por Anatxu Zabalbeascoa
Narradora, poeta y cantante underground, a sus 73 años se define como una
superviviente. La pandemia le confirmó que la libertad es una conquista mental
y, para que la sociedad estadounidense despertara, salió a la calle a cantar y
animar al voto. Sus libros, como su vida, están escritos con recuerdos de
Robert Mapplethorpe y Sam Shepard, sus dos grandes amores. También de Janis
Joplin, Bob Dylan y William Burroughs, que le enseñó el secreto del arte:
mantener un nombre limpio y no fingir.
Escritora, cantante, artista de la performance y pintora, si a Patti Smith (Chicago, 73 años) se le pregunta
cuántas Patti coexisten, contesta con palabras de Walt Whitman: “Contenemos
multitudes”. Testigo de una Nueva York de alquileres baratos y “drogas que
acabaron con mucha gente”, entró en el mundo beat y el entorno warholiano cuando
la fábrica de bicicletas de Nueva Jersey en la que trabajaba cerró y, con 19
años, se mudó al bajo Manhattan. Corría 1971 cuando el fotógrafo Robert Mapplethorpe la
empujó a cantar sus poemas. Él —que terminaría convirtiéndose en
un icono gay— fue uno de sus grandes amores. El dramaturgo Sam Shepard fue
otro. Y por su marido, el guitarrista Fred Sonic Smith, abandonaría ese mundo para retirarse a criar a sus hijos en
Detroit. Pero Sonic murió y, “para alimentarlos”, Smith regresó a los
escenarios. Tenía 44 años. Con 55 comenzó a publicar sus memorias. Éramos unos niños (Lumen) narra con ternura y
crudeza —explica que Mapplethorpe hacía de chapero para pagar el alquiler— la
historia de amor entre ambos que, en su lecho de muerte, el fotógrafo le rogó
que escribiera. Consiguió hacerlo en 2010, 21 años después de que él muriera de
sida. Vestida con ropa de hombre, representa la independencia y la sabiduría de
saber vivir con poco. La conversación es telefónica. Habla desde su piso de
Nueva York. En un recuento agónico, Joe Biden se ha confirmado como el nuevo
presidente de su país. Le pregunto si tiene al lado un café —su “único vicio” aparece
continuamente en sus libros (el último: El año del mono,
publicado este año) y la marca Lavazza le ha nombrado “embajadora
cultural”—. Contesta que sí: “Negro, sin azúcar y con un poco de canela”.
Salió a la calle a cantar para animar a
la gente a votar. En 2016 escribió que quienes callaron habían ganado las
elecciones. ¿Quién ha ganado estas?
La gente ha hablado.
Nunca había votado tanta. Que la gente se movilice es el triunfo. Somos una
sociedad que a veces tiene que despertar.
El amor —a sus parejas, a su perro o a
la memoria de sus padres— define su escritura. ¿Necesitó subirse a un escenario
y dar patadas para compensar tanto amor?
Uno difícilmente puede
mostrar su amor si no muestra su enfado. El enfado suele ser fruto de la
búsqueda de la verdad, por eso la gente protesta en la calle. La música que
hacemos comunica esas emociones.
Entre sus amores pone a la misma altura
a su perro Bambi y al dramaturgo Sam Shepard.
Son dos de mis favoritos. Bambi se dejó atropellar cuando
íbamos a darlo en adopción porque mi hermana pequeña era alérgica. Cogí comida
y salí con él. Durante un día recorrimos todos los lugares donde habíamos sido felices.
Luego se puso delante del camión de quien lo iba a adoptar. Sam y yo fuimos una
pareja salvaje. Siempre pude contar con él. Al final, cuando tenía ELA
[esclerosis lateral amiotrófica], fui a ayudarlo. Estábamos en la cocina.
Bebíamos café. Le hice un bocadillo y él dijo: “Patti Lee, nos hemos convertido
en una obra de Beckett”. Siempre me llamaba con mi segundo nombre. Solo lo
hacían mi madre, Johnny Depp y él.
Es inclasificable, pero no ha sido
cuestionada como artista.
Como me aconsejó William
Burroughs, he tratado de proteger mi nombre y no he mentido.
Sin embargo, sí la cuestionaron
personalmente cuando fue pareja de Mapplethorpe, cierta prensa publicó que era
lesbiana.
