FILOSOFÍA NORTEAMERICANA: RALPH WALDO EMERSON

 


por Carlos Javier González Serrano 

Nacido en Boston en 1803, este discípulo aventajado de Thomas Carlyle que nunca desarrolló una filosofía sistemática nos ha brindado algunas de las más profundas reflexiones sobre la condición humana, la naturaleza, el alma y la ley propia que brilla dentro de cada ser

 

Ralph Waldo Emerson (1803-1882), pensador de larga vida, tuvo claro desde muy pronto que en el complejo escenario de los asuntos humanos existen dos tipos de personas: aquellas que, sumidas en el imperio del presente y la necesidad, crean de forma artificiosa una costra que les permita rodear y sortear las vicisitudes de una existencia siempre difícil; y aquellas otras que, al contrario, ponen un ahínco especial en no traicionar sus propias convicciones a pesar de que el mundo, en múltiples ocasiones, nos dé la espalda a pesar de lo que somos.

 

En las primeras líneas de uno de sus más bellos escritos, Confianza en uno mismo, escribía que lo que hace falta es “creer en tu propio pensamiento, creer en lo que consideras verdad en tu fuero interno es verdad para todos los hombres: en eso consiste el espíritu”. Y sentenciaba: “Deja que hable tu convicción latente, y esta tendrá un significado universal, porque lo más recóndito de tu ser será, a su debido tiempo, lo que mayor alcance ha de tener”.

 

Los pensamientos llegan a nuestra mente por avenidas que no hemos dejado abiertas, y los pensamientos salen de nuestra mente por avenidas que no hemos abierto voluntariamente.

 

De modo similar al faktum kantiano, que el pensador de Königsberg había desarrollado escasas décadas antes en su Crítica de la razón práctica, la “convicción latente” de Emerson aboga por seguir un impulso interior que, a fin de cuentas, no puede engañarnos. Lo fundamental, en la vida de cualquier ser humano y en particular en la del pensador, es llegar a aprender “a detectar y contemplar ese relámpago de luz que le atraviesa la mente desde el interior de sí mismo”, aunque, precisamente, en numerosas ocasiones dejamos escapar la oportunidad por considerar que un pensamiento “nuestro” no merece la pena, y que, por tanto, puede ser desechado. A ojos de Emerson, en un giro que recuerda mucho a algunas de las reflexiones de Agustín de Hipona en sus Confesiones, el genuino tribunal no sólo moral, sino vital, del hombre se encuentra en su propio pecho, pues nos sentimos cumplidos y felices “cuando hemos puesto nuestro corazón en nuestra tarea y hemos dado lo mejor de nosotros mismos”. Al contrario, si desoímos nuestro impulso interior, no encontraremos sosiego.

 

El alma es grande, y sencilla. No es un adulador, no es un seguidor; nunca apela a sí misma. Cree en sí misma.

 

El primer dictado filosófico del pensamiento emersoniano es pues, a pesar de tener que avanzar “en medio del Caos y la Oscuridad”, el de confiar en nosotros mismos, ya que “todos los corazones vibran al pulsar esa cuerda de hierro”.

 

En uno de los escritos más bellos y enjundiosos de cuantos redactó Emerson (“La superalma”), recientemente recogidos y publicados en versión íntegra por Cátedra en edición del profesor Javier Alcoriza bajo el título de Ensayos (2014), escribe el pensador norteamericano que miles de años de tradición filosófica no han sido suficientes para registrar “los dormitorios y almacenes del alma. En sus experimentos siempre ha quedado, en el último análisis, un residuo que no podía resolver. El hombre es una corriente cuya fuente está oculta”. Y es que, prosigue Emerson, “No sabemos desde dónde desciende nuestro ser en nosotros”.

 

Una incertidumbre que lleva a este maestro del ensayo a preguntarse por el origen de nuestra más recóndita intimidad: estamos obligados, como seres pensantes, a reconocer “que el origen de los acontecimientos es superior a la voluntad que llamo mía”. ¿Cómo afrontar el aparente azar que parece presidir el rumbo de cualquier suceso?

 

Como señala Javier Alcoriza, “a Emerson no le interesa el arte de escribir en sí mismo, sino como prueba de dedicación a los fines elevados de los que la naturaleza humana es capaz, como testimonio de que la exigencia intelectual no queda desprendida de otras preocupaciones aparentemente inferiores, pero conectadas con el núcleo de verdad que deberían encerrar todas nuestras acciones”. Las preocupaciones de Emerson dan fe de alguien ferviente y hondamente comprometido con aquellas cuestiones que aquejan a todo ser humano: y es que si un escritor es capaz de desligarse de los temas que le interesan, es que, en realidad, no realiza su trabajo con la responsabilidad debida.

 

En opinión del pensador estadounidense, “siempre estamos proponiendo los hechos enfáticos de la historia en nuestra experiencia privada, y verificándolos. Toda la historia se vuelve subjetiva; en otras palabras, no hay propiamente historia, sólo biografía”: la historia es lo que de ella nos contamos a nosotros mismos, y cuanto de ella asumimos.


A juicio de Emerson, existen dos planos existenciales (o vivenciales) bien diferenciados: por un lado, el vasto curso de los acontecimientos, que se suceden uno tras otro en una cadena voraz e interminable; por otro, contamos con la vida de nuestra alma, de nuestra interioridad, que transcurre en un orden temporal muy distinto.

