martes

VIAJE AL FIN DEL MIEDO / CREER O REVENTAR (14) - HUGO GIOVANETTI VIOLA

 1ª edición bilingüe: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020

  

Prólogo de MARYSE RENAUD

 Traducción al francés: CARL D’ABLEIGES


para Bénédicte Froissart

  

DOS: EL PALO EN LA PIÑATA

  

y del olfato físico con que oro

y del instinto de inmovilidad con que ando

me honraré mientras viva -hay que decirlo.

 

César Vallejo

  

Quien lucha con monstruos cuide de convertirse a su vez en un monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo el abismo también mira dentro de ti.

 

Friedrich Nietzsche

  

La única maldad del psiquismo humano consiste en no poder unir o reconciliar los distintos fragmentos de nuestra experiencia. Cuando aceptamos todo lo que somos -incluida la maldad- hasta el mismo mal se transforma. Cuando logramos armonizar las distintas energías de nuestro psiquismo el rostro sangriento del mundo asume el semblante de la Divinidad.

 

Andrew Bard Schmookler

  

LA ENTRADA en la banlieue-sud se produjo al amanecer, y Abel parecía el joven Proust saltando de un compartimiento al otro del tren para enfocar los recovecos de la magia plateada que constelaba los suburbios. Lloviznaba. Los últimos tramos me los perdí sentado en el toilet, sin embargo: de golpe me empezaron a doblar unos tirones peores que los de una parturienta. En la gare de Lyon me las arreglé como pude con los bultos y terminé tomando un taxi hasta el hotel Saint-Michel. Esperaba que Madame Salvage no me reconociera. No me reconoció. Me tocó una linda chambre, donde me tiré a fumar antes de salir al ruedo. Después guardé el cuchillo en un cajón de la mesa-escritorio y llamé por teléfono a Bugeia. En la casa me dieron el número del Commissariat donde podía encontrarlo.

 

Marc pareció realmente emocionado al escucharme. “Viejo” resopló: “Qué vacaciones largas se tomaron. Alguna gente a la que le conté la anécdota de tu S.O.S. ya me tenía loco con que me había dejado estafar -como casi todo el mundo en París- por un sudamericano”. “Tengo trescientos para darte” dije: “Lo demás te lo pago con clases”. “Andá a hacerte cortar la cabeza” dijo Marc. “Sí. Estoy en eso. Pero antes precisaría hablar contigo. Ahora mismo, si podés”. “Oh la la. Qué apuro, Monsieur le Privé” se puso en guardia Marc, estrellando una humareda contra la alcantarilla del teléfono: “Vas a tener que esperar un par de horas, por lo menos. ¿Dónde nos vemos?”. “En un boliche que hay en la place de la Sorbonne: el Escholier” elegí al azar.

 

Eran las nueve de la mañana. Fumé otro cigarrillo en el vestíbulo del hotel y me animé a llamar a Bénédicte. Cuando sonó el sexto timbrazo casi cuelgo, pero esperé uno más. La chiquilina atendió completamente dormida y Abel se hubiera conformado sólo con escucharla. Estuve a punto de quedarme callado, incluso -como hacen los adolescentes durante sus más recalcitrantes metejones- pero ella se aguantó firme en un silencio que terminó por desnudarme. “Cómo te va, cosita” pregunté de golpe. “Dónde te habías metido” retrucó Bénédicte, con un tono más dolido que tierno: “Te llamé como veinte veces al Stella”. “Nos demoramos en Saint-Tropez” expliqué: “Fue una temporada complicada al principio, pero al final tuvimos mucho trabajo”. “Qué lástima”. “¿Qué lástima por qué?”. “Por nada. ¿En dónde estás viviendo?”. “En el hotel Saint-Michel: 19 rue Cujas. Muy cerca del Stella. ¿Cuándo nos vemos?”. “Hoy no puedo” murmuró Bénédicte. “Bueno, cuando vos quieras” dije: “¿Andás mal?”. “No. Estoy muy bien” dijo la chiquilina: “¿Me podés ir a esperar mañana al Lux, a eso de las tres de la tarde?”. “Está bien” acepté, devolviéndole un Salut sedosamente frío.

                                                                                                        

Me quedé otro rato en el vestíbulo, algo desconcertado. Entonces decidí llamar a Ramón, para seguir haciendo tiempo: tenía que localizar a Pedrito y al Cordobés, y solucionar lo más pronto posible el asunto laburo. Ramón se alegró de oírme. “Las bestias están aquí. Pero están durmiendo, todavía” dijo: “¿Viajaste bien?”. “Bárbaro” dijo Abel: “Y volví al Saint-Michel como en los viejos tiempos”. “Ta bien” roncó Ramón: “¿Pensás quedarte ahí?”. “Sí” contesté: “Lo que no pienso es quedarme mucho tiempo más en París”. Se hizo un silencio. “¿Ray anda por aquí?” me animé a preguntar, por fin. “Anda” dijo el gigante, como restándole importancia: “Viviendo a lo clochard en la camioneta de un gitano piojoso. De noche lo agarrás en el Morvan, a eso de las ocho. Cuidado con los piojos”. “Sí” le dije: “No te preocupés. Decile a los muchachos que me llamen, cuando se despierten”. “Chau, Principito” ladró Ramón, con pena.

