martes

OCHO CUENTOS DE ULISES PANIAGUA (4) / EXCLUSIVO DESDE MÉXICO

 Barrio viejo

 

El día que la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo.

Gabriel García Márquez

 

A Dylan no le gusta hablar de eso. Le duele, por lo que pasó, por la manera como terminaron las cosas. Aunque en el fondo le gusta la imagen de héroe, de personaje importante en Barrio Viejo.

 

Apenas queda mirarlo, sentado en la banqueta, trazando rutas sobre el asfalto con una rama. Parece un abandonado. Se ve tan solo que nadie se atreve a pensar que lo que hace tiene algo de pose, de afectación admirada por chavos de nuevas generaciones. Ya sabes, la idea del mártir que nos han inculcado. Por eso se dejó crecer la barba y el cabello al estilo de los guerrilleros o de los apóstoles.

 

Antes era fuerte y guapo, eso podíamos verlo hasta los hombres. Tenía la piel apiñonada y un cuerpo fuerte, elástico, que perseguían las chicas. A ti te hubiera gustado si lo hubieras conocido entonces, y me hubieras hecho sentir celos por estar lanzando miradas a mi hermano cada vez que yo tuviera que ir a la cocina para traerte una cerveza. Estoy seguro que sería así. Entonces tendría que recordarte que tú me pediste que fuéramos novios, y no al revés, para que dejaras de babear ante su presencia.

 

A mí me enorgullecía porque era popular. Cuando las muchachas enamoradas de él me encontraban en la calle, me hacían fiestas y me llenaban de besos las mejillas. Yo entonces tenía cinco o seis años; era tímido. Güerito, igual que él, decían ellas. Les fascinaba lo colorado de mis chapas cuando conseguían avergonzarme, mis aires huraños para fingir una fuga entre sus caras coquetas.

 

Mi mamá siempre lo ha preferido. Eso es porque el parto que lo trajo al mundo fue delicado. Traía el cordón umbilical alrededor de la garganta, aseguraban que iba a morir. Dylan resistió no sólo el alumbramiento, sino también un par de semanas difíciles cuando lo metieron a una incubadora de la clínica popular. Mamá dice que él se iba a llamar Moisés, porque les pareció que se había librado de milagro de la muerte, como cuando el profeta en la Biblia se salva de la furia de los egipcios navegando dentro de una canasta. Sin embargo, vino mi padre y su onda americanizada y decidieron ponerle Dylan, porque tiene los ojos verdes (a mi padre le gustaba tanto lo americano, que se largó de vuelta a Chicago). Como mamá no quería quedarse sin usar el nombre de Moisés, me lo puso a mí, como homenaje a mí hermano.

 

Me he reído muchas veces de su nombre gabacho. Es que Dylan no sabe inglés; ni una pizca. Se lo recuerdo cuando se pone grosero conmigo. Él podrá ser quien ha sido, pero no sabe inglés. Cuando se lo digo desata su rabia: comienza a manotear al aire, gritando que no tengo derecho a criticarlo, yo, quien ha usurpado hasta su nombre. Enojado dice cosas terribles. Con las tías y la abuela se ha expresado peor. No puede controlarse. No lo culpo: la desesperación le hace darse cuenta de que la anemia que arrastro no me impide saltar de aquí para allá cuando juego béisbol con los del barrio: el Chino, la Mary, el Huesos. Él no puede. A veces no soporto sus miradas rencorosas. Sé que Dylan quisiera correr y reír como antes.

 

II

 

La Santísima me trajo al mundo, carnal. Ella misma me quitó las piernas. También me arrebató el ímpetu de levantar a la gente de este barril. Dicen que eso pasó porque el día que me salvé de que me acuchillaran los de San Lorenzo por andarme tirando a la hija de un judicial, no le fui a dar las gracias a la imagen de la patrona, preferí irme al billar con la banda para ganarme unos billetes. Yo no entiendo cómo puede ser, si los castigos divinos pueden ser tan cabrones, y esperar años, calladitos. La neta es que sí me lo advirtieron.

 

Cuando me escapé de los de San Lorenzo tenía quince o dieciséis años. Era poco más grande que tú, pero ya estaba bastante maleado. En esos años sólo pensaba en la calle; en vivírmela de vago sin apoquinarle a la casa. Las viejas me jalaban, y las tías me daban güeva con tanto sermón sobre las buenas costumbres y esas mamadas. Era irresponsable, pero vivía feliz ignorando tantos pedos que ya se venían encima.

