EL LIBRO, LA MÁS SINGULAR DE TODAS LAS INVENCIONES
HUMANAS
Entre el 24 de mayo y el 25 de junio de
1978, Jorge Luis Borges ofreció una serie de cinco conferencias en la
Universidad de Belgrano, en Buenos Aires, Argentina, en las que abordó algunos
de sus temas predilectos y recurrentes que, para quienes conocen su obra,
identifican de inmediato tanto las inclinaciones intelectuales del escritor
como su estética. El tiempo, la inmortalidad, el cuento policial… pareciera que
leemos las coordenadas creativas por las que Borges transitó a lo largo de su
trayectoria.
El tema de su conferencia inaugural es,
sin embargo, aun más significativo. Para abrir su intervención, Borges eligió
como motivo el libro. No podemos saber cuál fue la intención original de Borges
de consagrar su primera alocución a un objeto tan decisivo para él, pero, si
nos es dado suponer dentro de cierto margen de interpretación, podríamos ver en
esa elección una especie de gesto a la vez de gratitud y propiciatorio, como
las plegarias que los antiguos griegos elevaban a ciertos dioses antes de
emprender una tarea de importancia.
Después de todo, ¿quién sería Borges
sin sus libros? No los libros que signó bajo su nombre, sino más bien esos
otros que lo moldearon como escritor y aun como persona y que siempre se
complació en elogiar y recordar. Las mil y una noches, el Quijote,
la poesía de Quevedo, los cuentos de su adorado Chesterton… No por nada en su
poema "Elogio de la sombra", de 1969, nos dejó esta afirmación, que
expresa con contundencia su amor por esos tomos: "Que otros se jacten de
las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído".
La conferencia de 1978 sigue ese ánimo,
pero es también algo más. Con las licencias propias del discurso oral, Borges
elaboró una definición más amplia y más completa de ese objeto entre los
objetos que es el libro, a su juicio, el más asombroso de los instrumentos
creados por el ser humano y el único que nos permite llevar la memoria y la
imaginación más allá de nosotros mismos (es decir, más allá de los límites de
nuestro cuerpo, de nuestro espacio y aun del tiempo en el que vivimos).
A continuación compartimos la
conferencia íntegra, de acuerdo con el texto que ofrece el sitio Borges todo el año.
EL LIBRO
I
De los diversos instrumentos del
hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de
su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el
teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada,
extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión
de la memoria y de la imaginación.
En César y Cleopatra de
Shaw, cuando se habla de la biblioteca de Alejandría se dice que es la memoria
de la humanidad. Eso es el libro y es algo más también, la imaginación. Porque,
¿qué es nuestro pasado sino una serie de sueños? ¿Qué diferencia puede haber
entre recordar sueños y recordar el pasado? Esa es la función que realiza el
libro.
Yo he pensado, alguna vez, escribir una
historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me interesan los
libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser
desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido. He sido
anticipado por Spengler, en su Decadencia de Occidente, donde hay
páginas preciosas sobre el libro. Con alguna observación personal, pienso
atenerme a lo que dice Spengler.
Los antiguos no profesaban nuestro
culto del libro, cosa que me sorprende; veían en el libro un sucedáneo de la
palabra oral. Aquella frase que se cita siempre: Scripta maner verba
volat, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra
escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de
alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes
maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales.
Tomaremos el primer caso: Pitágoras.
Sabemos que Pitágoras no escribió deliberadamente. No escribió porque no quiso
atarse a una palabra escrita. Sintió, sin duda, aquello de que la letra mata y
el espíritu vivifica, que vendría después en la Biblia. Él debió
sentir eso, no quiso atarse a una palabra escrita; por eso Aristóteles no habla
nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos. Nos dice, por ejemplo, que los
pitagóricos profesaban la creencia, el dogma, del eterno retorno, que muy
tardíamente descubriría Nietzsche. Es decir, la idea del tiempo cíclico, que
fue refutada por San Agustín en La ciudad de Dios. San Agustín dice
con una hermosa metáfora que la cruz de Cristo nos salva del laberinto circular
de los estoicos. La idea de un tiempo cíclico fue rozada también por Hume, por
Blanqui... y por tantos otros.
