por Rosa García Macías
¿Qué fue primero: el huevo o la
gallina? Esa pregunta siempre se ha utilizado para representar la incertidumbre, el desconocimiento del ser humano y,
quizá, si nos ponemos un poco filósofos, para simbolizar una u otra postura
sobre la existencia de un Creador.
En una ocasión, hablando con un
amigo, surgió una conversación sobre sensibilidad, arte, naturaleza… Y en fin,
sobre la vida. Esta vida llena de interrogantes, libros y
sueños que llevamos quienes nos sumergimos hace ya tiempo en
esto de la filosofía y jamás hemos deseado salir a flote. Y entonces esa
pregunta de la gallina, aparentemente vulgar y tosca, adquirió una nueva forma
para mí, con múltiples expresiones: ¿qué fue primero: la naturaleza o el arte?,
¿quién fue primero: el artista o el arte?, ¿es realmente el arte el que plasma
a la vida, o es la Vida quien, en palabras del
maravilloso Oscar Wilde, imita al Arte?
Desde la antigua
Grecia la inspiración aparecía
como un elemento incontrolable, inconsciente e irracional. Los poetas,
embargados y embriagados por la misma, escribían sin cesar, guiados, para Platón, por los mismísimos dioses. El ser humano era un
elemento a merced de algo superior y, enajenado, se entregaba a ese placer y
esa condena que ha supuesto siempre escribir. Placer, porque jamás nos sentimos
más libres que cuando escribimos; condena, porque sabemos que, al finalizar,
volveremos a ser simple y llanamente lo que somos: una contradicción fatua,
mortal e insignificante. Porque son las palabras las únicas que tienen
significado. Porque es el arte el único elemento con sentido.
Como decía, el poeta se encontraba “fuera de sí”, era un mero
instrumento. Igual ocurría cuando aparecían las musas.
Calíope, Clío, Euterpe y otras seis no menos importantes guiaban al poeta, al
¡historiador!, al músico. Todos ellos quedaban seducidos para después entregar
el fruto de su aventura a la protección y salvaguarda de tales divinidades.
Estas musas han cobrado formas muy distintas a lo largo de la historia, pero en
esencia su poder de atracción y su aire de fatalidad se han mantenido intactos.
La imagen de la musa como mujer inocente
y a la vez fría, tan arrebatadoramente inconquistable que roza la crueldad, tan
inabarcablemente hermosa que roza el dolor, tan al alcance del artista, tan
lejana e imposible para el individuo que hace a través de ella, arte.
De un modo u otro, nos encontramos
metáforas en el camino que parecen insinuar que, cuando el ser humano crea, lo hace de forma inconsciente.
Quizá guiado por una sensibilidad única –tan única que es, a la vez, compartida
por todos los artistas–. Quizá guiado por el deseo y la quimera de ser
inmortal. El caso es que los artistas suelen ser creadores creados. Y es en este punto donde me pregunto
de nuevo, por tanto, ¿cómo podemos, entonces,
afirmar que es el arte el que imita a la vida? ¿No será la vida
la que necesita, reclama y se deja guiar por el arte? Dice Wilde en La decadencia de la mentira:
Aunque pueda parecer una paradoja –y
las paradojas son siempre cosas peligrosas–, no por ello es menos cierto que la
Vida imita al arte mucho más de lo que el Arte imita a la vida. […] Un gran
artista inventa un tipo, y la Vida trata de copiarlo, de reproducirlo en
formato popular, como un editor industrioso. Ni Holbein ni Van Dyck encontraron
en Inglaterra lo que nos han dado. Traían sus tipos consigo, y la Vida, con su
aguda facultad imitativa, se aplicó a suministrar modelos al maestro. Así lo
comprendió el sagaz instinto artístico de los griegos, que en la estancia de la
recién casa ponían una estatua de Hermes o de Apolo, para que engendrara hijos
tan hermosos como las obras de arte que contemplaba en su éxtasis o su dolor.
Sabían que la Vida no sólo gana con el arte espiritualidad, hondura de
pensamiento y sentimiento, tumulto o paz para el alma, sino que puede modelarse
a sí misma conforme a las líneas y colores del arte. […] En una palabra, la
Vida es la mejor discípula del Arte, y la única.