 

El que me metió al desmadre fue Ayala, ese que estaba estudiando ciencias políticas en la facultad del sur. Me explicó que no quedaba mucha agua en la ciudad, que se la habían terminado los empresarios con esa mierda de la especulación inmobiliaria, que éramos muchos los pobres y que ya no le interesábamos al gobierno porque no representábamos varo para ellos. Me puso a pensar.  No le creí al principio. Él hablaba de deshielos en los polos, y que si se iba a acabar no sé qué capa del cielo; que la cosa se estaba poniendo fea; que los ricos se iban a adueñar hasta de la última gota que se conservara en los manantiales y en los pozos. Me acuerdo que el día que me platicó todo esto por primera vez le grité; le dije que se dejara de pendejadas, que leer tantos comics que le gustaban mucho le estaba haciendo daño; le dije: esa película ya la pasaron muchas veces en el cine, y siempre acababa en tragedia. Pero poco después, un año o dos no estoy seguro el agua empezó a fallar en Barrio Viejo durante días, luego por semanas. Entonces me di cuenta de que Ayala tenía razón, pero no pude confesárselo. Nunca lo volví a ver. Por ahí se rumora que los milicos lo raptaron por revoltoso. Alguien asegura que vio su cuerpo en un tiradero de basura, allá por los rumbos del Cayado o de Cerro Quieto. Quién sabe si será cierto.

 

III

           

Dylan me platicó cómo fue. Él no sabe de libros, pero estaba seguro que era mejor actuar que componer el mundo con discusiones pendejas en cafés universitarios. A balazos, carnal, me dijo en una ocasión, los cambios se hacen con plomo. Luego anduvo rondando unas reuniones de anarquistas que hablaban mucho sobre un tal Lipovesky, sobre democracia y la idea de derribar sistemas. A Dylan esas tertulias le parecieron inútiles por su pasividad.

 

Lo único que le interesa a estos compas es imponer sus ideas sobre los otros; darse a notar. En el fondo tienen madera de dictadores.

 

A mi hermano no le interesaba la grilla; lo que quería era rescatar a nuestra madre y al barrio de la crisis que se avecinaba. Me pidió que le buscara en internet datos sobre las rutas de abastecimiento en la ciudad. Yo buscaba la información y le mostraba lo que encontraba. Así fui integrándome a sus planes.

 

Fue curioso: en los noticieros la información sobre la situación del agua era discreta, pero en las calles notamos mucho movimiento indicando que el ejército quería controlar los centros de abastecimiento. Dylan pensó rápido y pensó bien. Consiguió sobornando a un coronel amante de una masajista de la calle cuatro entrar a trabajar a la planta.

 

IV

 

Empezamos a chambear a principios de febrero. Después de dos quincenas en la planta habíamos ganado el respeto de los compañeros. Sobre todo gracias al Rodo, que tenía la sangre ligera. Yo, en cambio, soy huraño; pero pienso que me admiraban en silencio porque no me metía con nadie, y porque soy bueno para rifarme. La chamba estaba papita. Nos mandaban con las pipas de agua a edificios de gobierno, para llenar cisternas grandotas. También hacíamos viajes a casas lujosas que habían levantado tanques elevados para que no les faltara el líquido. El jefe nos exigió que no contáramos nada; nos pidió que no mencionáramos nombres ni direcciones, porque a los que les llevábamos el agua eran empresarios o diputados, tipos pesados que no querían problemas. Puros picudos. Cuidadito con soltar algo, nos amenazaron.

 

Los tres primeros meses surtimos las casas y los edificios que nos asignaron, para no levantar sospechas. Pero al cuarto mes, una vez que le agarramos el modo, comenzamos a saquear las pipas. Fue cuando estábamos pensando en robarnos uno de los camiones, ¿te acuerdas, Moi? Y a ti se te ocurrió una forma más chida de sabotear la planta. Entonces Don Samuel, el de la tienda de abarrotes, se puso bello y prestó sus ahorros como de diez años para comprar una pipa vieja. Lo hizo por la comunidad, pensando en el futuro de sus chavos, bien aconsejado por ti. La idea no pudo ser mejor. Eres un chingón.