 

Únicamente cuando el hombre prescinda de todo apoyo ajeno a sí mismo y se defienda por sus propios medios, podrá ser fuerte y prevalecer. Solamente tú puedes darte paz. Solamente el triunfo de los principios puede traerte la paz.

 

Si bien es cierto que “vivimos en la sucesión, en la división, en partes, en partículas”, entretanto y a la vez, “dentro del hombre está el alma del todo, el sabio silencio, la belleza universal con la que se relaciona por igual toda parte y partícula, el eterno Uno”. Frente al más insultante y simplón atomismo materialista, Emerson plantea un coherente idealismo por el cual todo ser humano es un compuesto de cuerpo y espíritu. Este último, sin embargo, ha de cobrar una especial importancia en la vida de los hombres, puesto que nos permite vislumbrar la posibilidad de descubrir una realidad trascendente: “Todo muestra que el alma en el hombre no es un órgano, sino que anima y ejercita todos los órganos; no es una función, como el poder de la memoria, el cálculo, la comparación, sino que los usa como pies y manos; no es una facultad, sino una luz; no es el intelecto o la voluntad, sino el maestro del intelecto y la voluntad; es el trasfondo de nuestro ser, en el que yacemos, una inmensidad no poseída y que no puede ser poseída”.

 

Lo único que me concierne es lo que debo hacer, no lo que la gente crea que debo hacer.

 

He aquí el drama (que también es virtud) del ser humano: ser partícipe de una realidad interior que trasciende lo meramente corporal y de la que somos conscientes… a pesar de no poder poseerla de manera definitiva, pues ni siquiera “el lenguaje puede pintarla con sus colores. Es demasiado sutil. Es indefinible, inmensurable”, pero, y esto es lo fundamental en Emerson, sabemos que nos impregna y contiene”. Nuestra misión es la de intentar superar tal escisión y hacer de nosotros seres enteros, no parciales ni fragmentados, de manera que aquella “convicción latente” de lo mejor en nosotros llegue a convertirse en sabiduría: pues la “acción del alma está más a menudo en lo sentido y no dicho que en lo dicho en conversación alguna”.

 

Necesito ir de frente con rectitud y vitalidad, y manifestar siempre la verdad por cruda que esta sea.

 

Como sostiene Javier Alcoriza, “El gran hombre es como el monarca que entrega al pueblo una constitución”, aunque “Todo lo que aceptamos como valioso habría de ser puesto a prueba si queremos obrar con sinceridad”, sin negar en ningún caso todo cuanto nos constituye, lo mejor y lo peor, lo perverso y lo virtuoso, lo oscuro y lo claro, teniendo siempre en cuenta que, al final, contamos con un aliado infalible (si se le escucha): “El alma es el perceptor y revelador de la verdad. Conocemos la verdad cuando la vemos”.

 

Una de las grandes lecciones de Emerson, que tomará de sus lecturas de Michel de Montaigne, es que “somos más sabios de lo que sabemos”. Ahora bien, para dar con esta sabiduría, debemos educar persistentemente nuestra capacidad crítica: “Quien aspire a ser un hombre debe ser inconformista. Nada es, en última instancia, tan sagrado como la integridad del propio espíritu. Absuélvete a ti mismo, y obtendrás el sufragio del mundo”.

 

Las lamentaciones son falsas plegarias. El descontento es la falta de confianza de uno mismo; es la enfermedad de la voluntad. Lamenta las calamidades, si así puedes ayudar a quien sufre; si no puedes, conságrate a tu trabajo, pues es ahí donde se empieza a reparar el mal.

 

La voluntad, y más concretamente, la voluntad de verdad (nociones que para un Nietzsche aún en ciernes albergarán máxima importancia), se convierte en el auténtico criterio de interpretación de la realidad. Como escribe Emerson, “No hay ley más sagrada para mí que la de mi propia naturaleza. Lo bueno y lo malo no son más que nombres perfectamente transferibles de una cosa a otra; lo único correcto es lo que dicta mi manera de ser, lo único equivocado es lo que la contradice”. A pesar de que podríamos observar en este punto cierta similitud con el perspectivismo nietzscheano, hemos de ser cautos, pues Emerson, a diferencia del pensador alemán, cree firmemente en un fondo objetivo, universal y común a todos los seres humanos: “Un estremecimiento atraviesa a todos los hombres al recibir una nueva verdad o con la realización de una gran acción que proviene del corazón de la naturaleza”, pues “hay cierta sabiduría de la humanidad que es común a todos los hombres mayores y a los ínfimos”, a pesar de que, apunta un ácido y crítico Emerson, “nuestra educación ordinaria a menudo se esfuerce por silenciarla y obstruirla”.

 

Terminemos, en fin, con la más suprema enseñanza de nuestro protagonista: “Que el hombre, pues, aprenda de memoria la revelación de toda naturaleza y todo pensamiento, a saber, que lo supremo mora en él, que las fuentes de la naturaleza están en su mente si el sentimiento del deber está allí”. El “gran ser humano”, como Emerson lo llamaba, será así quien, “en medio de la multitud, mantiene con impecable dulzura la independencia de la soledad”.

 

La absurda coherencia es el duende travieso de los espíritus menores; los estadistas, filósofos y teólogos la adoran. A un alma grande la coherencia le trae simplemente sin cuidado. Di ahora sin tapujos lo que piensas, y mañana no vaciles en volver a decirlo, aunque contradiga cada una de las palabras que dijiste hoy.


(El vuelo de la lechuza / 12-7-2016)

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