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MARYSE RENAUD - A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (15)

 1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

  Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola

 

II. SEGUNDO PERÍODO:

 

VIOLENCIA Y HOSTILIDAD DEL ESPACIO URBANO (3)

  

Pero el carácter ilusorio de semejante postura no tarda en revelarse. La ciudad, que ha avanzado paulatinamente desde las orillas hasta el corazón de la obra de Juan Carlos Onetti, no siempre responderá a las esperanzas que ella suscita, como bien lo demuestran Tierra de nadie y La vida breve: el mundo urbano se funda, constitutivamente, en una decepción, en un vacío que los héroes onettianos sufren con más intensidad a medida que la expectación se hace más apremiante. Para comprobarlo basta con remitirse a Tierra de nadie, donde el mito de la isla -sobre el cual volveremos en su momento-, alimentado por la locura del viejo Num, sabiamenrte orquestado por Aránzuru y retomado por amigos desesperados y complacientes, constituye sin duda el indicio más claro de las insuficiencias de la urbe. Más generalmente, el tornasolado y caleidoscópico mundo urbano, con su cosmopolitismo de buen tono y sus inagotables recursos, deja transparentarse, de modo más o menos larvado, según el texto que se trate, la miseria, la soledad o la angustia. El “desamor de la gran ciudad”, explícitamente denunciado en Para una tumba sin nombre (76), ¿no es ya respirable en Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo, donde el héroe, evadiéndose constantemente de un mundo hostil a través de la imaginación, encuentra refugio en una desaforada sucesión de ensueños que lo raptan de Buenos Aires para transportarlo al frío polar y vivificante de Ushuaia, y luego a la aun más lejana Alaska? La apertura infinita hacia la vastedad portuaria de Buenos Aires y Montevideo termina por deteriorarse desembocando a veces en una pegajosa sordidez que recuerda brutalmente la presencia de algún “bodegón oscuro” (77) apestoso y chabacano, donde se reúnen marineros borrachos. Así el espectáculo se vuelve heterogéneo y menos exaltante de lo previsto.

 

Sin embargo, a pesar de estas manifiestas carencias, su potencial de actividad desbordante sigue constituyendo una atracción. Y ese poder se afirma extramuros, como suelen sugerirlo las novelas y los relatos. La ciudad es un agente desestabilizador que pone en peligro -deliberadamente o no- el orden establecido, como cuando Rolanda, fuera por un tiempo de Buenos Aires, se divierte perturbando la apacible y ordenada vida de un provinciano con anónimos crueles:

 

Sigo hoy más tranquila, pero el ultimátum de los quince días se mantiene. Aclaro que no sé si Krum me habla de Bakunin y la 1ª o si de Lenin y la 3ª. Sí, lo de los anónimos era algo exagerado, peo ya tanto da que haya hecho eso u otra cosa. Y nada de farsas ni frases: no se me ocurrió eso por odio ni por degeneración burguesa ni nada de las estupideces de tu carta.

Tendría el mismo resultado mandando anónimo a un koljós o falansterio o como se llamen los chiqueros de fraternización. Paciencia y basta, no quiero hacer el Krum contigo. (78)

 

Además, la ciudad puede penetrar pérfidamente en un mundo aparentemente estable hasta amenazar su cohesión, como en Convalecencia. En este cuento, la heroína, que ha renunciado a toda relación con el mundo exterior para vivir un excepcional idilio con la playa, el mar y el cielo, para existir, silenciosamente, sólo a través de la red de sensaciones nuevas e intensas que le produce la contemplación de la naturaleza, instalándola en “un tiempo remoto (…), en (una) tierra despoblada, antes de la tribu y los primeros dioses” (79), es bruscamente arrastrada, a través de un desacertado llamado telefónico, hacia el mundo de la ciudad, los hombres, la pasión y el absurdo. El “zumbido de la ciudad” (80), aparentemente demasiado débil para trastornar la armonía natural, puede más que ese “pedazo de playa” (81), ese triángulo de arena tan bien amarrado (82) -así lo parecía- al horizonte: a pesar de su embriagadora belleza, el mundo de la playa, “tan antigua y tercamente puro” (83), debe someterse a la ciudad.

 

El mismo fenómeno vuelve a producirse en La cara de la desgracia o La casa en la arena, donde la ciudad desempeña igualmente un papel perturbador. Sus mensajeros sólo anuncian tristezas. En el primero de los dos textos, por ejemplo, la llegada de Betty, la prostituta amiga del hermano muerto del narrador, constituye una llamada intempestiva de la miseria material y moral, del ajamiento y la bajeza de la condición humana. Verdadera ofensa a la belleza y a la pureza reencontradas que simboliza la “muchacha” -entre el rebrillo de un mundo natural signado una vez más por la euforia del agua-, la breve irrupción de la prostituta no sólo significa un desafío lanzado al esplendor del día sino que degrada notablemente la excepcional aventura vivida por el narrador:

 

Volví con pesadez de la ventana y estuve mirando sin asco ni lástima lo que el destino había colocado en el sillón del dormitorio del hotel. Se acomodaba las solapas del traje sastre que, a fin de cuentas, tal vez no fuera de cheviot, sonreía al aire, esperaba mi regreso, mi voz. Me sentí viejo y ya con pocas fuerzas. Tal vez el ignorado perro de la dicha me estuviera lamiendo las rodillas, las manos, tal vez sólo se tratara de lo otro, que estaba viejo y cansado. (84)

 

Este primer síntoma del derrumbe será seguido de otros indicios (la llegada del Ford azul de la policía y el interrogatorio) reveladores de la imposibilidad humana de un verdadero acceso al absoluto: la belleza, la pureza y el amor parecen siempre forzados a negarse a los seres envilecidos por el contacto de la ciudad.

 

Notas 

(76) Para una tumba sin nombre, p. 42.

(77) Cf. El pozo, donde aparece evocada por primera vez y con una particular agudeza la lastimosa imagen de un cafetín: “Es un bodegón oscuro, desagradable, con marineros y mujeres. Mujeres para marineros, gordas de piel marrón. Grasientas, que tienen que sentarse con las piernas separadas y se ríen de los hombres que no entienden el idioma, sacudiéndose, una mano de uñas negras desparramada en el pañuelo de colorinches que les rodea el pescuezo. Porque cuello tienen los niños y las doncellas”, p. 25.

(78) Tierra de nadie, p. 74.

(79) Convalecencia en Tiempo de abrazar, p. 31.

(80) Ibíd., p. 32.

(81) Ibíd, p. 32.

(82) Ibíd., p. 28.

(83) Ibíd., p. 32.

(84) La cara de la desgracia, en Tres novelas, p. 40.

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