martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (110)

 El sitio de la Mulita (33)

  

Entre gran correntada de nubes rojas y negruzcas -aun doradas algunas en los bordes- se alejaba el día como empujado con suavidad. Y todavía muy pálidamente, quién sabe por qué afán apresurándose tanto a no dejar a oscuras el sitio, la luna, sola, todavía privada hasta de la primera estrella, desde un rincón del espacio libre mostraba muy desvanecido lila que, al principio sin uno darse cuenta, cambiábase cada vez más en plata, acentuando su blancor.

 

Sí, se miraba hacia arriba, abarcando un espacio grande con la luna adentro, y primeramente parecía con tristeza que ella era cosa extraviada, muerta, abandonada, quedada allí al acaso y peligrando que la arrastraran tras el horizonte. Mas el no resignarse a esa pérdida hacía, después, que el desolado insistiera en contemplar y que descubriera enseguida el crecimiento, lentísimo pero incesante, del fulgor. Entonces, contento, él se anticipaba ya para bien pronto la iluminante asistencia bienhechora, al sobrevenirle la seguridad de que, pasara lo que pasara sobre la inmensa tierra, iba, no más, la luna a imponer a las sombras su voluntad de que no fueran tan negras.

 

Al descabalgar el Sargento Segundo Cuervo ante la tienda del Sargento Primero Cimarrón, ya el Soldado Cuzco Overo había corrido parta hacerse cargo de las riendas de la inquieta cabalgadura y llevarla a desensillar un poco más lejos.

 

Quitaba el poncho patrio, que venía terciado en el recado, y ya quedó en espinas el Sargento Segundo Cuervo, pues advirtió la expresión que se estampó en la cara del Asistente Macá al asomarla desde adentro de la carpa y reconocerlo. Con el cogote estirado, se habías quedado un momento hecho hielo, el Macacito. Y en cuanto reaccionó, retiró la cabeza como si le aflojaran un resorte o si de adentro le hubieran dado un tirón. Disimulando su curiosidad el Cuervo se acercaba cauteloso, cuando he aquí que, sin quepis, apareció el Sargento Segundo. El “Buenas tardes” en respuesta al saludo del Cuervo, a este se le antojó como temblequeando. Y al Superior se le escurrió la mirada a un costado y luego hacia abajo en el momento en que el Sargento Segundo le fijó de lleno la suya.

 

Muy rápido, caldera y mate en una mano, y haciendo la venia con la diestra casi en la nuca porque llevaba la cabeza muy gacha, el Asistente salió de la carpa, pasó junto al Cuervo, ladeado como siempre, pero para el costado opuesto al recién llegado, esta vez, y siguió hacia el fogón que rodeaban rojas bombachas y chaquetillas azules, de donde surgía con humillo casi imperceptible, el rotundo apetitoso olor de los asados ya a punto casi, por tal signo, de recibir el baño de la salmuera.

 

-Aquí, entre estos dos, hay algún intríngulis… y de los grandes -se dijo el Sargento Segundo- y m lo quieren tener tapado. Si consigo averiguar de qué se trata, de un galope esta noche mismo me lo entero al Comisario. Y, también si cuadra, le hago una zancadilla al Sargento Primero, y doy de una vez en tierra con él. Si no, no asciendo más y me van a enterrar con estas jinetas.

 

-Yo no creo -le pareció volver a oír las últimas palabras de su Comisario- yo no puedo creer que Don Juan me pueda pasar del monte sin que las guardias que le he tendido lo descubran. Pero, por las dudas, vos te vas a poner al lado del Sargento Cimarrón, porque ese se deja arriar como cordero. De buena gana ya le hubiera dado el retiro. Pero el Jefe Político tiene como una debilidá por él. ¡Vieras vos cuando, una vez, bajé a la Jefatura y le hablé de sacarlo! ¡Pucha, era una furia ese Puma! Golpiaba el escritorio, hizo volar el papelerío… que fue lo que le dio más rabia conmigo, yo creo, y eso que yo, por hacerle un favor, se los junté toditos. ¡Bueno, como el Cimarrón se crió en la estancia de él…!

 

Muy en guardia, pues, el Sargento Segundo se dispuso a obedecer a la seña de sentarse ante la carpa; pero esperó a que, antes, lo hiciera su Superior. Cuando, arreglándose la espada y cruzando las piernas con las espuelas hacia afuera, el Sargento Primero le dijo:

 

-Mire, Segundo-

 

a este, disponiendo al costado el sable y cruzando las piernas a su vez, se le dobló la sorpresa. Era que el viejo Cimarrón, su mirada bien de frente, estaba ahora más tranquilo que un cerro, al punto de que otro menos alarife que el Cuervo habría tenido que confesarse, derecho, la sinrazón de las sospechas que al llegar lo pusieron sobre aviso. Pero, por lo contrario.

 

-Este se me está tapando la cara -maliceaba el Sargento Cuervo, mientras

 

-Mire, Segundo -se enteraba el Sargento Cimarrón- sabrá usté que anoche los sitiados nos han estado dando que hacer.

 

-¡No me diga!

 

Mientras el Cimarrón narraba lo ocurrido, los ojos del otro se dilataban, a la vez por lo que estaba sabiendo y por el acabarse de la luz del día.

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