miércoles

MARYSE RENAUD - A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (11)

 

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola


PRIMERA PARTE

 

UN IMPERATIVO ESTÉTICO Y MORAL: LA CREACIÓN DE LA NOVELA URBANA

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

I. PRIMER PERÍODO:

 

EL ORO RECÓNDITO DE LA CIUDAD O LA VISIÓN MÁGICA DEL MUNDO URBANO (4)


 Pese a algunas reservas, el mundo urbano de estos relatos de juventud se nos muestra bañado por una atmósfera dichosa. Y no hay ninguna afectación en las escenas descritas. Ni tampoco un estetismo complaciente: la ciudad debe su belleza a su riqueza cromática pero también a ese dinamismo natural que parece impulsarla. Recordemos al respecto el pasaje -citado más arriba- donde se mezclan las sensaciones producidas por el mundo cerrado de la pieza de Raucho con las que vienen de la calle: ¿no tiene por función el zumbido el romper “a golpes” y animar la excesiva inmovilidad de la escena? El carácter tumultuoso de la ciudad aparece aun de un modo más evidente a través de verdaderas composiciones poéticas, desprovistas, hablando con propiedad, de valor referencial, donde la realidad, transfigurada, adquiere a la vez una coloración y una pujanza admirables. Es el caso de esta inspirada descripción de Los niños en el bosque, cuya originalidad es tan sorprendente que no pudimos evitar extraer una larga cita:

 

Casas trazadas con un carbón de pulso inseguro se vienen corriendo hacia la esquina. Sobre el filo mellado de la piedra, curva el farol su cuerpo en danza, víbora de hierro plegada para el salto. Dos casas nuevas aplastan el muro desconchado donde negrea la puerta enana y se abaten gajos de limón. Enfrente, se llena de moscas la vidriera empapelada del almacén. Apunta al cielo con nubes y hojarasca el negro en curda; sonríe baboso, aniñado y en éxtasis. El dedo alzado sobrenada la burla de los vagos melancólicos que entran y salen, más tristes y más amargos, del Bar, Café y Billares (…) Lentos, van llegando los dueños de la esquina. Se apoyan perezosos en el muro, el árbol torcido, se sientan con aire de perros, con sueño, enfilados en el cordón de la vereda. Saca una silla de enea la vieja vecina a la frutería. (…) La población de la esquina se espesa. (…) Indiferente, la tarde desentinta y baja sobre la visión del negro borracho, las formas amontonadas en la esquina, el vigilante bigotudo que se aleja despacio, tendida la oreja hacia atrás. La viejita recién peinada que sonríe en la silla y el farol retorcido y ciego, coinciden mirando la callejuela en diagonal. La ven irse, tortuosa y amarilla de plátanos, desempedrada y sucia, hasta estrellarse con su carga de barracones sórdidos y conventillos broncosos en la gran pared encalada del Asilo (46).

 

El particular enfoque de la escena explica por lo demás la presencia de ciertos rasgos específicos: percibido por un corazón simple, por un estado mental que inspira -fenómeno excepcional en la obra de Juan Carlos Onetti- la beatífica borrachera de vino, el mundo urbano se presenta bajo una luz insólita. A diferencia de lo ofrecido por las descripciones precedentes -un chisporroteo de notas impresionantes sobre la calle, los “conventillos”, la vía férrea o los escaparates de los negocios- aquí nos enfrentamos a un verdadero cuadro donde los múltiples componentes del espectáculo de la calle se articulan en una visión unitaria. Cuadro cuya intensidad alucinada, dinamismo y sabia arquitectura no dejan de recordar los mejores momentos de la pintura y tal vez más aun del cine expresionistas: la escena comienza con un efecto de aceleración del ritmo -las casas de trazado bastante irreal parecen precipitarse sin razón hacia un destino desconocido- y termina con un recrudecimiento frenético del movimiento que simboliza el rompimiento de la calle, enloquecida, contra el muro blanco del asilo. Entre esos dos momentos extremos se presenta un mundo urbano -de una notable cohesión- donde cada elemento ocupa gradualmente su lugar: las fachadas de las casas, los negocios, los comerciantes, los mirones, etc. En una palabra, todo un universo familiar unido -más allá de una miseria a veces cruel- por la risa, el humor y la bonhomía, se anima ante nuestros ojos. Lo que se evoca aquí es la vida de “barrio”, calurosa y casi familiar. La ciudad se hace íntima, humana. Acerca y reúne a los seres; crea entre ellos una grata connivencia. El mundo urbano se sitúa, sintomáticamente, bajo el signo unitario de una “constelación de puntas de cigarros” (47, luminosa metáfora que proyecta sus fuegos sobre la declinación del día.

