miércoles

EL REDESCUBRIMIENTO DE UNA MÍSTICA OLVIDADA: MATILDE DE MAGDEBURGO


por Carlos Javier González Serrano 

Matilde de Magdeburgo: poeta, beguina y mística. Tres epítetos que, quizás, podrían resultar paradójicos, incluso contradictorios, en un primer acercamiento a una de las más egregias y desconocidas figuras literarias de la Europa del siglo XIII, nacida probablemente el año 1207 en uno de los numerosos castillos medievales que por entonces se estilaban en la mitad norte de Alemania. Una condición acomodada, burguesa, de la que muy pronto Matilde renegará; a su juicio, no es en el lujo de la corte ni en los salones de los palacios donde puede encontrarse la auténtica felicidad. Firmemente convencida de ello, y con apenas veintidós años, Matilde abandona la comodidad de la casa paterna y acomete el camino hacia la pobreza, sacrificando así un futuro que, dado su noble origen, se antojaba cálido y confortable.

 

Personaje apasionante, casi ignoto aún en nuestros días, en cuya obra y peripecias vitales podemos ahora adentrarnos gracias a la siempre encomiable labor de Herder, donde se acaban de publicar dos maravillosos títulos que aún permanecían inéditos en nuestro idioma: por un lado, una excelente y concisa biografía de la teóloga y germanista Hildegund Keul, y por otro, la obra que la propia Matilde nos legó, La luz que fluye de la divinidad, ambas extraordinariamente traducidas y preparadas por Almudena Otero Villena. Este segundo volumen incluye además un denso y sugerente prólogo del más importante teólogo del pasado siglo, Hans Urs von Balthasar. Y digo extraordinaria porque la tarea de traducir a una autora de la que nos separan casi mil años resulta una empresa tan compleja como laudable. La prosa en ocasiones abigarrada pero a la vez tan certera de Matilde pone a prueba la pericia de cualquier traductor y, en este caso, la labor de la profesora Otero Villena debe ser reconocida y colocada en el alto lugar que merece.


La franqueza de Matilde de Magdeburgo resulta tan llamativa como atrayente. El lector quedará dulcemente embaucado por la sincera acometida que lanza una y otra vez hacia sus propios deseos, hacia sus esperanzas, hacia sus miedos y preocupaciones. El acercamiento a esta prodigiosa mujer debe ser tan lento como convencido: en las líneas que comenzó a escribir ya superados los cuarenta años, cuando una dilatada experiencia le dictaba tanto como su nunca esquilmado ahínco, damos con una autora maravillosa en las palabras, concreta en sus objetivos, pero siempre abierta a la pluralidad del mundo y de sus habitantes. Una característica de su escritura que tiene que ver, como tan acertadamente sostiene Hildegund Keul en la mencionada biografía, con el origen trovadoresco de su poesía, ámbito del que se nutre toda su obra. En palabras de Keul,


La poesía trovadoresca camina tras las huellas del misterio de la vida, que se revela en la felicidad y en la tribulación, en el dolor y en la esperanza del amor. Este es el puente que une la poesía trovadoresca con la mística de Matilde. […] La poesía trovadoresca le descubre un mundo lingüístico con innumerables metáforas y una arrolladora fuerza expresiva.


En vista de la sangrante brecha que empezaba a abrirse entre pobres y ricos, en virtud de un emergente comercio que por entonces ya precisaba del dinero, las transacciones y los talonarios (dada la distancia a la que se llevaban a cabo algunos negocios), Matilde se hace consciente de que una vida entregada al lujo, el boato y el relumbrón nada tiene que ver con lo que ha leído y aprendido en los Evangelios. Si bien su fuente es la poesía de los trovadores, tan en auge pero a la vez tan perseguida en ocasiones, Matilde va a transformar el amor pasional que cantan los poetas de pueblo en pueblo, va a transformar ese fuego ardiente, en un amor a Dios que trasciende cualquier instancia humana. Un amor que le exige mezclarse con los más desfavorecidos y ayudarles desinteresadamente en el largo y a veces tedioso y temible camino de la vida.


