martes

EL ANGELUS DE JEAN FRANÇOIS MILLET

 


por Sabel Gabaldón Fraile (*)

  

Bajo un cielo nuboso de pinceladas suaves, recreación del crepúsculo y premonición del cercano impresionismo, dos figuras permanecen de pie en contraposición a la luz. Sobre un suave, llano y árido paisaje, se diría que rezan. La atmósfera de la escena parece brumosa y simplifica el volumen de las figuras generando una fusión entre el paisaje natural y los dos personajes. Sus caras quedan en sombra, mientras que la luz destaca los gestos y las actitudes, y consigue expresar un profundo sentimiento de recogimiento, un halo místico que realza la emoción de la obra. La línea de sus miradas se dirige a un objeto concreto, una cesta de patatas a los pies de la mujer.

 

Jean François Millet, cuando pintó esta obra de apenas 66 por 55 centímetros en 1859, y se le preguntó sobre qué representaba, se limitó a recitar: Ángelus Domini nuntiávit Mariae et concépit de Spíritu Sancto. La primera palabra de esta plegaria da nombre a la oración Ángelus.

 

En Francia, durante el siglo XV, Luis XI había impuesto su rezo tres veces al día; esta obligación derivó en costumbre y las creencias rurales hicieron habitual la oración durante los periodos de siembra y recolección, pero su significado simbólico se debe a la conmemoración de la Anunciación y Encarnación de la Virgen. Los ciclos anuales de fertilidad de la tierra se inauguran en la primavera y se corresponden con el veinticinco de marzo, fecha de recepción del mensaje divino por María, nueve meses antes de la Natividad. La correlación de los ciclos sagrados con las estaciones otorga siempre un significado religioso a cualquier ritual campesino y abre la interpretación de El Ángelus de Millet a una dimensión trascendente de la cual, aparentemente y sólo aparentemente, carece. No es de extrañar, por este motivo, la enorme difusión de reproducciones que esta pequeña obra maestra del museo de Orsay tuvo en su época en los ámbitos rurales. El cuadro, batió todos los récords de reproducción a los que podían aspirar las imágenes más generosamente prodigadas, ya que no hubo posada, chimenea, cocina o fonda, de la Francia rural, donde no estuviera colgada la escena de los campesinos rezando el ángelus. Grandiosa hipocresía de un contenido de lo más manifiestamente edulcorado y nulo, pero bajo el cual algo se oculta.

 

En El Ángelus llama la atención la originalidad, trastornadora y sin precedentes, de la composición y de la situación. Jamás habían sido dispuestos, en pintura, en un espacio desértico, a la hora del crepúsculo, un hombre y una mujer de pie, inmóviles, verticales, el uno ante el otro, sin mediar palabra ni comunicarse con gesto alguno, ni con la mirada, ni tan siquiera que uno vaya al encuentro del otro. Es, posiblemente, el único cuadro del mundo que comporta la presencia inmóvil, el encuentro expectante de dos seres en un medio solitario, crepuscular y mortal, donde la vida se apaga en el horizonte y donde el sentimiento de extinción, en esa atmósfera brumosa, lo domina todo.

 

El Ángelus de Millet se convirtió en una obsesión para el pintor Salvador Dalí, que lo acompañó durante años. En un principio como elemento decorativo en su casa materna; más tarde, y una vez analizado en profundidad, como punto de partida que le permitió representar en sus obras algunas de sus grandes obsesiones, y de la misma manera que han hecho Pablo Picasso o Manolo Valdés con Las Meninas de Velázquez, realizó distintas reinterpretaciones pictóricas del mismo tema.

 

Sobre su significado escribió entre 1932 y 1935 un ensayo titulado El mito trágico del Ángelus de Millet, perdido en 1941 tras la salida apresurada de Dalí de Arcachon por la ocupación alemana y recuperado en 1963, fecha en la que es publicado en Francia y años más tarde en España[1]. Dalí afirmaba que el Ángelus se había convertido para él en “la obra pictórica más íntimamente turbadora, más enigmática, más densa, la más rica en pensamientos inconscientes que jamás haya existido”.

