por Francisco Doménech
Si los físicos escribieran la Historia, estaríamos en el siglo II de
nuestra era, más concretamente en el año 116 después de Planck, el físico alemán
que cambió nuestra visión del mundo cuando puso la primera piedra de la
teoría cuántica en el año 1900. Y eso que
algunos de sus profesores le habían recomendado que se dedicase a las
Matemáticas, que en la Física no tenía futuro.
Cuando Max Planck (1858-1947) entró en la universidad parecía que en la
Física todo estaba descubierto. A finales del siglo XIX el movimiento, la
materia, la energía, el calor, el electromagnetismo y la luz se entendían muy
bien por separado, pero no tanto cuando se relacionaban. Por ejemplo, los
físicos tenían problemas para explicar la forma en que los cuerpos
calientes irradian energía.
El cuerpo humano emite radiación infrarroja, no está lo suficientemente
caliente como para emitir luz visible; pero sí lo están el Sol o un clavo al
rojo vivo. Si el clavo se calienta aun más, en su luz irá predominando el
naranja, amarillo, verde, azul y violeta. Esto no había manera de encajarlo con
ninguna fórmula construida según las reglas de la Física clásica, así que a los
42 años Planck decidió saltarse esas normas y se sacó de la manga un
número fijo, con 34 ceros a la izquierda, que introdujo entre las incógnitas de
sus ecuaciones. En principio usó ese número diminuto sólo porque le
permitía resolver el problema, pero meses después se dio cuenta de lo que
significaba: la radiación no era un chorro continuo de energía, sino que la
energía salía disparada en pequeñas porciones indivisibles, a las que
llamó cuantos. Aquello le sonaba tan ridículo como si al
pulsar una tecla de su órgano oyese un sonido intermitente, entrecortado.
Planck era un buen músico. Los conciertos que daba en su casa de Berlín
servían de plácida reunión a consagrados científicos, teólogos, filósofos y
lingüistas. Nada más lejos de su intención que poner ese mundillo intelectual
patas arriba; y de hecho, él fue el primero en desconfiar de su teoría cuántica
y trató por todos los medios de librarse de aquel número diminuto (de
revolucionarias implicaciones), que hoy llamamos la constante de Planck.
Pero no lo logró y su teoría
cambió la Física para siempre, por lo que recibió el Nobel
en 1918. Tampoco pudo parar a los nazis, que en los años 30 subieron al
poder y también acabaron controlando y usando para sus intereses bélicos la
Sociedad Germana de las Ciencias, presidida por Planck. Entonces él dimitió.
Aguantó en Alemania hasta el final de la II Guerra Mundial, a pesar de que
perdió todas sus notas científicas en un bombardeo y de que su hijo fue
ejecutado, acusado de conspirar para asesinar a Hitler.
A pesar de la resistencia inicial, primero Einstein y
luego muchos otros científicos adoptaron las ideas cuánticas de Planck para
explicar que las ondas de luz a veces se comportan como un chorro de partículas
y que los electrones que giran en los átomos son al mismo tiempo partículas y
ondas; o para descubrir que hay más formas de conseguir luz que hacer fuego o
calentar un metal. Los beneficios fueron enormes: el tubo fluorescente, el
láser, la electrónica, …
Gracias a Planck y su teoría cuántica, la física ya se podía aplicar a lo infinitamente pequeño, pero a cambio se convirtió en algo que supera nuestra imaginación: un electrón ocupa al mismo tiempo todos los puntos de su órbita, puede saltar a otra órbita sin pasar por ningún punto intermedio y su trayectoria es impredecible, al contrario que la de un objeto en movimiento, como una bala. Al menos la física clásica seguía sirviendo para las cosas que vemos con nuestros propios ojos. Como dijo Bohr, el primero en usar la cuántica para describir el átomo: «Si nada de esto te parece chocante, es que no lo has entendido».
(Ventana al Conocimiento / 23-4-2016)
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