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IRENE DE ATENAS, LA PRIMERA EMPERATRIZ BIZANTINA EN OCUPAR EL TRONO CON SU PROPIO NOMBRE, NO COMO SU CONSORTE

 

por Jorge Álvarez


No hace mucho, en el artículo dedicado al extravagante baile de disfraces ruso que sirvió de inspiración para el vestuario de la película La amenaza fantasma, reseñábamos que María Miloslavskaya, la primera esposa del zar Alejo I (el padre de Pedro I el Grande) y madre del zar Fíodor III, había sido elegida como cónyuge real por su belleza entre doscientas candidatas de la aristocracia convocadas ad hoc en la corte. Una curiosa costumbre denominada Смотр невест, es decir, espectáculo de novias, que en realidad era de origen bizantino y por la que habría tenido que pasar la primera reina en vivirlo, Irene de Atenas, emperatriz de Bizancio entre 797 y 802.

 

Sofía Paleóloga, sobrina de Constantino XI (último emperador de Bizancio), fue la que en el siglo XV llevó esa peculiar tradición a suelo ruso tras casarse con Iván III y empapar la corte moscovita de la pompa típica de su país de origen, convirtiéndola en la llamada Tercera Roma (la segunda fue Constantinopla). Irene, cuya vida transcurrió más de medio milenio antes, gozó aún de más poder que ella, pese a vivir en un mundo dominado por hombres que procuraron aprovecharse de su condición. Era de sangre noble, de la ilustre familia Sarantapechos, una dinastía que ejercía una considerable influencia en la zona central de Grecia. Sin embargo, ella había quedado huérfana de niña, lo que limitaba sus posibilidades económicas.

No obstante, tenía una baza: una belleza extraordinaria que favoreció que fuera llevada a la corte de Constantinopla por orden del emperador Constantino V para casarla con su hijo León. Ahora bien, la hermosura no podía ocultar importantes diferencias, tanto en lo económico como en sus respectivas creencias, que en principio deberían constituir un obstáculo para ese enlace: mientras que Constantino era un activo iconoclasta (su padre, León III, había prohibido las imágenes de Cristo y los santos por considerarlas heréticas), Irene acreditaba todo lo contrario. La cuestión puede parecer baladí pero no lo era en un tiempo en que la fe estaba estrechamente vinculada al poder imperial.

Por esa razón se cree que Irene fue una de las candidatas incorporadas a un espectáculo de novias, en el que un número de jóvenes de todo el país célebres por su belleza desfilaban ante el que podría ser su futuro marido. En realidad se trata de una especulación deducida de ese contexto mencionado porque no hay ninguna prueba documental que lo demuestre e incluso hay autores que opinan que esa práctica es una invención de los historiadores del siglo IX. Sin embargo, no se trataba de algo exclusivo del Imperio Bizantino, pues también se practicaba en la China imperial desde la dinastía Song y, como vimos, se exportaría a Rusia, donde perduró hasta la boda de Iván V y Praskovia Saltykova en 1684, cuando ya hacía cientos de años que había acabado en el lugar de origen.

Si realmente ocurrió, Irene habría inaugurado la costumbre; si no, el honor correspondería a su nuera, María de Amnia, escogida por ella de entre trece mujeres para su hijo Constantino VI en el año 788 d.C. Pese a todo, la elección no garantizaba el éxito matrimonial y la mejor prueba fue Constantino mismo, que abandonó a María y, a pesar de tener dos hijas (a las que mandó a un convento) y haciendo caso omiso de la oposición de la Iglesia Ortodoxa, se divorció de ella para volver a casarse con Theodote, una kubikularia (dama de honor) de su madre.

 

En cualquier caso, Constantino fue el primer vástago de Irene y León, nacido en el 771 d.C. cuatro años antes de que muriese el emperador y su heredero ascendiera al trono como León IV el Jázaro. El apodo le venía por su madre, la princesa jázara Tzitzak (rebautizada también Irene); los jázaros eran un pueblo túrquico procedente de Asia Central que concedió la mano de ella al fallecido emperador Constantino para formar una alianza entre ambas naciones. León reinó apenas un lustro, pues falleció de tuberculosis en el 780; al menos en solitario, pues su padre le había asociado al trono desde niño, al igual que hizo él con su hijo en el 776 para intentar garantizarle la sucesión y evitar las ambiciones en ese sentido de sus tíos, los césares Nicéforo y Constantino (aún así, se descubrió una conspiración de éstos que supuso su destierro).

