jueves

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 91

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La patrona rubia y los dos filipinos se quedaron en el vestíbulo, mirándome. Yo estaba descalzo y hacía cinco o seis días que no me afeitaba, además de necesitar un corte de pelo. Me peinaba una sola vez por día, de mañana, y me alcanzaba. Los profesores de gimnasia vivían corrigiéndome la postura:

 

-¡Echá los hombros para atrás! ¡Por qué mirás el suelo! ¿Qué mierda hay ahí abajo?

 

Yo nunca iba a inventar ninguna moda ni ningún estilo. Mi camiseta blanca tenía manchas de vino, sangre y vómitos, y estaba llena de quemaduras de cigarrillos y puros. Me quedaba tan chica que llevaba el ombligo afuera. Los pantalones también me quedaban muy apretados, y apenas me llegaban al tobillo.

 

Entonces les grité a los tres que se habían quedado mirándome allá abajo:

 

-¡Suban a tomar una copa, muchachos!

 

Los hombrecitos intercambiaron una mueca y la patrona, una especie de Carole Lombard desvaída, me siguió contemplando con impasibilidad. La llamaban Señorita Kansas. ¿Estaría enamorada de mí? Usaba zapatos rosados de taco alto y un traje lleno de lentejuelas negras que titilaban. Sus pechos daban la impresión de poder ser vistos nada más que por reyes, dictadores, gobernantes y filipinos.

 

-¿Alguien tiene un cigarrillo? -pregunté. -A mí se me terminaron.

 

Uno de los hombrecitos que estaba parado al lado de la Señorita Kansas metió la mano derecha en su saco para hacer saltar una caja de Camel que recogió hábilmente con la otra mano, y después le dio un invisible golpecito que hizo asomar un cigarrillo largo, verídico, único y listo para ser agarrado.

 

-¡Carajo! -dije. -¡Gracias!

 

Cuando empecé a bajar la escalera di un paso en falso y tuve que agarrarme del pasamanos para reajustar el equilibrio. ¿Estaba borracho? Me acerqué al filipino que sostenía el paquete y le hice una pequeña reverencia.

 

Agarré el Camel, lo hice saltar en el aire y me lo encajé en la boca. Mi oscuro amigo permaneció inescrutable y después hizo un cuenco con las manos para proteger una llama y me prendió el cigarrillo.

 

Inhalé y exhalé.

 

-¿Por qué no suben a mi pieza y nos tomamos un par de tragos, muchachos?

 

-No -dijo el enano que me había dado fuego.

 

-A lo mejor podemos oír a Beethoven o a Bach en la radio. Soy un tipo educado, ¿entienden? Soy un estudiante…

 

-No -dijo el otro enano.

 

Le di una gran chupada al cigarrillo y después miré a Carole Lombard, alias Señorita Kansas y los volví a mirar a ellos,

 

-Ella les pertenece a ustedes. Yo no la quiero. Lo único que quiero es tomar un poco de vino con ustedes en la fabulosa pieza 5.

 

No hubo respuesta. Yo me empecé a balancear un poco mientras el vino y el whisky peleaban por voltearme. Entonces les soplé un aro de humo mientras hacía oscilar el cigarrillo colgado de la punta de la boca.

 

Yo sabía lo de las navajas. En el poco tiempo que llevando viviendo allí había visto dos escenas con navajas. Una noche escuché sirenas y cuando me asomé por la ventana vi un cuerpo en la vereda de la calle Temple, iluminado por la luna y los faroles. Y otra noche también vi otro cuerpo. Noches de navajas. El primer cuerpo que vi era de un blanco y el otro el de uno de ellos. Y pude ver la sangre que les fluía y corría por la calle hasta quedar goteando en la boca de tormenta, absurdamente… Parecía mentira que pudiera existir tanta sangre en un solo hombre.

 

-Okey, muchachos -les dije. -Sin rencor. Voy a seguir tomando solo.

 

Y empecé a subir la escalera.

 

-Señor Chinaski -escuché la voz de la Señorita Kansas.

 

Me di vuelta y la miré, custodiada por sus dos amiguitos.

 

-Vaya a su pieza y duerma. Y si se mete en otro lío, llamo al Departamento de Policía de Los Angeles.

 

Le di espalda y seguí subiendo la escalera.

 

Es imposible vivir en ningún lado, ni en esta ciudad ni en ningún sitio de esta puta existencia es posible vivir.

 

Encontré mi puerta abierta. Quedaba la tercera parte de una botella de vino barato.

 

Abrí el armario y no encontré ninguna otra botella. Pero sí estaba lleno de billetes por todos lados. Había un rollo de veinte metido en un par de zapatos viejos con agujeros en la suela, y en el cuello de una camisa colgaba un billete de diez, y había otros diez asomando del bolsillo de un saco, aunque la mayoría de la plata estaba en el suelo.

 

Agarré un billete, me lo metí en el bolsillo y después que salí para bajar al bar cerré la puerta con dos vueltas de llave.

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