martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (126)

 Los tres viejos (11)

  

El Macá se rascó la nuca. Y al internarse en el patio ya no levantó la cabeza, otra vez obediente a una interior advertencia de que más bien podía aprovechar su inclinación para escudriñar con disimulo entre malvones y hortensias, su esperanza de salvación en franco renacer. Era que: “Mirá (estaba escuchando al mismo tiempo a su admirado jefe) yo marchaba, ¿sabés?, delante de los tres malhechores con la cabeza agachada y quietita para que ellos no pudieran ver la mirada. Así, yo iba pesquisando con los ojos entre las plantas en procura de algún útil de los que siempre quedan olvidados en el jardín… como ser, te voy a decir, pala, rastrillo, azada… y allí, no más, dar media vuelta y acostarlos de un garrotazo…

 

-¡Pucha! ¡Si yo pudiera… si yo pudiera…! -pensaba el Macá, a su vez, al advertir que se le pronunciaba el olor a asado de una cocina que no veía y no descubrir en el trayecto ningún objeto contundente. ¡Si yo pudiera amontonarlos y echarles ceniza a los ojos! Mientras estos enclenques montan a caballo, me les hago humo.

 

Cuando entró, vio a la dueña de casa recostada a la pared, el corazón queriéndosele salir por la boca. Aunque, por cierto, no podía considerarse visitante, el Macacito, por hábito, se adelantó y, con una inclinación, le extendió la diestra. Al instante comprendió que estaba haciendo un papel. Mas ya la anciana acudía a estrechársela con efusión. Entonces el Macá distinguió detrás de las polleras al enlutado chanchito y, ya que se hallaba en eso, se le acercó también tendiéndole la mano. Pero debió contentarse con acariciarle de refilón la cabeza porque el pequeño se hacía arco en torno a la abuela.

 

-¿Es nieto, misia?

 

-Para servirlo.

 

Sonreía ella, ahora, al joven prisionero. La compasión que experimentó íbale haciendo nacer por él, a toda prisa, una profunda simpatía. Fue tal vez empujada por este sentimiento que se acordó del asado y que se adelantó a arreglarle las brasas.

 

Desde el patio se oyó cómo el Carancho recomendaba al Lechuzón que condujera otra vez los caballos a la enramada y que, después, vigilara la puerta.

 

-Nosotros dos, compadre Chimango -concluyó- vamos a espulgar al prisionero.

 

Al entrar encontraron al Macá muy sentado en la única silla y, además, de mucho mate. Había desdeñado tanto las cabezas de vaca como un banquito de ceibo, porque, igual que si tuviera al lado al Sargento Cimarrón, otra vez le oyó seguir desde lo profundo de su caletre la aleccionante narración: “Yo elegí la silla de esterilla, ¿sabés? Por ser más alta, ella me dejaría parar con más facilidá, si la situación se me presentaba…

 

Encapotó el Carancho los ojos, miró el mate, miró a la negra solícita; pero no dijo palabra. Lo que consiguió fue carraspear, tomándose tiempo en la duda de hacer incorporar o de dejar sentado, no más, a su preso, cuando el Macá, presa de la misma vacilación, se resolvió a ponerse de pie. Entonces, dura siempre la mirada, el Carancho cogió por los cuernos uno de los cráneos, lo plantó ante el joven miliciano y ordenó, tomando asiento:

 

-¡Quédese sentado, no más!

 

Desdeñando un banco, en otra cabeza el Chimango se situó a un costado, entre las piernas el regatón de su lanza.

 

El sol, ya altito, provocaba que desde el patio una sombra cruzara a intervalos la cocina. Era la del Lechuzón en su celosa guardia.

 

-¡Parece que ha trotiado fuerte! -observó el Carancho sin saber qué decir.

 

-Es verdá, bastantito -contestó el joven Soldado recobrando su alta silla. Y “…yo siempre serenito, no más (seguía escuchando en su interior a su Sargento) me hice dos planes ¿sabés? Calculé la altura de la ventana, para el salto… ¡Pero el otro plan…! ¡Ese sí era plan de sacarle el sombrero! Vos te das cuenta que si yo conseguía congraciarme con el gurí y me amañaba para traerlo al lado mío, en un descuido ganaba, no más, con él, de un manotón, la puerta, echándomelo a la espalda, que es fácil. Vos ves que así no se animarían a hacerme fuego. Y, tapándome con él, podría montar a cubierto, sacarles distancia y soltar el estorbo cuando estuviera fuera de la acción de los trabucos…”

 

Y de mi mismísima pistola, que esa sí, ¡la puta!, es de largo alcance -completó por su cuenta el Macacito, viéndola ahora ostentada como propia por el cinto del Carancho.

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