Pitágoras no escribió voluntariamente,
quería que su pensamiento viviese más allá de su muerte corporal, en la mente
de sus discípulos. Aquí vino aquello de (yo no sé griego, trataré de decirlo en
latín) Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Esto no
significa que estuvieran atados porque el maestro lo había dicho; por el
contrario, afirma la libertad de seguir pensando el pensamiento inicial del
maestro.
No sabemos si inició la doctrina del
tiempo cíclico, pero sí sabemos que sus discípulos la profesaban. Pitágoras
muere corporalmente y ellos, por una suerte de transmigración -esto le hubiera
gustado a Pitágoras- siguen pensando y repensando su pensamiento, y cuando se
les reprocha el decir algo nuevo, se refugian en aquella fórmula: el maestro lo
ha dicho (Magister dixit).
Pero tenemos otros ejemplos. Tenemos el
alto ejemplo de Platón, cuando dice que los libros son como efigies (puede
haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno cree que están
vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces, para corregir esa
mudez de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir, Platón se
multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás. También podemos
pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que
Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿qué hubiera
dicho Sócrates de esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates,
quien no dejó nada escrito, y también un maestro oral. De Cristo sabemos que
escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No
escribió otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral; quedan sus
prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: "Poner un libro en manos
de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un
niño". Se pensaba así de los libros. En todo Oriente existe aún el
concepto de que un libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente,
ayudarnos a descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado
algo de la cábala y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El
libro del esplendor), El Séfer Yezira (El libro de las
relaciones). Sé que esos libros no están escritos para ser entendidos,
están hechos para ser interpretados, son acicates para que el lector siga el
pensamiento. La antigüedad clásica no tuvo nuestro respeto del libro, aunque
sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la Ilíada y
la espada, esas dos armas. Había gran respeto por Homero, pero no se lo
consideraba un escritor sagrado en el sentido que hoy le damos a la palabra. No
se pensaba que la Ilíada y la Odisea fueran
textos sagrados, eran libros respetados, pero también podían ser atacados.
Platón pudo desterrar a los poetas de
su República sin caer en la sospecha de herejía. De estos
testimonios de los antiguos contra el libro podemos agregar uno muy curioso de
Séneca. En una de sus admirables epístolas a Lucilio hay una dirigida contra un
individuo muy vanidoso, de quien dice que tenía una biblioteca de cien
volúmenes; y quién, se pregunta Séneca, puede tener tiempo para leer cien
volúmenes. Ahora, en cambio, se aprecian las bibliotecas numerosas.
En la antigüedad hay algo que nos
cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve siempre en
el libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del Oriente un
concepto nuevo, del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro sagrado.
Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío: los musulmanes. Éstos
piensan que el Corán es anterior a la creación, anterior a la
lengua árabe; es uno de los atributos de Dios, no una obra de Dios; es como su
misericordia o su justicia. En el Corán se habla en forma asaz
misteriosa de la madre del libro. La madre del libro es un ejemplar del Corán escrito
en el cielo. Vendría a ser el arquetipo platónico del Corán, y ese
mismo libro, lo dice el Corán, ese libro está escrito en el cielo,
que es atributo de Dios y anterior a la creación. Esto lo proclaman los sulems
o doctores musulmanes.
Luego tenemos otros ejemplos más
cercanos a nosotros: la Biblia o, más concretamente, la Torá o
el Pentateuco. Se considera que esos libros fueron dictados por el
Espíritu Santo. Esto es un hecho curioso: la atribución de libros de diversos
autores y edades a un solo espíritu; pero en la Biblia misma
se dice que el Espíritu sopla donde quiere. Los hebreos tuvieron la idea de
juntar diversas obras literarias de diversas épocas y de formar con ellas un
solo libro, cuyo título es Torá (Biblia en
griego). Todos estos libros se atribuyen a un solo autor: el Espíritu.
A Bernard Shaw le preguntaron una vez
si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó:
"Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el
Espíritu". Es decir, un libro tiene que ir más allá de la intención de su
autor. La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el
libro tiene que haber más. El Quijote, por ejemplo, es más que una
sátira de los libros de caballería. Es un texto absoluto en el cual no
interviene, absolutamente para nada, el azar.
Pensemos en las consecuencias de esta
idea. Por ejemplo, si yo digo:
Corrientes aguas,
puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas
verde prado, de fresca sombra lleno
es evidente que los tres versos constan
de once sílabas. Ha sido querido por el autor, es voluntario.
