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FILOSOFÍA Y MÚSICA. UNA APROXIMACIÓN



por Carlos Javier González Serrano 

En uno de sus textos autobiográficos, escribía el polifacético músico Jimi Hendrix (1942-1970) que “Mi objetivo es ser uno junto con la música”. Años más tarde, en una de las últimas entrevistas que concedió, confesaría que “Mi filosofía personal es mi música. La música es toda mi vida. No hay nada más aparte de la música y la vida –es lo único–. Fluyen juntas, muy cerca la una de la otra, en una especie de paralelo. Y ese es el efecto que me gustaría que mi música tuviera en el público. Por eso el mundo está tan jodido hoy día, porque las personas se basan demasiado en lo que ven, y no en lo que sienten”.

 

Por su parte, la pensadora suiza Jeanne Hersch (1910-2000), siempre preocupada por el carácter paradójico de nuestra vida (“Entre el tiempo y nosotros existe un profundo desacuerdo que, no obstante, resulta contradictorio: no soportamos su huida, pero tampoco su permanencia”), observaba que “el ser humano nunca es completamente libre, nunca empieza del todo el juego”. La libertad no es un poder del que nos valemos para, arbitrariamente, hacer lo que nos venga en gana. En una bella formulación, que quizás no se haya escuchado lo suficiente y que ofrece preciado material para desarrollar toda una teoría de la vocación y del crecimiento personal, la autora apunta en uno de los textos recogidos en Tiempo y música (Acantilado), tras examinar la posibilidad de que exista un acto realmente libre, que “Al final, deberemos reconocer que lo hicimos porque no podíamos actuar de otro modo; estábamos motivados por nuestra más profunda necesidad. Nadie habría podido desviarnos, no porque nos obstináramos en cumplirlo, sino porque, actuando de otro modo, habríamos traicionado nuestra libertad más profunda. Así, en el sentido verdaderamente filosófico del término, libertad coincide con necesidad”.

 

Una necesidad que, a juicio de esta filósofa, nos aboca a asumir responsablemente lo que somos. Toda una llamada al compromiso que debemos mantener con nosotros mismos. Pero si, por otro lado, encontramos una vivencia que nos permite paladear lo que en el ser humano hay de eternidad, esta es la música, en la que asistimos a un tiempo que “corta” el tiempo ordinario y nos sitúa en un “tiempo intemporal”. Lo paradójico es que la música se da también en el –y precisa del– tiempo ordinario en el que acontece la realidad. “Si la música trasciende verdaderamente el tiempo –explica Hersch–, esto significa que nos permite alcanzar, de una forma sumamente misteriosa e intangible, algo que los hombres siempre han soñado y que les es totalmente negado, a saber: lo que sería a la vez, en un mismo acto, la capacidad de desear y la de vivir la plenitud”.

 

En el caso del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, todo un estudioso de la música, que siempre practicó de mano de su inseparable flauta, apuntaba en una anotación de 1814 (con 26 años, cuando aun andaba pergeñando los apuntes para conformar el primer volumen de su gran obra, que publicaría entre 1818 y 1819) estas palabras: “la música constituye un análogo de la naturaleza. El bajo me parece representar esa naturaleza inorgánica sobre la que todo descansa y desde la que todo se alza, mientras que los registros más altos equivalen a las entidades orgánicas, y remontándose siempre hacia lo alto está esa directriz voz principal que canta la melodía: el hombre”.

 

Llegar a ser como la música supone, para Schopenhauer, la aspiración continua de todo arte: ella es la reina de las artes y es capaz de resolver cualquier enigma, porque no habla de las cosas, de los meros fenómenos, sino del bienestar o aflicción en estado puro, y por eso se dirige únicamente al corazón y no tiene mucho que decirle a la cabeza. De este modo, la música no sólo se siente, sino que también se comprende, y ello porque narra la historia secreta de nuestra voluntad, “pinta cada agitación, cada anhelo, cada movimiento de la voluntad, todo aquello que la razón compendia bajo el amplio y negativo concepto de sentimiento y no puede asumir en sus abstracciones” (El mundo como voluntad y representación, I, § 52). La razón y el concepto hacen aguas cuando acometen el análisis de la música, pues el compositor no hace más que revelar la esencia más íntima del mundo y expresa la más profunda sabiduría en un lenguaje que, precisamente, la razón desconoce absolutamente. El propio Beethoven afirmaba que “La música es el vino que inspira nuevos procesos creativos y yo soy Baco, que pisa este glorioso vino para la humanidad y la pone en un estado de ebriedad espiritual”.

