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A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (30) - MARYSE RENAUD

  

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

 Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola 

 

HISTORIA Y FICCIÓN

 

I. EL IMPACTO DE LA HISTORIA (6)

  

Algunos años más tarde, Juntacadáveres y El astillero encontrarían una inesperada prolongación en dos novelas cuya problemática se muestra en principio bastante ajena a la Historia: La muerte y la niña y Dejemos hablar al viento. Pero si bien el primero de estos textos pone el acento sobre la irresponsabilidad humana y la perversidad divina, y el alcance de la fábula aparece como más metafísico que histórico, es imposible sin embargo no detectar cierta tensión polémica que se traduce en una sistemáqtica y hasta excesiva caricaturización de las instituciones. Algunas críticas ya desarrolladas en textos anteriores se intensifican en La muerte y la niña. Santa María, a quien hemos visto en Para una tumba sin nombre profesando su admiración hacia los notables, ya no podrá enorgullecerse con aquellas certidumbres: la era de los notables, personajes claves del ciclo “sanmariano”, ha terminado. Todos ellos parecen víctimas de un insidioso proceso de degradación ideológica y ética. Los valores de ayer están caducos, como lo sugiere la evolución del pintoresco padre Bergner de Juntacadáveres, convertido ahora por las necesidades de la ficción en un vulgar oportunista. La época exaltante de la lucha contra el vicio, simbolizado por la instalación de la “casita celeste” de la costa, ha cedido el paso a preocupaciones más prosaicas. El cura ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos:

 

Bergner notó un prólogo de cansancio y su propio cansancio. Se abandonó entonces a la comedia y al patetismo. Golpeó con un índice endurecido el pecho del adolescente.

-Tú no naciste para servir el Señor dentro de la Iglesia. Tampoco te crié para eso. Te veo, te ambicioné siempre metido en el mundo, Santa María y la colonia, no representando a Nuestro Dios sino introduciendo, fortificando la fe en el Señor. Sin hábitos, claro, porque nunca quisiste, de verdad, llevarlos. Pero útil, con cualquier título, para servir a la Iglesia y con el apoyo de ella. Te quiero rico y triunfador en la vida terrena; te quiero hipócrita y sutil (34).

 

Hasta los personajes de Díaz Grey y de Jorge Malabia sufren sus propios cambios. Presionados por un mundo exterior más despiadado y mercantil que nunca, perderán parcialmente aquello que los salvaba de la mediocridad reinante: una mansa indiferencia y hasta cierto desprecio por el moralismo estrecho de Santa María:

 

En otro orden, decreciente, Jorge estaba aprendiendo a ser imbécil. Ahora tenía dos automóviles pero insistía en el uso del caballo semiárabe, en la evidencia del revólver para transmitir las noticias que juzgaba importantes. Tal vez se sentía, así, más gaucho y nacional. El cariño invariable, el debido respeto de anciano a joven, estuvo ahora, desde la ventana al pasto, invadido por recelo y desconfianza. Lo miró un tiempo hasta salir lúcido del sueño. Vio al potrillo y sus patas; vio a Jorge mascar sin pausa, vio la camisa de hachero canadiense. El pelo rubio y desteñido bajando hasta los hombros. En aquel año, recordó, el cabello largo era el símbolo, el santo y seña del machismo sanmariano, popular entre los dudosos (35)

 

Pero esta sorprendente evolución -sobre todo la del adolescente rebelde por excelencia de las ficciones onettianas- no tiene nada de arbitrario. Se presenta en La muerte y la niña como una reacción frente a la insidiosa guerra llevada a cabo contra los valores ancestrales de la comunidad. El endurecimiento irrisorio y teatral de Jorge, su patriotismo rimbombante y su repentino conformismo traducen en efecto la gravedad de las amenazas que pesan sobre la ciudad antaño despreciada, pero siempre secretamente amada y finalmente defendida, como lo demuestra el capítulo XXVI, y con más claridad todavía el XXX. La miseria, la degradación y, por primera vez, la militarización creciente del régimen, imperan sobre esta nueva Santa María que intentarán salvar cueste lo que cueste, y por momentos torpemente, los auténticos “sanmarianos”:

 

A Díaz Grey la cosa le pareció divertida y triste. Por lo menos, desmayaba tensión, cacería, la inesquivable imbecilidad de la gente que poblaba su mundo: la estupidez de los conformes, la estupidez de los que decían creer en la felicidad universal o sanmariana -escribiendo en los periódicos clandestinos o hablando en las mesas de los cafés de la orilla.

Claro: había otra gente joven, respetable, que se dejaba matar en los bosques escasos por la sed, insectos ignorados, fiebres que parecían bajar del trópico lejano, de las selvas verdaderas de Amazonas y Orinoco, resueltas y certeras. A veces, para humillación mayor, terminaban muertos por las metralletas de los del Cuerpo de Pundonorosos que, supuestamente, cumplían órdenes de Juan María Brausen (36)

 

Esta radicalización de la evolución económico-política de Santa María no puede ser fortuita, como también lo demuestran, esta vez en Dejemos hablar al viento, las numerosas alusiones a la violencia policial, los raptos y desapariciones, los asesinatos de estudiantes y la resistencia popular:

 

Frieda tejía en la reposera, ahora en shorts, aunque disfrazada con una blusa barroca de mujer, con los anteojos oscuros, pero trasladada a la parte sur de la casa, frente al río que llamaban mar. Yo llevaba en la mano un vaso de leche, exactamente incrustado en la mitad de la blancura del día. Me saludó con una sonrisa y quedamos inmóviles, sin mirarnos ni hablar.

Tiraron un diario doblado por encima de la cerca. Leí los títulos: parecía que ayer no habían asesinado a ningún estudiante, a ningún policía, no habían raptado a nadie.

Le alcancé el diario.

-¿Fuiste feliz anoche? -preguntó (37).

 

Notas 

(34) La muerte y la niña, Cap. 4, p. 43.

(35) Ibíd., Cap. 5, p. 48.

(36) Ibíd., Cap. 6, pp. 60-61.

(37) Dejemos hablar al viento, Cap. XII, p. 87.

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