 

Llegó a solicitar al museo del Louvre su análisis con rayos X, y en 1963 cuando se llevó a cabo, se descubrió bajo la capa de pintura que reproduce la cesta ya mencionada, una masa oscura con forma romboidal a modo de un ataúd infantil. Al parecer, Millet habría ocultado el objeto de su primera representación pensando que no sería bien acogido por la burguesía parisina, cuyos gustos en pintura se alejaban del tono melodramático, motivo por el cual transformó el entierro de un niño recién nacido en algo mucho más tranquilizador y bucólico para un hogar familiar: un momento de oración. Este hecho lo conocía Salvador Dalí de una conversación con un descendiente de un conocido de Millet, quién le reveló que, en su versión original, el cuadro contenía un elemento que, por considerarse perturbador para el público, fue sustituido por el cesto con patatas en el centro de la composición. Un “arrepentimento” del autor, una ocultación velada de un ataúd infantil motivada más por condicionamientos comerciales y económicos que pictóricos y que esconde el verdadero sentido del cuadro: el entierro por parte de unos padres de su hijo fallecido tras el nacimiento. Parece ser que en el medio rural era costumbre que a los recién nacidos fallecidos antes del bautismo no se les diera sepultura en el cementerio sino en el campo.

 

La tesis de Dalí, que hizo radiografiar el óleo de Millet y localiza al hijo muerto en el cesto que hay a los pies de la campesina, modifica la tradicional lectura de la plegaria por la fertilidad del campo, convirtiéndola en un trágico réquiem por la imposibilidad de procrear.

 

En el texto de Dalí, la obra de Millet es sometida a un profundo análisis, según su método paranoico-crítico. Lógicamente este método no tiene ninguna base científica, pero las deducciones que Dalí realiza no se detienen ante nada para que sus puntos de vista y sus observaciones coincidan con sus prejuicios. Algunas veces llegan a ser tan delirantes que rozan la verdad absoluta.

 

La única manera de leer a Dalí es desprendiéndose de toda lógica, dejándose llevar por los caminos que él marca. Allí asegura que el cuadro oculta un significado que se relaciona con la castración y la muerte. Dalí observa que si la mujer de la pintura se irguiera se vería que es mucho más alta que el hombre, y se empezaría a tener lástima del campesino, cuya situación aparece comprometida ante esa figura femenina que Dalí asocia a una hembra de Mantis Religiosa, que se prepara para devorarle la cabeza después de la cópula.

 

Gala cuando leyó el texto de Dalí, lleno de interpretaciones simbólicas de las diversas situaciones y objetos de la obra, le comentó: “Si ese resultado constituyera una prueba, sería maravilloso; pero si todo el libro no fuera más que una pura construcción del espíritu, ¡entonces sería sublime!”.

 

Dalí entiende el Ángelus como una prefiguración, como una Anunciación y para ello emplea todos los mecanismos de distorsión narrativa específicos de la simultaneidad de los tiempos en la imagen estática. El cuadro se torna como un oxímoron pictórico, como una contradictio in terminis, encarnación y muerte, la versión más desangelada que existe del mito cristiano de la Anunciación.

 

De la misma manera que Manet humaniza y convierte a Afrodita desnuda en meretriz en un prostíbulo, y Degas hace lo propio con el baño de Diana reubicándolo en el aseo privado de un piso parisino, Millet redefine la Anunciación y Encarnación de la Virgen desde el más crudo realismo. No hay Ángel, ni Virgen, ni jardines paradisiacos y floridos, ni columnas de separación con la imagen de Cristo en el capitel como lo pintara Fray Angélico. Nos acerca el mito a una escena cotidiana, a dos labradores en una tierra baldía, incapaz de dar frutos, de generar símbolos. El mito de la Anunciación queda reducido a la relación telúrica del campesino con la tierra, pero modificando la tradicional lectura de la plegaria por la fertilidad del campo, en un trágico réquiem por la imposibilidad de procrear.

 

En ese ataúd oculto, tal vez estén guardados todos los temores y fantasmas de Dalí. Esa imposibilidad de procrear redunda con la impotencia de Dalí y, seguramente, con un recuerdo suyo de infancia, la presencia de su hermano muerto antes de nacer él y que llevaba su mismo nombre, Salvador. Será el trauma que retornará eternamente a su conciencia cada vez que contemple el milagro de la Encarnación.