El reinado de León contrastó con el de su progenitor en aflojar la persecución hacia los iconófilos, seguramente por deferencia a su mujer, hasta el punto de que incluso nombró patriarca de la Iglesia a uno de ellos, Pablo de Chipre. Ahora bien, una cosa era la tolerancia y otra cambiar el carácter de la religión imperial, que oficialmente siguió siendo iconoclasta y eventualmente se practicaban persecuciones contra los opositores a ella. La más dura y decisiva tuvo lugar cuando se descubrieron iconos en los aposentos de Irene, con la que se negó a volver a tener relaciones conyugales. Hay dudas sobre la veracidad de ese episodio por resultar demasiado similar al de la emperatriz Teodora, esposa de Teófilo, que unas décadas después pondría fin a la iconoclasia. Sea cierto o no, la cuestión terminó con el óbito del emperador y la conversión de Irene en regente, dado que su hijo sólo tenía nueve años.

Apenas había transcurrido un mes cuando se tuvo que enfrentar a la primera conspiración palaciega, dirigida por su cuñado Nicéforo. Pudo evitarla y, para prevenir nuevos intentos, sustituyó a todos los dignatarios imperiales por personas afines; intentando congraciarse con su familia política, también ofreció a Anthousa, hermana de León, ser corregente, si bien ella lo rechazó. Eso la dejó sola en el trono, caso que sólo tenía el precedente de Martina, la segunda esposa del emperador Heraclio; una referencia poco tranquilizadora porque únicamente había podido mantenerse un año antes de que le cortaran la lengua y la desterrasen a Rodas.

Algo así se esperaba que ocurriera también con Irene, por eso ésta buscó aliados fuertes. Para ello, entabló relación diplomática con el Papa y pactó el matrimonio de su vástago con la princesa franca Rotruda, hija de seis años de Carlomagno e Hildegarda de Vinzgouw, enviándole incluso un profesor de griego, aunque ella misma rompería el acuerdo tiempo después, cuando francos y bizantinos entraron en guerra. Nada de ello impidió una nueva conspiración, esta vez acaudillada por el stratego Elpidio, que se alzó en armas en Sicilia. Derrotado por una flota bizantina, se refugió en el califato abasí, al que convenció para invadir las posesiones bizantinas en Anatolia. Irene tuvo que frenar la agresiva expansión por los Balcanes que había impulsado y aceptar pagar un enorme tributo anual para que los musulmanes se retirasen.

Entretanto, como cabía esperar, la regente reinstauró el culto a los iconos mediante la celebración de dos concilios, el de Constantinopla en el 786 y el de Nicea un año después, favoreciéndose durante este último una aproximación al papado. Pero la tendencia autocrática de Irene empezaba a ser una molestia para Constantino, que iba creciendo y poco a poco intentó zafarse de la tutela de su madre; ya vimos cómo se divorció de la esposa que ella le había buscado. Aunque inicialmente todo ello le resultó contraproducente, aumentando el personalismo de Irene, finalmente se produjo una insurrección -apoyada por armenios- que puso fin a la regencia.

Madre e hijo compartirían el trono pero la proverbial imagen intrigante del imperio bizantino no es gratuita y en el 797 Irene dirigió un golpe de estado contra él. Constantino VI tuvo que huir al Bósforo, mas, fue alcanzado y enviado de vuelta a Constantinopla, donde se le sacaron los ojos; una infección ocular acabó con él en los días siguientes, coincidiendo con un eclipse solar que sumió la Tierra en la oscuridad, lo que se consideró un signo del horror que aquel acto había provocado en Dios. Irene quedó como gobernante única y se atrevió a usar eventualmente el título de basileus en vez de su versión femenina, basilissa, como si se tratara de una nueva Hatshepsut, aquella reina egipcia que se hacía llamar faraón y usaba barba postiza.


El poder omnímodo que llegó a alcanzar sólo tenía parangón en occidente en la persona de Carlomagno y ambos imperios vivieron una dura rivalidad, especialmente cuando el papa León III, ante la ausencia de un emperador varón en Constantinopla, nombró para ello al rey franco, algo que los bizantinos consideraron una infamia. Carlomagno nunca pudo ejercer ese cargo, obviamente, por lo que Irene siguió gobernando. Ahora bien, raro era el emperador que terminaba sus días tranquilamente. Otro golpe de estado organizado por patricios y eunucos en el año 802 tuvo éxito por fin e Irene fue derrocada y sustituida por su genikos logothetēs (ministro de finanzas), que subió al trono como Nicéforo I.

A ella se le perdonó la vida pero fue recluida en Lesbos, donde debía trabajar hilando lana para ganarse el pan. Su exilio no duró mucho, ya que murió en el 803. Paradójicamente, el recuerdo que dejó fue fundamentalmente religioso, como aquella que restauró el culto a los iconos y devolvió su dignidad a los monasterios.

Fuentes: Historia del estado bizantino (Georg Ostrogorsky)/A history of Byzantium (Timothy E. Gregory)/The making of Byzantium, 600-1025 (Mark Whittow)/Byzantium (Robert Wernick)/Byzantium. The imperial venturies, AD 610-1071 (Romilly Jenkins)/Byzantium (Giles Morgan)/Byzantine empresses. Women and power in Byzantium AD 527-1204 (Lynda Garland)/Wikipedia


(LBV / 10-12-2019)

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