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MARYSE RENAUD - A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (17)

 

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola

 

II. SEGUNDO PERÍODO:

 

VIOLENCIA Y HOSTILIDAD DEL ESPACIO URBANO (5)

  

A pesar de la aparente discontinuidad existente entre las dos escenas evocadas -discontinuidad materializada por la utilización del blanco y acentuada por la supresión de las articulaciones lógicas en beneficio de las relaciones de contigüidad- los dos fragmentos se entrelazan. La descripción del letrero luminoso, que podría parecer a primera vista meramente referida a una fugaz escena callejera y nocturna, adquiere un peso particular con la imbricación, el “rebote” de las dos secuencias: “golpes”, el sujeto gramatical, se proyecta del verbo “correrse” de la primera secuencia hacia el verbo “sonrojarse” de la segunda. Las escenas exteriores e interiores se interpenetran entonces por efecto de la lógica sintáctica y sobre todo de la metáfora que humaniza brutalmente al haz luminoso que, desde la calle, penetra insidiosamente en el cuarto del hombre dormido. La “mancha de sangre” se apoderará entonces progresivamente del miserable apartamento de Oscar, el Indio, hasta dominar la secuencia hasta el punto que el narrador no duda en afirmar que “la única cosa viva en el pequeño cuarto era el temblor luminoso en la pared” (89)

 

La agresividad, sangrienta aquí, del letrero luminosos se transforma en la imagen emblemática de la ciudad. En adelante, esta se mostrará casi siempre asociada a cierta brutalidad animal, a una violencia a flor de cartel o de piel. Paradójicamente, sin embargo, la presencia de esta sangre metafórica tan dispuesta a derramarse otorgará al fragmentado mundo urbano una espesura y un calor inesperados. Lo cual ya estaba sugerido premonitoriamente, desde 1936, en un pasaje de Los niños en el bosque donde, sobre un cielo color de hígado crudo poseído de un extraño dinamismo, se desarrolla una historia signada por una contrastante y fúnebre negrura:

 

Noche total y negra cuando empezaron a saltar reflectores en lo oscuro. Haces de un rojo sangriento en abanico por un cielo color de hígado que ellos mismos van trazando. Entre la sombra y el aire, espesos y cálidos, las gentes de los altos pisos se acercan cautelosas a las ventanas. Sudan boquiabiertas, silenciadas por la angustia que no dicen. Esperan el regreso de la luz; la enloquecida tormenta; algo que viene de más allá de todo, de lo que conocen y de aquello en que es posible pensar. Y de pronto, en el silencio tremendo, en el pesado aire negro donde rascan filosos los reflectores, salta una bocina. Solitaria, lejana para todos, subiendo en cortos temblores de lloro escondido. Unánimes, al borde las desgarradoras ventanas inútiles, arracimados, ansiosas las bocas de peces, hombres y mujeres piensan en el lloro de la mujer vieja y enlutada. Una mujer de pelo de lluvia, volteada, aúlla interminable y estremecida. Hasta que suben otras vecinas y otras, una selva de mástiles desesperados en busca del cielo invisible. Como otro viento cálido un miedo corre y jadea por la ciudad. Espanto de una muerte; alguno que fue como Dios y ahora se alarga duro y frío, largo, en una desierta plaza del mundo oscuro. (90)

 

Claro que aquí asistimos a una descripción alucinada y fantasmagórica de una violencia segregada por el mundo urbano, y no a una descripción realista. De allí el planteamiento particularmente dramático de la angustia materializada aquí por una roja y plurívoca invasión: el derramamiento de la sangre evoca inevitablemente la muerte, vinculada, por su parte, a la doble presencia de la vieja enlutada y el difunto. Pero en contacto con la sangre, se humaniza toda la escena, pues aquella introduce en el centro oscuro y silencioso del horror una nota de intensa coloración vital. La emoción continuará creciendo en olas sucesivas y precipitadas; el ritmo aparentemente ternario del texto será de golpe ampliado por un cuarto movimiento narrativo que lleva a su paroxismo la agudeza de un dolor carnal vuelto por fin profundamente humano.

 

La violencia urbana y la intensidad del sufrimiento individual y colectivo aparecen entonces íntimamente ligadas, como en otras ficciones onettianas en que el dolor se exhibe desembozadamente. Recordemos por ejemplo las páginas finales de Para esta noche, al igual que en Tierra de nadie, la agresividad cromática es notoria, aunque la violenta luminosidad ciudadana, el horror de los cuerpos despedazados y las llagas sangrientas de la joven Victoria señalan, contra todo lo que podía esperarse, el retorno de la piedad, el sacrificio y el amor: en una palabra, los valores que hasta entonces parecían desterrados del universo urbano:

 

Ossorio tropezó y se vino abajo, descendiendo en el olor a carne quemada de la noche, apretando los dientes para volver a la superficie, para correr solamente diez cuadras hasta el barco blanco, violentamente iluminado contra el muelle. Volvió a levantarse, apoyado en las rodillas, pensando cuando estuvo de pie que el mundo quedaba incendiado a sus espaldas, que no tenía que recorrer del mundo sombrío y rojo más diez cuadras en pendiente hasta el puerto, olvidado el dolor de la pierna dentro del resplandor del incendio.

 

Vio debajo de la suya la cara de Victoria y no se preguntó nada, reconociendo con repetida lentitud la forma del peinado, la redondez de los pómulos, el llanto a boca abierta que hacía ella colgada de su brazo; y apoyando la cabeza en la pared comprendió que no tenía otro camino que aceptar, mirando algo que caía desde el cielo, cruzaba rápido dos franjas móviles de luz y desaparecía; espantado por sentirse en paz oyendo las bombas y el llanto casi animal de la chiquilina. Sentado en el suelo pudo verla contra el andamio, quieta, acostada en la llamarada rojiza del fuego distante; sólo pensaba en tocarla mientras se acerca apoyado en una rodilla y las manos, la pierna herida arrastrándose atrás, trabada a cada momento por la puntera del zapato (91).

 

Notas 

(89) Ibíd., p. 9

(90) Los niños en el bosque, en Tiempo de abrazar, p. 141. El subrayado es nuestro.

(91) Para esta noche, p. 177.

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