martes

MARYSE RENAUD - A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (16)

  

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola

 

II. SEGUNDO PERÍODO:

 

VIOLENCIA Y HOSTILIDAD DEL ESPACIO URBANO (4)

  

En La casa en la arena, la brutal resinserción de la ciudad de la ciudad en el apacible universo de Díaz Grey, refugiado en la playa tras graves problemas profesionales, trastorna al médico habitualmente flemático, cuando surge un romance entre él y Molly, la enigmática amiga de Quinteros “retirada por un tiempo de circulación”. Pero la intensidad de esta relación con una enviada del mundo urbano tiene por contrapartida la versatilidad, la extravagancia y hasta la falsedad de la mujer. ¿Ha sido realmente enriquecedora la aventura? Si bien su esterilidad parece quedar abierta a múltiples interpretaciones, en cambio, el poder brutalmente desestabilizador de la ciudad, simbolizada aquí por la irrupción y la repentina retirada del personaje femenino, no deja lugar a dudas. Sólo un anillo regalado por Molly a Díaz Grey -sugeridor de la circularidad hechizante y oprimente a la vez del recuerdo- atestigua la realidad de la aventura:

 

Díaz Grey abre la mano, se acerca a la luz para mirar el anillo y soplar los granos de arena que se le han pegado; lo deja sobre la mesa, bebe lentamente un vaso de vino, como si fuera bueno, como si le quedaran cosas en qué pensar. Hay tiempo, se dice; está seguro de que el Colorado no necesita ayuda. Cuando se resuelve a salir encuentra, examina con indiferencia el último momento que puede ser incorporado a la tarde brumosa: una franja de luz rojiza se estira muy alta sobre el río. Enciende un cigarrillo y camina hacia el costado de la casa donde está el galpón; piensa con indolencia que terminó por guardarse el anillo, que dejó sobre la mesa el papel con los versos, que tal vez el deliberado cinismo baste para limpiarlo de la pasión y su ridículo. (85)

 

Estos ejemplos, tomados de textos que se inscriben en diferentes épocas y temáticas, demuestran que la ciudad afirma, más allá de sus creencias, su poder corrosivo y su vitalidad. Una vitalidad que aparece a todas luces en dos grandes novelas, Tierra de nadie y La vida breve, concretando el objetivo confesamente perseguido por la primera de ellas: la descripción del indiferente, el hombre sin fe en su destino que representa la desgreñada y amorfa sociedad rioplatense de los años cuarenta. Vemos entonces que si bien el mundo urbano onettiano no ofrece el espesor del cosmos balzaciano -al que ha sido frecuentemente contrapuesto- y el renunciamiento implícito del narrador a la omnisciencia en favor del “perspectivismo” (o la múltiple focalización) fragmenta el relato, su evocación de la ciudad no resulta en absoluto menos coherente. Más allá del hormigueo de sensaciones visuales, auditivas y táctiles que intentan reproducir las dos novelas, hay dos grandes temas que sobresalen y se perpetúan hasta las últimas obras del escritor: la violencia y la geometrización del espacio, ejes en torno a los cuales se estructurará el mundo urbano y la búsqueda de la identidad.

 

El primero de estos dos temas nace en la confluencia de una multiplicidad de agudos toques sensoriales, como sucede en las primeras páginas de El pozo. Violencia visual y violencia auditiva aparecen indisolublemente ligadas desde el comienzo. El texto onettiano tiene bastante a menudo como punto de arranque un núcleo funcional reducido y de una simplicidad por momentos desconcertante, sustentada en verbos tan elementales como entrar, salir, caminar, mostrar, bajar, ver u oír. Pero, insensiblemente, el lector accederá a un mundo regido por la tensión y la agresividad. Agresividad más o menos evidente en la ciudad y generalmente simbolizada, en Tierra de nadie, Para esta noche, La vida breve o Esbjerg, en la costa, por la presencia chillona de algún letrero luminoso o el brillo frío y duro de las luces de la calle. O la agresividad más acechante todavía, aunque no menos real, de algunos toques insistentes o estridentes -“el martilleo del puerto” (86) o los “golpes en erre” (87) de un inesperado timbrazo de teléfono- que sobresalen entre una masa de sonidos amortiguados y anónimos.

 

En todas las obras que tiene por escenario a la gran ciudad, la hostilidad de los ruidos aparece acompañada por la de los colores. Pero es en Tierra de nadie donde se percibe con más intensidad la agresividad subyacente del mundo urbano, porque el rigor de la composición favorece aquí notablemente el enfoque del tema de la violencia. Analizaremos entonces más específicamente esta obra cuya ejemplaridad al respecto y calidad estética ya han sido señaladas por la crítica (87 bis). El primer capítulo de Tierra de nadie se abre con una escena nocturna estructurada flexiblemente en torno a una luz, un rascacielos, una esquina, un olor. Estos elementos pueden considerarse como definiciones del rostro evanescente e inasible -casi hasta el límite de lo irreal- de Buenos Aires. Sin embargo, más allá del chisporroteo de las notas sensoriales, la ciudad no demora en adquirir una dimensión opresiva, como lo revelan las primeras dos secuencias de este capítulo que no dudamos en citar extensamente, dada la sutileza con que el tema de la violencia se encuentra abordado y desplegado:

 

El taxi frenó en la esquina de la diagonal, empujando hacia el chofer el cuerpo de la mujer de pelo amarillo. La cabeza, doblada, quedó mirando la carta azul que le separaba los muslos. “Nos devolveremos el uno al otro como una pelota, un reflejo…”.

Mientras suspiraba, “nos devolveremos el uno al otro”, sorprendió el nacimiento del gran letrero rojizo.

Una mancha de sangre: Bristol. En seguida el cielo azuloso y otro golpe de luz: Cigarrillos importados. Nuevamente el cielo. En la cruz de las calles las enormes letras golpeaban el flanco del primer rascacielos, su torre escalonada. Bristol, el aire, cigarrillos, pequeñas nubes. Los golpes rojos se corrían por las azoteas desiertas, manchando fugazmente el gris hosco de los pretiles.

Atravesando la ventana sucia, sonrojaban la sonrisa del hombre en la lámina pegada a la pared. Un rápido abanico cerrado en los muros y una gruesa barra en la colcha de la cama, cruzando la culata ya fría del revólver. La mano del hombre dormido colgaba junto al piso. Ausente de las sombras y las rápidas palabras rojas, el hombre respiraba lento y sonoro, una mano en la hebilla del cinturón, la derecha hacia las tablas con manchas y escupitajos.

Afuera, en la luz amarilla del corredor, otra mano avanzó, doblándose, en el pestillo. Llave. El hombre gordo dobló los dedos fastidiado y esperó. “Con tal que no se le haya ocurrido…” Golpeó con los nudillos.

Pero la única cosa viva en el pequeño cuarto era el temblor luminoso en la pared y la gruesa franja ligera que resbalaba en la colcha. (88)

 

Notas

(85) La casa en la arena, en Tiempo de abrazar, pp. 106-107.

(86) Tierra de nadie, pp. 25-26

(87) Ibíd., p. 13.

(87 bis) Jaime Concha, “Sobre Tierra de nadie” en Onetti, Biblioteca de Marcha, Montevideo, Uruguay, 1973.

(88) Ibid, p. 9. El subrayado es nuestro.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+