Pero, qué es eso comparado con una obra
escrita por el Espíritu, qué es eso comparado con el concepto de la Divinidad
que condesciende a la literatura y dicta un libro. En ese libro nada puede ser
casual, todo tiene que estar justificado, tienen que estar justificadas las letras.
Se entiende, por ejemplo, que el principio de la Biblia: Bereshit
baraelohim comienza con una B porque eso corresponde a bendecir. Se
trata de un libro en el que nada es casual, absolutamente nada. Eso nos lleva a
la cábala, nos lleva al estudio de las letras, a un libro sagrado dictado por
la divinidad que viene a ser lo contrario de lo que los antiguos pensaban.
Éstos pensaban en la musa de modo bastante vago.
Canta, musa, la cólera de Aquiles, dice
Homero al principio de la Ilíada. Ahí, la musa corresponde a la
inspiración. En cambio, si se piensa en el Espíritu, se piensa en algo más
concreto y más fuerte: Dios, que condesciende a la literatura. Dios, que
escribe un libro; en ese libro nada es casual: ni el número de las letras ni la
cantidad de sílabas de cada versículo, ni el hecho de que podamos hacer juegos
de palabras con las letras, de que podamos tomar el valor numérico de las
letras. Todo ha sido ya considerado.
El segundo gran concepto del libro,
repito, es que pueda ser una obra divina. Quizá esté más cerca de lo que
nosotros sentimos ahora que de la idea del libro que tenían los antiguos: es
decir, un mero sucedáneo de la palabra oral. Luego decae la creencia en un
libro sagrado y es reemplazada por otras creencias. Por aquella, por ejemplo,
de que cada país está representado por un libro. Recordemos que los musulmanes
denominan a los israelitas, la gente del libro; recordemos aquella frase de
Heinrich Heine sobre aquella nación cuya patria era un libro: la Biblia,
los judíos. Tenemos entonces un nuevo concepto, el de que cada país tiene que
ser representado por un libro; en todo caso, por un autor que puede serlo de
muchos libros.
Es curioso, no creo que esto haya sido
observado hasta ahora que los países hayan elegido individuos que no se parecen
demasiado a ellos. Uno piensa, por ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al
doctor Johnson como representante; pero no, Inglaterra ha elegido a
Shakespeare, y Shakespeare es, digámoslo así, el menos inglés de los escritores
ingleses. Lo típico de Inglaterra es el understatement, es el decir
un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare tendía a la hipérbole en la
metáfora, y no nos sorprendería nada que Shakespeare hubiera sido italiano o
judío, por ejemplo.
Otro caso es el de Alemania; un país
admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un hombre tolerante,
que no es fanático, y a quien no le importa demasiado el concepto de patria;
elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.
En Francia no se ha elegido un autor,
pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran admiración por Hugo, pero
Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en Francia; Hugo, con esas
grandes decoraciones, con esas vastas metáforas, no es típico de Francia.
Otro caso aún más curioso es el de
España. España podría haber sido representada por Lope, por Calderón, por
Quevedo. Pues no. España está representada por Miguel de Cervantes. Cervantes
es un hombre contemporáneo de la Inquisición, pero es tolerante, es un hombre
que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.
Es como si cada país pensara que tiene
que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco,
una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus
defectos. Nosotros hubiéramos podido elegir el Facundo de
Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia
militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un
desertor, hemos elegido el Martín Fierro, que si bien merece ser
elegido como libro, ¿cómo pensar que nuestra historia está representada por un
desertor de la conquista del desierto? Sin embargo, es así; como si cada país
sintiera esa necesidad.
Sobre el libro han escrito de un modo
tan brillante tantos escritores. Yo quiero referirme a unos pocos. Primero me
referiré a Montaigne, que dedica uno de sus ensayos al libro. En ese ensayo hay
una frase memorable: No hago nada sin alegría. Montaigne apunta a que el
concepto de lectura obligatoria es un concepto falso. Dice que si él encuentra
un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de
felicidad.
Recuerdo que hace muchos años se
realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a mi hermana Norah
y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con formas y colores. Yo
diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si leemos algo con
dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce
ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo.
Un libro no debe requerir un esfuerzo,
la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tiene razón.
Luego enumera los autores que le gustan. Cita a Virgilio, dice preferir
las Geórgicas a la Eneida; yo prefiero la Eneida,
pero eso no tiene nada que ver. Montaigne habla de los libros con pasión, pero
dice que aunque los libros son una felicidad, son, sin embargo, un placer
lánguido.