 

Esta lectura trágica de la sexualidad y la fecundidad sólo se explica por el terror que al propio Dalí le producía el contacto sexual con su mujer. Dalí había comentado en su libro Confesiones inconfesables[2]: … “viví bajo el terror del acto de amor, al que confería caracteres de animalidad, de violencia y ferocidad extremas, hasta el punto de sentirme completamente incapaz de realizarlo”. Esa época es ahora proyectada sobre la apacible escena campestre como un furioso combate sexual. La vida de Dalí fue una eterna confusión de su identidad, una lucha por sustituir a su hermano primogénito muerto. La impotencia del pintor, así como su aversión al sexo y a la imposibilidad de tener descendencia, se proyectan sobre la campiña del Ángelus.

 

Dalí, acerca la actualidad del mito de la Encarnación hasta su más estricta intimidad, convirtiéndose en el diagnóstico clínico de una anomalía sexual, en la proyección condensada de sus dos obsesiones, el sexo y la muerte.

 

En 1963, coincidiendo con la publicación de su libro y con el estudio bajo rayos X de la obra de Millet, Dalí pinta un cuadro poco conocido El Retrato de mi hermano muerto, realizado con lo que él había llamado la técnica de la antimateria, mediante la cual construye la imagen facial del niño creando una matriz de cerezas negras y rojas en un diseño que se parecen a los puntos de Benday que utilizó el artista contemporáneo Roy Lichtenstein.  Las cerezas negras forman el rostro del hermano mientras que las rojas el rostro del Salvador vivo, componiendo un retrato que no es sólo de su hermano sino también de sí mismo. El pintor ubica en el lado derecho de la pintura a una serie de soldados, o conquistadores, que empuñan lanzas y avanzan hacia el rostro del hermano muerto para ayudar al pintor a deshacerse de él. Aparecen en un extremo del paisaje, en un páramo llano y desolado, elementos extraídos del cuadro de Millet, como son los labriegos y la carretilla,  a la que atribuye un claro simbolismo sexual en su texto.

 

“¡El ángelus de Millet, bello como el encuentro fortuito, en una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas!”, comentaba Dalí en El mito trágico de El Ángelus de Millet, citando una frase de Lautréamont, de Los cantos de Maldoror[3] publicados en 1869, y que él había ilustrado con grabados alegóricos en 1933. Los cantos de Maldoror, habían sido un ejemplo muy conocido del fenómeno, descubierto por los surrealistas, de que la aproximación de dos o más elementos aparentemente extraños entre sí en un plano ajeno a ellos mismos, provoca las explosiones poéticas más intensas.

 

Ya no es posible volver a contemplar El Ángelus de Millet con los mismos ojos. También lo podemos entender como un encuentro fortuito, en una imaginaria mesa de disección de los propios temores y proyecciones de Dalí y una anodina plegaria de labriegos.

 

El arte confronta la Verdad con la Realidad, pero debe conducir a la verdad y no a la realidad. Una de las condiciones para que una obra sea bella es su capacidad de revelación y de ocultación. El Ángelus, es un velo donde conviven la ilusión y la revelación y donde se reúnen tres categorías estéticas: lo bello, lo sublime y lo siniestro.
Rainer Maria Rilke, define lo bello como “el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”, el inicio del camino hacia el sufrimiento. Lo sublime es su subyugación psicológica, y lo siniestro, la materialización de los temores y los miedos que, aunque presentidos, permanecían ocultos. Como lo señala Schelling, “aquello que debiendo permanecer oculto, se ha revelado”. El arte conduce a la verdad, y no a la realidad que percibimos.

 

[1] Tusquets Editores, 1ª edición, marzo de 1978

[2] Editorial Bruguera, Barcelona, 1975

[3] Editorial La otra orilla, 2007

 

Sabel Gabaldón.
Psiquiatra y Máster en Bioética. Jefe de Sección de Psiquiatría del Hospital materno-infantil de Sant Joan de Déu, Barcelona.
sgabaldon@hsjdbcn.org

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