miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (112)

 El sitio de la Mulita (35)

  

Ya hacía ratos que el clarín había ordenado ir a dormir callado la boca el milicaje, mucho más hacía que la Mulita encendiera el candil, y todavía el Aperiá permanecía en la cama, con dos almohadas bajo la cabeza. Contra lo que él mismo dispusiera, a la tarde no se levantó a conceder descanso a su protegida. Cayó en un pesado sueño que, por lo prolongado ya empezaba intranquilizar a la joven, cuando ella, pareciéndole que la llamaba, abandonó la cocina. Mas al ir a trasponer el umbral, la Mulita se quedó hecha estaca.

 

-Mire, don Ñacurutú -oyó que desvariaba el Aperiá con entrecortada voz- mire también usté, buen hermano: lo legal es lo legal, ya sé, pero yo me voy a quedar aquí otro poco. ¡Ustedes ven que tiene que ser así, como yo digo!... Yo… yo, estén tranquilos, voy a entrar el primero, pero…

 

Y entraba, no más, la Mulita en el cuarto, porque ya las palabras eran ininteligibles, cuando escuchó de nuevo, ahora, con el acento del miedo:

 

-¡No! ¡No! ¡A mí no me empujen! ¡Yo entro solo, pero esperensén! ¡Tengo una cosa que decir! ¡Tengo una cosa que decir a todos! ¡Una cosa, a toditos los que quedan para otra vez!

 

Con los ojos muy abiertos, con los brazos muy tiesamente caídos, lloraba la Mulita junto a la cama como quien, solo, subido en el mojinete del rancho en una inundación que ha cubierto la inmensidad del campo, ve venirse, bien bajita, la noche, después, no ve nada más que la oscuridad por los cuatro lados, y siente que el agua crece sin cesar, inatajable.

 

Mas el Aperiá había hecho un movimiento de zafe y abrió los ojos. Los revolvió, primero. Después, los desplazó despacio, reconociendo:

 

-¡Pero mire lo que me ha venido a dar ahora!

 

Fue a alzar la cabeza y se contuvo. Un chicotazo en la nuca le enseñó que debía estarse muy quieto.

 

-¡Pero mire lo que me ha venido a dar!

 

Y se quedó con la cabeza en la almohada, pensando, sereno como jamás lo había estado, en la manera de poder incorporarse y llevar a cabo en la mejor forma posible sus últimos propósitos, dentro del estrecho claro del tiempo que le quedaba delante.

 

-Sí -se dijo- esto se viene sin darme alce. Yo tengo que levantarme en seguida porque me traen cortito y no voy a conseguir hacerle la estratagema a la policía, y, entonces, se pierde todo.

 

Lástima que enrojeció sus pensamientos con uno muy injusto:

 

-¡Pucha! ¡Don Juan y toditos se han olvidado de nosotros!

 

La Mulita lo miraba de encima. Era que estaba como atada; era que no podía inclinarse a preguntarle y a compadecerlo y a decirle que se quedara quieto y que, después, vería cómo se sentía mucho mejor. Pero consiguió agacharse y tenderle los brazos cuando él solicitó:

 

-Mire, deme una mano para levantarme… ¡Estoy… que no valgo un cobre, de rendido!

 

Con la ayuda consiguió sentarse y sacar las piernas fuera de la cama. Quedó un momento así, sintiendo que le martillaban la cabeza y cómo, con un trapo negro, le tapaban otra vez los ojos. Recordó que se hallaba sin sombrero. Mas la idea se le extravió en seguida, al sentir que le empezaba a volver la vista. Y al comprender que se estaba muriendo, apuró:

 

-¡Ayúdenme a ponerme las alpargatas y a pararme! No se me asuste, y cuando le avise dispare hasta ganar el pajonal. Apague el candil, por favor. Y pongamé mi sombrero.

 

Pero debiendo sostener al Aperiá que, ya sin acordarse de su sombrero, se tambaleó hacia el túnel, la Mulita no pudo disponerse a buscárselo. Por lo demás, hubiera sido inútil campear en los cuartos de la casa sitiada al sombrerito aquel color café. Rodeado también por la policía, hacía dos días que dicha prenda estaba oculta entre unos cardos, empapándose con el sereno, por las noches, y resecándose al fuego del sol desde que a su dueño se le voló al mandarse como tiro para adentro cuando, aquella vez, ya lo sabemos, vio a la partida llegar al galope y vociferando.

 

Al pasar frente a la alacena rodeando con un brazo trémulo la cintura de su protector, ella ladeó la cabeza, estiró el cuello, dio un soplido. La llama del candil se echó atrás y se apagó.

 

Ya no se vieron más los amigos. Bajo las espesas tinieblas, ella debió separar un poco el brazo que estrechaba la cintura del Aperiá porque él palpaba allí, no comprendía la Mulita para qué. Era que pretendía sacar el cuchillo.

 

-Bueno, ahora vayasé a la otra salida, y no atropelle hasta que no le llegue el griterío que se va a armar. ¡Y apague el candil, ahora!

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