Emerson lo contradice, es el otro gran
trabajo sobre los libros que existe. En esa conferencia, Emerson dice que una
biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados
los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan nuestra palabra para salir
de su mudez. Tenemos que abrir el libro, entonces ellos despiertan. Dice que
podemos contar con la compañía de los mejores hombres que la humanidad ha
producido, pero que no los buscamos y preferimos leer comentarios, críticas y
no vamos a lo que ellos dicen.
Yo he sido profesor de literatura
inglesa, durante veinte años, en la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires. Siempre les he dicho a mis estudiantes que tengan
poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los libros;
entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de
alguien. Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más
importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros.
Yo he dedicado una parte de mi vida a
las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura; otra forma de
felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una
mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.
Emerson coincide con Montaigne en el
hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que
ser una forma de felicidad. Le debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de
releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para
releer se necesita haber leído. Yo tengo ese culto del libro. Puedo decirlo de
un modo que puede parecer patético y no quiero que sea patético; quiero que sea
como una confidencia que les realizo a cada uno de ustedes; no a todos, pero sí
a cada uno, porque todos es una abstracción y cada uno es verdadero.
Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo
comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me
regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de
Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una
suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra
gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin
embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del
libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos
los hombres.
Se habla de la desaparición del libro;
yo creo que es imposible. Se dirá: qué diferencia puede haber entre un libro y
un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el
olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo
tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.
El concepto de un libro sagrado,
del Corán o de la Biblia, o de los Vedas donde
también se expresa que los Vedas crean el mundo, puede haber
pasado, pero el libro tiene todavía cierta santidad que debemos tratar de no
perder. Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué
son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada
absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de
papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia
cada vez.
Heráclito dijo (lo he repetido
demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces
al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros
somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha
cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están
cargados de pasado.
He hablado en contra de la crítica y
voy a desdecirme (pero qué importa desdecirme). Hamlet no es
exactamente el Hamlet que Shakespeare concibió a principios
del siglo XVII, Hamlet es el Hamlet de
Coleridge, de Goethe y de Bradley. Hamlet ha sido renacido. Lo
mismo pasa con el Quijote. Igual sucede con Lugones y Martínez
Estrada, el Martín Fierro no es el mismo. Los lectores han ido
enriqueciendo el libro.
Si leemos un libro antiguo es como si
leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y
nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. El libro puede estar
lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero
todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto supersticioso, pero
sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría.
Eso es lo que quería decirles hoy.
II
Hay quienes no pueden imaginar un mundo
sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí
se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros. A lo largo de la
historia el hombre ha soñado y forjado un sinfín de instrumentos. Ha creado la
llave, una barrita de metal que permite que alguien penetre en un vasto
palacio. Ha creado la espada y el arado, prolongaciones del brazo del hombre
que los usa. Ha creado el libro, que es una extensión secular de su imaginación
y de su memoria.
A partir de los Vedas y
de las Biblias, hemos acogido la noción de libros sagrados. En
cierto modo, todo libro lo es. En las páginas iniciales del Quijote,
Cervantes dejó escrito que solía recoger y leer cualquier pedazo de papel
impreso que encontraba en la calle. Cualquier papel que encierra una palabra es
el mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu. Ahora, como siempre,
el inestable y precioso mundo puede perderse. Sólo pueden salvarlo los libros,
que son la mejor memoria de nuestra especie. Hugo escribió que toda biblioteca
es un acto de fe; Emerson, que es un gabinete donde se guardan los mejores
pensamientos de los mejores; Carlyle, que la mejor Universidad de nuestra época
la forma una serie de libros. Al sajón y al escandinavo los maravillaron tanto
las letras que les dieron el nombre de runas, es decir, de misterios, de
cuchicheos.
Pese a mis reiterados viajes, soy un
modesto Alonso Quijano que no se ha atrevido a ser don Quijote y que sigue
tejiendo y destejiendo las mismas fábulas antiguas. No sé si hay otra vida; si
hay otra, deseo que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la
luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizá con las mismas
erratas, y los que me depara aún el futuro.
De los diversos géneros literarios, el catálogo y la enciclopedia son los que más me placen. No adolecen, por cierto, de vanidad. Son anónimos como las catedrales de piedra y como los generosos jardines.
(PIJAMASURF / 23-4-2019)
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