 

V

 

A Dylan le gustó lo que propuse. La planta está ubicada en el norte. Para llegar a las residencias de El Manjar hay que pasar cerca de Barrio Viejo. Entonces mi hermano y el Rodo se estacionaban en la gasolinera de la calle ocho; la operación no llevaba más de cinco minutos. Cuando llegaban conduciendo la pipa de la empresa, el armatoste que donó Don Samuel estaba esperando justo a su lado, para que vaciaran, con apuro, la tercera parte de su contenido. Los camiones tenían unidad de localización satelital, pero de cualquier forma había que abastecerlos de gasolina dos veces al día. En la planta no sospechaban. A los despachadores de la gasolinera les regalábamos un tambo, para comprar su lealtad.

 

La pipa de Barrio Viejo daba sus vueltas periódicas a la calle ocho. En el barrio la veíamos regresar, triunfante cruzando entre paredes cacarizas, entre los tonos verdes y grises de las fachadas para repartir agua a la gente. Por supuesto, no se cobraba ni un centavo.

 

Allí fue donde me encontraste ¿Te acuerdas, Yanaí? Trepado sobre el tanque del camión viejo, repartiendo cubetas a viejitas y niños; organizando a los pordioseros que buscaban un trago para calmar la sed. Entonces te vi, mulatita hermosa. Salías de casa de tus primas.  Usabas unos jeans ajustados y una ombliguera blanca, sexy. Primero pensé que eras una de esas que se acuestan con cualquier gandul que les regale comida. Luego me enteré de que casi no sales de casa, que estudias porque le tienes asco a la pobreza. Me avergoncé por lo que pensé de ti la primera vez.

 

VI

 

Pásame esa botella, carnalito. Ya sé que me pongo mal cuando tomo. Quiero olvidar. Eso quiero. No te vayas, sé que eres chido y soportas mis pláticas necias porque me quieres. ¿Tienes prisa? ¿Vas a ver a Yanaí? Ten cuidado. Ya ves cómo son de pirujonas las de su cuadra. ¿Te platiqué que una vez me tiré a una de sus primas? Se movía rico. Está bien, si dices que tu mulata es diferente, así debe ser. No opino sobre eso. Déjame contarte al menos, otra vez, cómo me desgració la vida ese guey. Sé que lo he contado muchas veces, pero no cierra la herida, la del corazón, quiero decir ¿Puedo?

 

Ya estás, va de nuevo: pasaba de la una de la madrugada, nos habían encomendado llevar una pipa a la mansión de un dealer. Estábamos marcados por culpa de un administrador al que no le cuadraban los números. El hijo de puta nos denunció; como si el agua fuera suya. Estuvimos en la cuerda un rato, pero la neta es que no nos pasó por la cabeza el que nos anduvieran vigilando. Ejecutábamos la maniobra de siempre en la gasolinera, cuando vimos venir a dos puercos. Liqué la acción y comprendí que se le iban encima al Rodo. Supe que no iban a llevárselo vivo, se les veía en las jetas. Por la Santísima, lo juro tú lo sabes porque te cuento cada cosa, nunca antes había jalado del gatillo, por lo menos no para tumbar a un cabrón. Pero vi que peligraba mi compa y me dije valió madres; y saqué de la guantera la fusca que me regaló un gandul que estuvo en cana.

 

Nada más me vieron los polis, quisieron sacar los fogones. No tuvieron chance: de cuatro descargas los tenía tumbados en el piso; uno jodido y el otro llorando, suplicando que no lo matara. Le puse la cuarenta y cinco en la cabeza y le dije que no se pasara de huevos, que para qué nos andaba siguiendo. Entonces se dejaron venir dos patrullas que seguro les andaban haciendo el quite. El Rodo se fue sobre el arma del muerto, pero a la mera hora se arrugó, y dijo que mejor le paráramos, que nos iban a quebrar. Pinche puto, el Rodo. Pensé en mamá, y en ti, que eras un niño. Miré en mis pensamientos las caras tristes de los vecinos y de las nenas del barrio. Te juro que hasta me parecía ver los portones oxidados, y la cosa esa de madera que inventaron para acarrear los tambos de agua a las azoteas. Juré que ustedes no iban a morir de sed.

