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A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (20) - MARYSE RENAUD

 

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

 Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola

  

III. TERCER PERÍODO:

 

SANTA MARÍA O EL RETORNO A LAS FUENTES (2)

  

Es necesario por otra parte destacar la constancia con la que Juan Carlos Onetti vuelve sobre ciertas coordenadas espaciales de la “ciudad-pueblo”.

 

Ya en La vida breve, cuando Santa María no pasa de un status puramente imaginario, “irreal como el tema de un sueño” (119), su creador Brausen-Arce concede un papel relevante al agua, a ese río “ancho, (…) angosto, un río solitario y amenazante donde se reflejaban apresuradas las nubes de la tormenta; un río con embarcaciones empavesadas, multitudes con traje de fiesta en las orillas y un barco de ruedas que montaba la corriente con un cargamento de maderas y barriles” (120). Un río cuya función es tan determinante que, algunas páginas después, el narrador (Brausen), para afirmar su total dominio de la ciudad imaginaria que está concibiendo, se dice: “ahora la ciudad es mía, junto con el río y la balsa que atraca en la siesta” (121). Aparentemente modesto y anodino, el río ser constituye sin embargo en la arteria vital, en el alma de la pequeña ciudad, como ya lo sugiere el capítulo 2, “Díaz Grey, la ciudad y el río”.

 

Vía de comunicación por excelencia entre Santa María y el exterior, como lo demuestran las múltiples idas y venidas (122) de Larsen en El astillero, el río representará una puerta abierta para el universo pragmático de la ciudad. No es casual en efecto que, de entrada, desde las primeras páginas de esta novela, río y aventura aparezcan íntimamente ligados, como sucede en la escena de la inundación vivida por la hija de Petrus.

 

Cuando vino la inundación en la casa vieja -dijo ella-, ya no estaba mamá, era de noche, empezamos a subir las cosas al piso de los dormitorios, cada uno arrastraba lo que más quería y era como una aventura. El caballo que tenía más miedo que nosotros, las gallinas ahogadas y los muchachos que se pusieron a vivir en bote. Papito estaba furioso pero nunca se asustó. Los muchachos pasaban en los botes entre los árboles y nos querían traer comida y nos invitaban a pasear. Comida teníamos. Ahora, en la casa nueva, puede subir el agua. Los muchachos pasaban remando y no les importaba, venían de todas partes en los botes y hacían señas con los brazos agitando camisas (123).

 

Más adelante, la evocación nostálgica de la prosperidad pasada del astillero y el elogio del espíritu de iniciativa tienen como punto de partida el conmovido recuerdo del destino incierto, insólito y apasionante de los barcos, el Tiba y el Tampico, aureolados ambos por un prestigio al que no son ajenos las aguas tumultuosas del río (124) ni las espectaculares llamaradas del incendio.

 

-El Tampico -insistió Larsen. Sólo entonces alzó la vista para mirar a Kunz. Vio la cara redonda, con la barba crecida, el pelo endurecido, excesivo y negro, la mano también peluda que subía de los botones a la moña negra de la corbata. Claro, no debe ser de su tiempo; pero es interesante como antecedente. Entró apurado, sin descargar, por un desperfecto en el árbol. Parece que traía algún inflamable y se incendió en el astillero, aquí mismo, un poco más al norte. Dice la carpeta que no había seguro o que no toda la mercadería estaba asegurada. -Había abierto cualquier carpeta y fingía leer; un gemido sobre el techo anunció una lluvia. ¿Quién paga, entonces? ¿Quién es el responsable?

Levantó una sonrisa benigna y retozona, como si mirara a un niño.

-Nunca oí nada de eso -contestó Kunz-. Además no entiendo. Quién sabe cuánto hace de eso. Debe haber sido todo un espectáculo, ardiendo en el río. Pero el astillero no puede ser responsable.

-¿Está seguro?

-Me parece indiscutible. (125)

 

Así, pues, a través del río, una indiscutible fluidez, que contrapesa la rigidez provocada por la exigüidad y el encerramiento de Santa María, se cuela en el mundo excesivamente estable de la pequeña ciudad. La mera presencia del río introduce en el corazón de la “ciudad-pueblo” un dinamismo contenido y algunos toques de color cuyo cálido fulgor ilumina a veces la grisura cotidiana y el peso de la miseria cada vez más trágicamente presente en las obras de Juan Carlos Onetti. Gracis al río, la pintura despiadada y caricaturesca, “esperpéntica” (126) de ciertos ambientes -especialmente los alrededores del “mercado viejo”, donde se amontona, entre una promiscuidad temible y una total indigencia material y moral, una ancha franja marginalizada (127), de la población “sanmariana”- parece suavizarse. La evocación de la degradación humana, particularmente chocante por su dimensión paroxística en Dejemos hablar al viento (128) -pero ya contenida de modo menos abrupto y polémico, en los textos precedentes (129) del ciclo de Santa María- se encuentra, en efecto, eficazmente contrabalanceado por la presencia del río: la visión cruel de la miseria humana es apaciguada por la luminosidad, pasajera pero innegable, de los cargamentos frutales que constelan cíclicamente a la ciudad entera:

 

Y como todo tiene que cumplirse, algunos notaron que las lanchas que bajaban se iban despojando de los pequeños soles de las naranjas cosechadas al norte y en las islas; y otros, que la luz del mediodía entibiaba ahora las aguas de los bebederos y atraía a perros y gatos y a minúsculas moscas indecisas. Y otros notaron que algunos árboles persistían en hinchar yemas que la helada quemaría cada noche. Es posible que la carta haya tenido vinculación con aquellos misterios.