 

En investigaciones más contemporáneas, Cristoph Drösser (La seducción de la música) rechaza un prejuicio fuertemente arraigado: que la mayoría de las personas no son musicales. La musicalidad, al contrario, es una facultad que prácticamente poseemos todos y cada uno de nosotros. La idea central de Drösser es que la musicalidad supone una capacidad básica humana que todos tenemos. Nacemos con una inclinación universal hacia la música que en nuestros primeros años de vida se consolida y se convierte en una sensibilidad y un gusto admirables por la música de nuestra correspondiente cultura. Incluso el aficionado, que no practica música, alberga igualmente unas asombrosas capacidades que él mismo desconoce. Nuestro cerebro es el auténtico instrumento musical que todos poseemos.


Y es que ya hablaba Platón de que “la música y el ritmo se abren camino hasta los lugares más recónditos del alma”; o Tolstói aseveraba que “La música es la taquigrafía de la emoción”. A juicio de Drösser, la música es una ventana a través de la cual podemos ver el alma de las personas (o, al menos, creer que la vemos), porque acorta el hilo con el que están unidos los mundos de las emociones humanas. Es más: da la impresión de que, mediante su voz o gracias a la práctica de un instrumento, el músico es capaz de conseguir que comiencen a fluir las emociones entre otras personas. Por eso la música es, en un sentido primitivo, una actividad comunitaria.

 

A diferencia del arte plástico, más arraigado en la experiencia subjetiva, el espectador de un concierto de música conecta emocionalmente y desde muy pronto con la orquesta y con el resto del público hasta el aplauso final. En este sentido, compartir la experiencia es algo que se añade a la mera escucha (que nunca es pasiva), lo que conduce a pensar en la finalidad de los cantos y danzas colectivos de nuestros antepasados, que tendían a mantener unido al grupo y prevenían las rivalidades internas. Escribía Novalis, en este sentido, que “Toda enfermedad es un problema musical; su curación, una solución musical”.

 

El ya aludido Schopenhauer sostenía que la superioridad de este arte consiste en su naturaleza prístina; cuando escuchamos una melodía nos es revelada, de una manera misteriosa, la expresión sentimental de nuestra más subterránea intimidad (“pues para la música –aseguraba el pensador alemán– solo existen las pasiones, los movimientos de la voluntad y, al igual que Dios, solo ve los corazones”). El resto de artes, en comparación con la música, solo muestran sombras, no esencias.

 

Schopenhauer aduce que Leibniz andaba equivocado, que la música no es una oportunidad para practicar aritmética sin saberlo, sino que más bien supone un “subrepticio” ejercicio de metafísica en el que el ánimo filosofa sin percatarse de ello. Si la filosofía es para Schopenhauer la comprensión total de la experiencia del mundo, la música quedará convertida en la “verdadera filosofía”, pues “en caso de poder ofrecerse una explicación perfectamente correcta y cabalmente detallada de la música, o sea, una pormenorizada repetición conceptual de lo que ella expresa, esta sería también automáticamente una explicación conceptual del mundo o una explicación totalmente equivalente”.

 

De este modo, la música no sólo se siente, sino que también se comprende, y ello porque, como coinciden en asegurar tantos músicos y filósofos, narra la historia secreta de nuestra voluntad, “pinta cada agitación, cada anhelo, cada movimiento de la voluntad, todo aquello que la razón compendia bajo el amplio y negativo concepto de sentimiento y no puede asumir en sus abstracciones” (Schopenhauer). La razón y el concepto hacen aguas cuando acometen el análisis de la música, pues el compositor no hace más que revelar la esencia más íntima del mundo y expresa la más profunda sabiduría en un lenguaje que, precisamente, la razón desconoce absolutamente.

 

Terminamos con una reflexión del filósofo Eugenio Trías en su monumental El canto de las sirenas: “la música posee un logos peculiar que despierta diferenciados afectos, emociones, pasiones, pero desprende significación, sentido. Ese logos musical es de naturaleza simbólica. La música no es sólo semiología de los afectos, también es inteligencia y pensamiento musical, con pretensión de conocimiento”.


(El vuelo de la lechuza / 28-10-2020)

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