 

Además de la riqueza cromática del mundo urbano -¿no se tiñe por momentos audazmente la calle de amarillo bajo una lluvia inesperada de gajos de limones (48)?-, y el dinamismo poético de ciertas escenas callejeras, la creación de un espacio narrativo dominado por la curva y la metáfora constituye sin ninguna duda uno de los principales atractivos de Los niños en el bosque. Parecería, en efecto, que nada puede resistirse a la influencia de la curva. Las primeras páginas del relato, signadas por lo imaginario y la intensa vida fantástica del joven Raucho, ya presagian el papel determinante de esta forma geométrica: las “rondas” infantiles que vuelven a la memoria del adolescente y los “remolinos vertiginosos” de una canción que lo obsesiona señalan el nacimiento de un tema -la circularidad- llamado a ampliarse significativamente con el correr de las páginas. Más adelante, en efecto, surgirán los “redondos campanazos de la iglesia en el atardecer” (49), asociados a los desbordes tradicionales del Carnaval -músicas, risas, silbidos estridentes- que acompañan los recuerdos punzantes del muchacho. A partir de ese momento preciso del relato, podríamos afirmar que todo, hasta los más ínfimos detalles, se somete a la tiranía de la curva. Así, las puertas del parque, en la famosa escena de “la prueba del bosque”, son “negras y combadas” (50)

 

El espumar de las olas, en un fugaz recuerdo de Raucho, resulta igualmente “combado” (51). El espectáculo de la calle con su vía férrea es definido como “ondulante” (52); el puente de ladrillos entrevisto en la lejanía como “curvo” (53) y los penachos de humo que escupe una pequeña locomotora animosa, digna de una percepción infantil, revelan una vez más simpáticas redondeces:

 

Iba y venía la pequeña locomotora entre alaridos, serpeando. Al detenerse, mientras volteaban indecisos los émbolos preparando la marcha atrás, la chimenea soplaba el humo de vellón en redondos montones. El gran ojo apagado perseguía en el cielo el rebaño cambiante. En la arena tostada sombras cálidas mezclando negros sucios con oros recónditos. Los galpones con el detonante lamido en las chapas de hierro, casas, casitas, chalets de cartón perdidos en un paisaje mal pintado. Giraba el gesto curvo y enladrillado del puente. Alegre y sin fatiga resoplaba la pequeña máquina. Disparaba veloz, riendo en el jadeo, ayudándose con los molinetes del émbolo, el ojo grueso y redondo abierto hacia el capricho del humo (54).

 

Detengamos la enumeración de todos los epítetos que implican la circularidad -sin olvidar no obstante que, según el mismo Juan Carlos Onetti constituye “un pequeño ensayo sobre el adjetivo y la composición- y examinemos el significado de la proliferación de la curva.

 

Notas

 (46) Los niños en el bosque, p. 128.

(47) Ibíd., p. 128.

(48) Ibíd., p. 128

(49) Ibíd., p. 115: “Dam dam dam, estaban los redondos campanazos de la iglesia en el atardecer, haciendo temblar el aire del gran patio de piedras del colegio y del galpón del refectorio abandonado. Afuera, en la sinuosa calle arbolada era el carnaval, sonaban matracas y músicas. Las graves campanas de la tarde habían abierto sus grandes círculos encima suyo.

(50) Ibíd., p. 134.

(51) Ibíd, p. 113. “Era una tarde del verano reciente, en la playa, con un sol abriéndose y cerrándose en el abanico, papeles sucios y arrugados, botellas vacías, trenzados macizos de arbustos q    ue hacían la sombra para la pereza de la siesta. Temblaban, combadas, las líneas blancas del oleaje”.

(52) Ibíd., p. 116.

(53) Ibíd., p. 122.

(54) Ibíd., p. 122.

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