 

Notas 

(119) La vida breve, Cap. X. p. 84.

(120) Ibíd., Cap. II, pp. 20-21.

(121) Ibíd., Cap. II, p. 23.

(122) El astillero, pp. 15, 51, 77, 81, 119, 158, 178, 188.

(123) Ibíd., La glorieta-I pp. 24-25. Subrayamos nosotros.

(124) Ibíd., La casilla-I, pp. 44, 48.

(125) Ibíd., El astillero-IV, La casilla-IV, p. 73

(126) La insistente recurrencia de la estilización grotesca y el humor corrosivo en Dejemos hablar al viento recuerda la visión alucinada de Valle Inclán de El Ruedo Ibérico, Tirano Banderas y los Esperpentos. También es de señalar la innegable influencia ejercida por el Roberto Arlt de El juguete rabioso (/Cf, especialmente el truculento capítulo IV, titulado Judas Iscariote).

(127) Recordemos que el mundo de la marginalidad ha ejercido siempre una ambigua atracción sobre Juan Carlos Onetti. Lo testimonian obras tan diferentes como Los niños en el bosque, El pozo, o Justo el treintaiuno, de las que citaremos sólo un par de pasajes.

“Imbécil”-, tanto orgullo por vivir en el conventillo. Cierto que es sucio, muy sucio, pero no es para tanto. -Sucio y con un olor a letrina. Es inmundo, pero reconozco que no me lo dieron por mis méritos, ni tampoco es tuya la culpa si te ponen colonia en el pañuelo (Los niños en el bosque, p. 117). O también: “Pero reconocida la voz de Frieda, insegura, entregándose, perdiendo la energía. Gritó: “Himmel” y yo crucé el departamento, bajé sin ruido, unos peldaños de la escalera de ladrillos, a oscuras, que llevaba al jardín y a la entrada.

Allí no había más luz que la que llegaba, diluida, del Proa. Pero pude verla, bien plantada entre dos canteros secos, atlética, balanceando su vigor, mientras un aborto de padres tuberculosos negruzco y con polleras, con la cabeza fantásticamente agrandada por una jornada de trabajo de un peluquero barato, le decía porque a mí, guacha, porque si te creíste que me vas a tomar para la farra, porque si andás conmigo no andás con nadie más”. Le golpeaba la cara con la mano y Frieda se dejaba; luego empezó a pegarle con la cartera, metódica y sin descanso. (Justo el treintaiuno, en Cuentos completos, pp. 167-168). O también las pp. 7, 8, 9. 10 y 11 de El pozo.

(128) Dejemos hablar al viento, Cap. XXIV, pp. 147-148. “Casi pisando manos de mendigos y ladrones, Medina entró en la sombra de los arcos del mercado viejo de Santa María y se detuvo para quitarse el sombrero de paja y pasarse el pañuelo por la frente. (…) Como en todas las tardes de sábado, los hombres estaban sentados en herradura, descalzos o con alpargatas, ensombrerados, escarbándose los sobacos o metiendo los dedos en paquetes de papel grasiento o latas de aceite con sobras de comida. Algunos vientres desnudos e hinchados de niños viboreaban esquivando los cuerpos indolentes y veloces sopapos. Pocas mujeres envejecidas tejían lanas teñidas con colores rabiosos. “Hasta la noche”, pensó Medina; “cuando las bandas de varoncitos y hembritas y motocicletas y los coches de papá que descubrieron este año la mugre del mercado”.

(129) Cf. especialmente el capítulo V de Para una tumba sin nombre, teñido de una angustiante melancolía: “Quedamos al sol, frente a los ladrillos del Mercado Viejo. Los vagos sesteaban o se mataban pulgas o discutían arbitrios para la próxima comida bajo las chatas arcadas coloniales. Un montón de muchachitos salió corriendo, hizo un círculo y entró de nuevo en la sombra del mercado. Tal vez esta mayor miseria -la estática de los vagos, la dinámica de los chicos sucios y descalzos sirvió de consuelo al hombre; tal vez lo animó la idea de que el gotear de la sangre de la pieza no significaba una desdicha personal sino que era, sólo, un minúsculo elemento anónimo que contribuía, afanoso y útil a la perfección de la desgracia de los hombres. (…) Crucé lentamente, olvidándolo, hasta el portón del Mercado. Hendí la fila derrumbada de miserables, tiré unas monedas al centro del lánguido clamor, sobre cabezas y brazos. Adentro, la sombra fresca, los mostradores vacíos, el olor interminable, reforzado cada día, de verduras fermentadas, humedad y pescado. Los niños mendigos corrían persiguiéndose bajo la claridad que llovía de los tragaluces en el fondo distante”. (pp. 65-66).

(130) El astillero, El astillero – VI, pp. 152 – 153.

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