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A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (48) - MARYSE RENAUD

 Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola 

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

 

HISTORIA Y FICCIÓN

 

VI. LA DUPLICIDAD DE LA PALABRA MÍTICA (3)

 

Entre los diversos elementos constitutivos del mito incriminado, creemos que existen dos que merecen especial atención: “fundador” y “muchachos”, cuyo carácter recurrente y complementario en El astillero les confiere una funcionalidad matriz. El término “fundador” -aplicado en forma exclusiva a Petrus- se muestra, gracias a su profunda sonoridad, particularmente apto para desencadenar el fenómeno del eco irónico descrito más arriba. Y se constituye, a la vez, en un punto de entrecruzamiento de significaciones. La palabra, provista de múltiples connotaciones, se transforma en la piedra angular de todo un dispositivo narrativo. Su explotación sistemática, en efecto, provee al mito del Progreso de sus bases más sólidas y sus más convincentes justificaciones. Porque detrás del pomposo “fundador” aparecen afiligranadas la rigurosidad de las luchas justicieras, la epopeya sobrehumana y las embriagantes victorias de los héroes de la Independencia. En una palabra, es otra vez la imagen mitificada del padre la que resurge, con sus principales atributos desgranados incansablemente a lo largo del texto.

 

El primero de estos atributos, conforma a los cánones de la Historia latinoamericana, es su carácter de “creador” irrecusable. Pero el mito de segundo grado que se elabora página tras página en El astillero nos arrastra más allá de los estereotipos y de los símbolos gloriosos celebrados por la historiografía nacional: abandonamos entonces las orillas de la Historia y la Epopeya para recorrer la de la metafísica; dejamos atrás a los creadores de naciones y a los generosos emprendedores de “patriadas” insensatas, cuya grandeza es sin embargo subrepticiamente aprovechada por el mito onettiano del Progreso, para pasar a contemplar al Creador absoluto: Petrus, apóstol y divinidad Suprema de una nueva religión:

 

(Petrus) colgó el sombrero e invitó a Larsen a sentarse. Meditó un instante, las grandes cejas juntas, las manos abiertas sobre la mesa; después sonrió de improviso entre las largas patillas chatas mirando los ojos de Larsen, sin mostrar alegría, sin ofrecer otra cosa que los largos dientes amarillos, y tal vez, el pequeño orgullo de tenerlos. Friolento, incapaz de indignación y de verdadero asombro, Larsen fue asintiendo en las pausas del discurso inmortal que habían escuchado, esperanzados y agradecidos, meses o años atrás, Gálvez, Kunz, decenas de hombres miserables -desparramados ahora, desaparecidos, muertos algunos, fantasmas todos- para los cuales las frases lentas, bien pronunciadas, la oferta variable y fascinante, corroboraban la existencia de Dios, de la buena suerte o de la justicia rezagada pero infalible (113)

 

Todo contribuye, en efecto, a sugerir la naturaleza suprahumana de Petrus: su silencio, su altivez, su indiferencia hacia los pequeños detalles de la vida cotidiana. Su alejamiento de los hombres, evocado una vez más por el retiro forzado en la cárcel-oficina de la ciudad de Santa María, no hace más que acentuar su condición divina: como un “Dios relojero”, él vela frecuentemente por el buen funcionamiento del edificio económico del cual se cree único artesano y verdadero responsable:

 

Larsen entró y permaneció inmóvil hasta escuchar el ruido de la puerta al cerrarse. No estaba en una celda; la habitación era una oficina con muebles arrumbados, escaleras y tarros de pintura. Avanzó luego con un saludo en la cara, en dirección equivocada, oscilando con pesadez al atravesar el olor a aguarrás. (…) Aquí estamos -repitió Petrus con amargura-. Pero no de la misma manera, Siéntese. No dispongo de mucho tiempo, tengo muchos problemas que estudiar.

-Espere un momento, por favor -dijo Larsen. Se sentía obligado al respeto pero no a la obediencia.

 

Pero el discurso mítico particularmente tupido que crece en El astillero trepa hacia otros registros y engancha al pasar, de acuerdo al mecanismo de recuperación descrito por Roland Barthes en Mythologies, todos los signos que se ofrecen a su voracidad. Así es como se renuncia a explotar un atributo poseedor de espiritualidad, pero no por eso carente de connotaciones profanas: el “Padre-fundador”, cuyo patronímico latino evoca al apóstol Pedro -por añadidura, el primer Papa de la cristiandad-, también oficia de guía. Un guía sólido como la piedra igualmente evocada por el apellido de Petrus, temido (115) y respetado entre los suyos, como lo sugieren muchos pasajes de la novela, venerable e inflexible. Él aparecerá, sin embargo, como un jefe de clan que no duda en dialogar con sus hombres, llamándolos al coraje cotidiano y la esforzada solidaridad o, llegado el caso, esgrimiendo y contagiándoles el afán de lucro, siempre seguro, además, de su indiscutible estatura y de su visión de “pionero” (116):

 

Patrus sonrió y dijo que era justamente lo que había esperado y que estaba seguro de no equivocarse al elegir hombres y asignarle tareas. “Soy un conductor; esa es la primera virtud de un conductor”. La noche estaba afuera, enmudecida, y la vastedad del mundo podía ser puesta en duda.

Aquí no había más que el cuerpo raquítico bajo las mantas, la cabeza de cadáver amarillenta y sonriendo sobre las gruesas almohadas verticales, el viejo y su juego (117)

 

Este segundo atributo afinca pues -implícita y definitivamente- al personaje de Petrus en el tiempo y en el espacio, sellando de alguna manera su sino americano. A la eternidad del Creador y su tenue presencia terrenal se agrega la materialidad de este roturador de los horizontes americanos, de este industrial proyectado directamente sobre el presente y el futuro de Santa María. ¿No hablan acaso a su favor las obras que testimonian su infatigable actividad? La “casa alzada sobre pilares”, a salvo del legendario salvajismo de la Naturaleza americana, simboliza su éxito; las construcciones “excesivas” levantadas sobre el paisaje chato prueban su dinamismo; la empresa rebosante de herramientas y carpetas y en otros tiempos próspera confirma, aparentemente, todo lo que es capaz de concretar ese ser de carne y hueso -creíble, convincente y amante de la felicidad pública- que es Petrus.

 

Notas 

(113) El astillero, El astillero II, p. 28.

(114) Ibíd., Santa María V, pp. 162-163.

(115) Ibíd., Santa María IV, pp. 108-109.

(116) Ibíd., La Glorieta – I, p. 21: “El viejo Petrus en Buenos Aires, inventando escritos reivindicatorios con su abogado o buscando pruebas de su visión de pionero, de su fe en la grandeza de la nación, o trotando encogido, piadoso e indignado por oficinas de ministerios, por gerencias de bancos”. O también, pp. 27-28: “Sin volverse, oyó que Gálvez o Kunz decía en voz alta: El gran viejo del astillero. El hombre que se hizo a sí mismo. Y que Gálvez o Kunz contestaba, con la voz de Jeremías Petrus, ritual y apático:

-Soy un pionero, señores accionistas”.

(117) Ibíd., Santa María II, p. 97.

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