También me criticaron
algunas feministas cuando me mudé a Detroit con mi marido para cuidar a mis
hijos. Hay que dar muchos pasos para conseguir ser libre. Se es porque uno se
cuestiona cada decisión. Hay gente que busca una identidad en la pertenencia a
un grupo, pero la tienes que buscar en ti mismo. Ser madre no me oprimió. Pero
entiendo que a otras personas pueda sucederles. Para mí el sacrificio es parte
de nuestra evolución como seres humanos. Cuando uno se sacrifica, crece.
¿Se sacrificó por amor a Mapplethorpe?
En absoluto. Nos
conocimos con 20 años. Tuvimos una relación de amantes jóvenes. Jamás pensé que
él estaba cuestionando su sexualidad. Yo tampoco tenía mucha experiencia. Luego
se atrevió a plantearse cosas. Lidiábamos con asuntos fundamentales sabiendo
muy poco. Él me pidió que lo contara.
Resulta chocante que alguien que
representaba la ruptura sufriera tanta autorrepresión.
Es chocante hoy. En
1968 ocultar la homosexualidad era lo habitual. A los jóvenes los internaban en
psiquiátricos por eso. Era un estigma. Y él quería convertirse en artista y salvar
nuestra relación. No sabíamos más.
Sabrían poco, pero tuvieron claro que
su amor estaba por encima de todo.
Creímos en nosotros
mismos a través del otro. Cuando alguien tiene esa confianza en ti, eso te
aguanta toda la vida. Todavía hoy, cuando tengo un momento bajo, busco esos
instantes en el recuerdo y obtengo fortaleza. Uno puede recurrir a la memoria
para fortalecerse.
¿Vive tanto en su cabeza como en la
realidad?
Vivo en el pasado y
en el presente. En mi cabeza y en la calle. A veces mirar atrás es doloroso. He
perdido a tanta gente: a mi marido, a Robert, a Sam, a mis padres, a mi perro,
a mi hermano… Pero otras veces una fotografía o un libro te permiten traerlos
hasta el presente y te devuelven a esa persona un momento. La imaginación sirve
para viajar hacia lo desconocido o hacia lo conocido. Tiene esa fuerza.
Haríamos mal en no aprovechar ese potencial.
Conoció a Mapplethorpe cuando se mudó a
Nueva York con 19 años.
Trabajaba en una
fábrica de bicicletas que cerró. Buscaba trabajo. Llegué con lo puesto, pero
había restaurantes, sabía que encontraría algo. Encontré un puesto en una
librería, pero tuve que dormir una semana en la calle porque no tenía el
depósito para alquilar una habitación. A mí la escasez no me asusta. Crecí habituada
a ella.
¿Pasó hambre de niña?
Aprendí lo que era el
hambre y a no hundirme con eso porque algún día la comida volvía a casa. Lidiar
con las dificultades no ha sido para mí algo tan complicado como puede serlo
para otra persona. Yo sabía resistir. Además, era romántica. Asociaba ser
artista al sacrificio. Piense en Van Gogh. Tenía esa idea: tenía que estar
dispuesta a una vida de sacrificio si quería ser artista.
¿Sentía que pasando hambre daba el
primer paso?
Era ingenua, pero
aceptar el sacrificio te fortalece. Robert venía de una familia de clase media
y para él pasar hambre era insoportable.
Habla de sí misma como de “una chica
mala que trataba de ser buena”. Y de Mapplethorpe como de “un chico bueno que
trataba de parecer malo”.
Yo era pícara. Tuve
que espabilar y aprender a robar un poco, nada serio: coger comida y correr. A
Robert eso no le cabía en la cabeza. Era listo, aplicado…, la esperanza de su
familia. Pero él quería ser otra cosa. Por eso quería ser malo, para alejarse de
lo que se esperaba de él.
¿Por qué ser bueno tiene mala
reputación en el arte?
Mitificamos aspectos
malditos de la creación. Yo tuve una fuerte educación bíblica. Aprendí que ser
buena tenía que ver con tu capacidad para sacrificarte a favor de una causa
mayor. Pero también entendí que nunca sería una santa.
¿Sus padres eran testigos de Jehová?
Mi madre. Mi padre no
era religioso, pero leía la Biblia. Creía que era gran literatura y me lo
transmitió.