La insulsa Vida necesita al Arte para
seguir, paradójicamente una vez más, estando viva. La existencia sin
Arte tan sólo sería un continuo subir y bajar la piedra de Sísifo como el que
sabe, precisamente, que tras subir la única opción será bajar. La Vida sin Arte
sería una limitación, o más aún, sería una
conciencia plena de nuestra limitación, de nuestro sinsentido: ni siquiera
Sísifo y su roca existirían, tal sería nuestra oscuridad. Así continúa diciendo
Wilde:
La Naturaleza no es una gran madre
que nos haya parido. Es creación nuestra. Es en nuestro cerebro donde cobra
vida. Las cosas son porque las vemos, y lo que veamos, y cómo lo veamos,
depende de las Artes que hayan influido. Mirar una cosa es muy distinto de
verla. Nada se ve mientras no se ve su belleza. Entonces, y sólo entonces,
adquiere existencia. En la actualidad, la gente ve nieblas, no porque haya
nieblas, sino porque poetas y pintores le han enseñado la belleza misteriosa de
tales efectos. Podrá haber habido nieblas en Londres desde hace siglos.
Seguramente las hubo. Pero nadie las veía, y por lo tanto nada sabemos de
ellas. No existieron hasta que el Arte las inventó.
Hace aquí uso Wilde de la
mirada. ¿Qué sería de nosotros sin arte en el que mirarnos? Pues
el Arte no es sino el espejo de la Vida,
y sin él no habría reflejo. ¿Dónde quedaría el amor si no hubiese arte? Sin ese
poder contemplarse como se contemplan los amantes,
creando primavera, haciendo las paces con el tiempo, entregándose gozosamente
al ser-para-otro, convirtiendo a ese otro en un
cuadro, un lienzo, una melodía. Sin arte, las mariposas del pecho de los
amantes serían reemplazadas por órganos a secas; sin arte, los suspiros de Mme.
Bovary le habrían arrojado al suicidio nada más nacer, ya en las manos de Flaubert. Y es que, podríamos decir, no hay creación
más perfecta que el amor, el amor artístico, ese que se trasluce en los versos
y besos de incontables poesías. Por tanto, ¡tampoco habría amor sin arte! Y una
vida sin amor, una vez más… no sería Vida.
Por último, para finalizar, continúa
diciéndonos Wilde:
… la meta consciente de la Vida es
hallar expresión, y el Arte le ofrece distintas formas hermosas a través de las
cuales poder hacer realidad esa energía. […] La revelación final es que la
Mentira, contar cosas bellas y falsas, es el objetivo propio del Arte. Pero de
esto creo haber tratado con suficiente detalle. Y ahora salgamos a la terraza,
donde “languidece el lechoso pavo como un espectro”, mientras el lucero
vespertino “baña el ocaso de plata”. A la hora del crepúsculo la naturaleza se
transforma en un efecto prodigiosamente sugestivo, y no carece de hermosura,
aunque quizá su principal aplicación sea ilustrar citas de los poetas.
Y si la meta de la Vida es hallar expresión, nuestra meta como poetas, escritores, músicos, ¡historiadores!, pintores, será ser vehículo de esa expresión, precisamente, expresándonos. Sólo de esa forma la Vida adquirirá sentido, sustrayéndoselo al Arte, imitándolo, respirando directamente su aliento. Y entonces Sísifo comenzará a rodar su roca, y Mme. Bovary luchará por vivir con pasión ahogándose en el tedio. No diré aquí que su existencia sea falsa, participación de la Mentira de la que habla Wilde, pues eso nos llevaría de cabeza a otro ensayo. Pero sí diré que sólo concediendo al Arte el lugar que le corresponde, encontramos nosotros lugar. Sólo así nos encontramos –aunque sea para perdernos–. Porque sólo así las contradicciones son metáforas, la filosofía tiene algo que decir, y estas palabras son algo más que palabras. Sólo así, nosotros, somos. Aunque sólo sea como el deseo de ser la cita de un poeta, o la respuesta a una pregunta tan trivial como necesaria, germen de toda esta locura, pero una vez más –y siempre– inacabada: ¿Qué fue antes…?
(El vuelo de la lechuza / 15-5-2018)
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