Por eso se habla, con razón, del “erotismo” que nace de la escritura de Matilde. Un erotismo que es amor a Dios en este mundo, desde el que tan difícil se hace, precisamente, amar. Amar sin tapujos, sin restricciones, y amar a la vez que se obra. Antecediendo a aquellas inmortales palabras de Teresa, en las que la santa de Ávila hablaba de que la auténtica comprensión sólo llega cuando se entiende que “lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene de sepultado”, sentimos en el texto de Matilde un vehemente deseo por cambiar la malhadada realidad que ante sus ojos se extiende, así como la comprometida aspiración a desentrañar los motivos por los que esa misma realidad es como es: se hace necesario horadar el suelo habitual en el que vivimos para acometer una rica acción de sembrado. Aquel amor se convierte así no sólo en dolor superado, en sufrimiento mitigado, sino también y sobre todo en promesa de un escenario mejor. Es esta promesa la que, a los doce años, le llama a dedicarse a los más pobres, a reconsiderar el modo ordinario de ver las cosas. Asombrada, aunque también abrumada, acepta: “El amor me manda. Lo que él quiere tiene que ser, y me atrevo a todo aquello en lo que Dios pone su confianza”.


Matilde podría haber optado por una vida conventual, apartada del mundo. Pero esa experiencia de lo sagrado no se queda en la oración, en el oratorio, en la celebración de los misterios cristianos. La experiencia de lo sagrado es, antes que nada, un llamamiento a la acción, y es así como decide formar parte de las beguinas, mujeres (también existían grupos masculinos, pero mucho menos numerosos) que entregan su vida a la salvación de y con los pobres. Como explica Keul,


Las beguinas crean un nexo entre el movimiento pauperístico y las mujeres lectoras, entre laicos y religiosos. Dirigen la vista allí donde los problemas de la fe cristiana son problemas de la vida cotidiana. Su trabajo con los enfermos, los moribundos y los pobres de la ciudad manifiesta que la palabra de Dios es necesaria en los lechos de los enfermos y en todos aquellos lugares en los que las fatigas y la miseria amenazan con aplastar a las personas.


Precisamente por esta ineludible trabazón con el mundo, Matilde va a mantener una relación con el cuerpo (como concepto y como realidad tangible) que en absoluto lo denigra, lo condena o lo vitupera. Frente a otras derivaciones del dogma cristiano, Matilde defiende que el cuerpo ha de estar fuerte para afrontar esta tarea de auxilio hacia quien más lo necesita. Como apunta Keul, nuestra protagonista no es en absoluto “partidaria del ascetismo fanático, que supone un riesgo para la vida y conduce algunas veces a la muerte”. Más bien asegura, con tanta gracia como firmeza, que un monje con hambre ni puede cantar bien ni puede estudiar con esmero. No hay nada más cristiano que la vida entendida en sus más amplios goznes: el cuerpo es condición necesaria de nuestra acción, si bien “tenemos que mantener en todo momento una santa atención hacia nosotros mismos, para guardarnos de los defectos”. Y prosigue, sin tapujos y con su particular gracejo: “Debemos mantener un interés lleno de amor hacia nuestros hermanos cristianos, para que cuando obren mal se lo digamos a solas y con intención sincera. De este modo evitaremos muchas habladurías inútiles”.


Los textos de Matilde de Magdeburgo esconden una actualidad tan terrible como deslumbrante. El lector contemporáneo se verá interpelado constantemente a través de las cercanas y sinceras pero nunca hirientes palabras de esta incansable beguina, cuyos frutos teológicos y literarios, pero sobre todo humanos, podemos recoger gracias a estas magníficas traducciones. La obra de Matilde suscitará aún hoy, como ya ocurrió en sus días, multitud de interrogantes y turbulencias, tanto teológicas como afectivas. Una escritora que empuja al lector, sin condiciones pero con fluidez y dulzura, hacia el cuestionamiento del sí mismo, y que descubre, a la vez, a una de las místicas más desconocidas de esta Europa que, de nuevo (¿acaso alguna vez fue de otra manera?) se fragua en la diversidad creada por la riqueza, la ciudadanía, la nacionalidad o el desamparo social y económico. Imprescindible.


(El vuelo de la lechuza / 14-4-2016)

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