Con 19 años tuvo un hijo y lo dio en
adopción. ¿Ha vuelto a verlo?
¿Puedo contestar en
privado?
Claro, pero lo pregunto porque habla de
ese episodio en sus memorias asegurando que no pasa un día sin pensar en él.
Logré contactar con
él. Dijo que quería ser parte de nuestra familia pero de manera privada.
¿Contesta eso a su pregunta?
Tengo otra: ¿prefiere que no
mencionemos este tema?
Haga con esta
información lo que crea que puede ser más útil para todos.
Entre sus modelos siempre cita a Jo, la
hermana escritora de Mujercitas, y a Jim Morrison, el cantante de
The Doors. ¡Menuda combinación!
Morrison relacionó
poesía y rock and roll, pero el que realmente me indicó un
camino fue Dylan, simplemente porque lo probó todo. Me parecía como Picasso:
nunca ha dejado de cambiar. Cuando alguien que cambia es tu modelo, el mensaje
es: debes buscar tu camino de distintas maneras.
¿Por eso se quedó en blanco al
cantar A Hard Rain’s A-Gonna Fall cuando recogió el Nobel en
su nombre?
Fue humillante. La
orquesta estaba tocando, los reyes mirándome, la cámara enfocándome, y sentí el
horror. Nunca me había intimidado subir a un escenario. Pero lo extraordinario
sucedió después: recibí una avalancha de mensajes. El fallo humanizó mi
actuación. Los momentos que explican nuestra humanidad son los que nos llegan.
Aprendí una lección: la gente perdona un error en público si eres honesto y
cuentas lo que te está pasando.
Relaciona el arte con el atrevimiento.
Burroughs lo decía:
“Un artista ve lo que otros no ven”. Robert quería hacer algo que nadie hubiera
hecho.
¿Y usted?
Para mí no se trata
de conseguir lo nunca visto. Creo que el arte te acerca a lo que la gente llama
Dios. Como artista busco revelaciones. Para mí el arte es un viaje de
descubrimiento.
Prefiere a los artistas que transforman
su tiempo a los que lo reflejan.
Yo quiero que el arte
me lleve más allá del mundo en el que estoy. No leo mucha no ficción a menos
que esté estudiando algo porque solo la ficción tiene un lugar para la
improvisación y lo inesperado. Me sucede igual con la música. Prefiero escuchar
a Coltrane y que cada vez sea distinto. Me gusta más lo que se redefine
continuamente que lo que permanece inalterable.
¿Qué ha transformado usted como
artista?
Tengo una banda y soy
mujer. Pasé de escribir poesía a cantarla sobre un escenario convirtiéndola en
rock. Las únicas normas que tengo son las del decoro. Cuando escribí Éramos unos niños decidí hacer un libro
responsable. Todo lo que sale es cierto. No solo lo que hizo Robert
[Mapplethorpe] o la naturaleza de nuestra relación. También cualquier dato
sobre las librerías o sobre el precio de un perrito caliente. No es un trabajo
de fantasía: todo ocurrió. Pero más allá de ese libro, que Robert me pidió, soy
fiel a mi búsqueda, no a los hechos.
¿El Chelsea Hotel fue su universidad?
No terminé mis
estudios, pero allí tenía al profesor William Burroughs o al profesor Allen
Ginsberg, las grandes mentes de un momento, en la habitación de al lado.
De niña era una gran lectora. ¿Por qué
no estudió en la universidad?
Empecé en una, pero
tenía que trabajar en la fábrica. No era suficientemente buena como para
conseguir una beca. No conseguía esforzarme por lo que no me gustaba. Mi madre
trabajaba todo el día de camarera y mi padre era obrero. Pero no tenían
prejuicios. Eso los hacía creíbles. Crecí en un ambiente de carencias
materiales pero no mentales. Discutían todo el rato. Muchas veces por dinero.
Pero permanecieron siempre juntos no porque tuvieran hijos, sino porque se
reían juntos.
¿Se aprende algo de la escasez?
Es un romanticismo y
una realidad. Hoy por hoy yo no necesito mucho. El otro día estaba con mi hija
y me pidieron que firmara un libro. Iba con una camisa a rayas igual que la de
la foto del libro que era de 1972. Mi hija dijo: “Mira, eres la misma persona”.
¿Lo es?
Creo en la evolución,
pero veo que mis excentricidades siguen siendo las mismas.