 

Me olvidé del tipo que lloraba sobre el asfalto. No lo troné. Salí como fiera a soltar balas, a recibir tiros. Traía la suerte de mi lado: eran tres polis más, y ninguno tenía buena puntería. Creo que eran principiantes. Me fui acercando a ellos, mientras veía como los plomazos incendiaban la noche. La despachadora no dejaba de gritar que no se quería morir. Los cristales tronaban. Cada estallido me encendía la sangre. A los tres policos les partí la madre. No hubo perdón para ellos. Al final, cuando los vi tirados, revolcándose entre espumajos de sangre, tuve la calma de prender un cigarrito. Ya sé que no es humano, pero les traía odio. Luego vino el Rodo corriendo. Escuchamos otras patrullas. Apagué el cigarro y eché una llamada acá, a la raza de Barrio Viejo, para que estuvieran al tiro cuando llegáramos. El Rodo se trepó a la pipa y la echó de reversa. Yo venía en chinga cuando oí el tiro. Ya en el estribo sentí un dolor caliente que me llenó la espalda. Era una sensación rara, como si me hubieran partido en dos. Y pues sí, carnal, me habían roto la columna de un balazo. Como pude, me arrastré hasta el asiento.

 

Esa ocasión Barrio Viejo mostró porque somos los que somos. El Rodo llevó la pipa al interior de nuestras calles. Salió un buen de banda a las aceras, a las azoteas. Todos armados con escopetas y plomos, para rifarse a lo que fuera. Los tiras se asustaron. Nada más fintaban con lanzarse, pero no se atrevieron. Nadie abrió fuego. Prefirieron perder la pipa. Todos estuvieron conformes: los polis y los del barrio. Yo no, porque no pude moverme para ayudar. Ni esa noche ni ninguna otra he podido moverme. Quedé hecho un vegetal, un pinche muñeco del que las mujeres sienten lástima. Estoy condenado a esta silla de ruedas, a ver cómo los niños juegan cascaritas y me miran con la compasión con la que se mira a un perro.

 

VII

 

Eso me contó Dylan. Después me hizo jurar que yo defendería a Barrio Viejo, que usaría mi inteligencia para salvarnos. Tú tienes cabeza, me dijo, eres cerebrito. Es la única vez que me ha dado un abrazo, seguro estaba mal,  andaba borracho.

 

¿Verdad que aunque sea guapo no me cambiarías por él? ¿Verdad que me quieres, aunque no sea alto ni musculoso?

 

Pienso en lo que me pidió mi hermano. Estoy en tercero de secundaria y tengo claro que voy a terminar la carrera de abogado dentro de unos años. Con mi promedio puedo conseguir una beca. Pero tengo dudas. Para qué sirve una carrera si nos vamos a morir de sed. Para quién voy a ejercer, a quién voy a rescatar de la cárcel. Mi madre se ve cansada. Los niños de la cuadra se ven deshidratados. He estado pensando por las noches, no he podido dormir. Por eso me cargo estas ojeras, Yanaí.

 

Hace poco mataron a unos compas, aquí cerca. Eran gente buena, con la pinta suficiente para robar pero jamás para herir a un cristiano. Tuvieron problemas con un judicial. Se habla de algunos kilos de coca que quedaron a deber. Mientras dormían los llenaron de plomo. Estaban tan drogados que no se enteraron. Desde entonces las cosas han cambiado, se han vuelto salvajes. La policía arma investigaciones sobre cualquiera que pueda dar problemas, que les parezca sospechoso de un delito, verdadero o inventado. Aunque la banda se defiende, se agrupa y se pone ruda.

 

No sé qué intentarán cuando se enteren de que hemos vuelto a surtir nuestra pipa de agua, con nuevos métodos. Te cuento esto porque me lo pides, porque te quiero. Será un orgullo demostrar que puedo ser grande como Dylan; tal vez no tan guapo ni tan intrépido, pero sí inteligente y efectivo. No sé si me mueven las ganas de salvar a mi gente, o justificaciones de un ego atormentado. A veces pienso que no debería meterme en problemas. Pero Barrio Viejo me necesita. La sed no sabe esperar. En sueños recientes mi madre me acaricia el cabello con dulzura, como cuando era pequeño, mientras Dylan me mira desde el fondo de la habitación. No sé qué signifique ese sueño. La verdad, no quiero pensarlo. A mí tampoco me gusta hablar de eso.

 

*Del libro Entre el día y la noche (UAM,2017)

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