¿Todavía se viste en tiendas de segunda
mano?
Compro muy poco. Me
duran las camisas que compré hace 30 años y una amiga me hace las chaquetas. En
general llevo ropa de hombre.
Cuando Mapplethorpe era su novio, usted
llevaba corbata y él pantalones de lamé.
A él sí le gustaba
acicalarse. Para mí la ropa de hombre es más ligera. Suele ser más cómoda y te
permite moverte. Lo mínimo que pido de la ropa es que no me oprima.
Incluso si vivió rodeada de las drogas
de sus amigos, ha descrito el café como su única adicción.
Nunca he tenido
adicciones porque crecí con una madre que fumaba dos paquetes al día y cuando
no tenía dinero para tabaco la veía llorar de ansiedad. Decidí que no quería
depender de algo que, en su ausencia, me hiciera sentir así. Además, fui una
niña enfermiza. Tuve tuberculosis y mi madre tuvo que luchar para mantenerme
con vida. ¡No iba a ir a Nueva York a tirar todo ese esfuerzo a la basura!
Luego vi cómo se morían amigos. Janis Joplin tenía pocos años más que yo y
murió de sobredosis. Puede que fuera romántica con el tema del hambre para
convertirme en artista, pero nunca lo fui con la muerte temprana. Soy una superviviente.
Tengo 73 años y espero vivir hasta los 93.
Puede que sí mitifique el café: le dio
dinero a un camarero para que abriera su propio local.
Y casi abrí uno yo.
Lo quería llamar Café Nerval: un sitio pequeño que solo sirviera café, pan y
aceite de oliva.
¡Un negocio redondo!
El amor por el café
me viene de la infancia. Mis padres lo tomaban nada más levantarse y a nosotros
no nos daban. Eso me fascinaba.
Nerval escribió en Aurelia: “Los
sueños son una segunda vida”. ¿Sus últimos libros son eso?
Soy una soñadora
diurna. A veces pienso en un estudio en Nueva York que me encanta. No puedo
pagarlo, pero imagino que una anciana me lo ofrece porque ella ya no lo
necesita. Lo paso bien imaginando. Lo dijo Stevenson: somos dos: uno camina en
el mundo, y el otro, en sueños.
En sus libros cuenta todo tipo de
problemas, pero no los de su familia. ¿No tenían?
Claro. Mi marido
murió cuando mis hijos tenían 6 y 12 años. Sabemos mucho de pérdidas, pero ni
por un segundo olvido lo que la gente está sufriendo en el mundo. Cuando era
joven solo quería ser artista. No tenía anhelo de fundar una familia y tener
hijos. Pero lo hice e inauguré un sendero que terminó por salvarme la vida.
Proteger su infancia hizo que mi empatía se expandiera.
Para hablar de racismo describió a
Billie Holiday con su gardenia, su chihuahua y su vestido arrugado por tener
que dormir en un banco cuando no la admitieron en un hotel.
No soy una activista
como Greta Thunberg o como mi hija, pero trato de utilizar mi voz.
Ha escrito que supo quién era Pessoa no
por lo que escribió sino por lo que leyó.
Al final eres lo que
guardas. Y en su biblioteca Pessoa tenía a Blake, a Baudelaire y novelas
policiacas.
¿Qué debe tener un escritor para
quedarse en la suya?
Un idioma. Rimbaud
está conmigo desde que tengo 19 años. También Nerval. Son guías. No he
necesitado entender todo lo que decían. La clave es que te llegue algo. La
poesía está escrita en un código secreto que a veces cuesta entender.
¿Qué piensa de la Nobel Louise Glück?
Tengo que ser honesta
y decir que no estaba en mi radar. Pero la leeré.
¿Siempre se ha sentido libre?
Sí. En la pandemia lo
he pensado: no he dejado de sentirme libre pese a estar encerrada. Creo que es
un privilegio, una conquista mental que uno logra cuando dedica su vida a no
molestar y a hacer algo que le permite crecer como persona.
¿Dónde deja su enfado?
En el escenario, cuando doy la patada. No soy vengativa. Me he equivocado y me han perdonado. Trato de hacer lo mismo. No pido perdón por ser como soy y cuando me enfado con Trump o con dictadores de otros países salgo a la calle y protesto.
(EL PAÍS España/ 28-11-2020)
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