 

Esa pena me hizo mal. Abel bajó hasta el Escholier dejándose platear la calva por la llovizna y pidió un café-crème y un sándwich-jambon y trató de leer un cuento de Chandler en francés sin usar diccionario. Pero al terminar la primera página bajó al subsuelo y se agachó adentró del gabinete de un toilet agarrándose la cara y moviéndose acompasadamente. “He aquí a tu hijo” murmuré varias veces: “¿Por qué tengo que verlo? ¿Por qué hay que ver la Gárgola? Ahora no es miedo, padre: ahora es la humillación. Vi la señal remota parí la llamarada entreabrí el paraíso y lo único que importaba era esto, al final: quedarse en la batalla. Abel se lavó la cara varias veces y subió a esperar al Inspector Bugeia con dos chispas de humildad cuajadas en los ojos.

 

EL INSPECTOR estaba tostado y parecía contento no solamente de verme. “Me tomé algunos días a principios de setiembre” dijo: “Pesqué bastante. Y a la vuelta pescamos nada menos que a la asesina de Sinclair. Y de un solo zarpazo. ¿Estás enterado de cómo fue, no?”. “No” dije: “Ni siquiera sabía que-”. “Ah, pero es increíble. Touché alors, Monsieur le Privé” sonrió Marc, ordenando un aperitivo: “Fue hace muy poco. Muy poco antes de que la ex-mujer se ahorcara allá en Saint-Tropez, incluso. Cuando la cantante de los tiempos de Django Reinhardt y el pianista-mamut alquilaron la chambre 22 algo empezó a oler mal. Bueno: y de ahí hasta el knock-out las maniobras fueron muy sencillas. Hay que reconocer que tuvimos bastante suerte, además: los allanamos mientras no estaban y encontramos el arma mortal adentro del piano. Mademoiselle Mich confesó casi enseguida: un poquito obligada, pero en fin-.”

 

“¿Mademoiselle Mich lo mató? ¿Pero no tenía coartada?” preguntó Abel, con real cara de bobo. “¿Coartada? Me extraña en usted, Marlowe. Tenía coartada de Favela: de ahí se entraba y se salía sin que te viera ni Dios. Nadie tenía una coartada como la gente: te lo digo ahora. Además esa noche actuó Lilith, también. Y la Mich tuvo tiempo de encajarse una de sus pelucas (la platinada por supuesto, a ver si de refilón todavía la confundían con la reina de la colmena) y escurrirse para ir a sacarle la guita al poeta por última vez -antes de que él volviera a morir a Uganda, como los elefantes- y partirle la cabeza y esconder la cruz en el piano apolillado. Lo calculó muy bien, además de que ligó bastante: el pelirrojo estaba en lo del escenógrafo y ustedes laburando, y la chambre quedaba siempre sin llave. Imaginate el despelote que se hubiera armado si hubiéramos sido lo suficientemente vivos como para registrarle la chambre a ustedes. ¿Qué por qué lo mató? Por odio, viejo. Dijo que fue por puro odio, nomás. Que esa clase de tipos -dijo- no merecen seguir viviendo porque le joden la vida a los que están más desesperados que ellos. ¿Qué te pasa? ¿Por qué ponés esa cara?”. “Por nada” dije: “¿Y cómo anda el Cosmósfero?”. “Encerrado, por supuesto” torció la boca Bugeia: “Tiene un problema con los nazis y otro con la guerrilla griega, no sé bien cómo es”. “Bueno” murmuró Abel: “¿Cuándo empezamos las clases?”. “El sábado, como siempre. ¿Está bien?”. Abel escarbó en su bolsillo y le alcanzó al Inspector trescientos francos mendicosamente apelotonados. “Gracias” me sonrió él: “¿Cómo anduvieron tus líos?”. “Bien” suspiré: “No lo vi más al tipo”. “¿Pero anda por aquí? ¿Por qué quisiste verme tan rápido?” insistió Bugeia, poniendo ojos de policía. “Debe andar” le dije: “Pero no me preocupa demasiado. Te llamé rápido porque sabía que me ibas a invitar por lo menos con un Kir, después que te devolviera los trescientos francos”.

  

ALMORCÉ FUERTE, y me fui a dar una vueltita por el Luxembourg antes de dormir la siesta. La llovizna había aflojado. Abel caminó hasta la Closerie des Lilas y volvió exactamente en sentido inverso, observación la gradación de los ocres en las hojas podridas. Los otoños de París: ¿qué se ficieron? Mozart maldito -pensé: Lo asombroso es cómo hace para no estar cuando pasan las cosas. Pero ya va a caer: no te preocupes, Eugeñito. Gracias, Bianchon. Siempre admiré sinceramente tu corazón no burgués. ¿Toma otra, Sosa? Tomé un par de calvados en un mostrador y me fui al Saint-Michel.

 

El teléfono me estranguló la siesta: era Pedrito, para variar. “¿Nos vemos en el Morvan a eso de las siete, nono?” me dijo con cariño: “Habría que ir esta noche mismo por la taberna ¿no le parece? Nuestro amigo el guerrillero tiene miedo de perder el laburo”. “Yo también” dijo Abel: “A las siete nos vemos”. Faltaba media hora. París ya estaba negro como el demonio y Abel fumó un Peter Stuyvesant pensando en el cuchillo que tenía guardado en el cajón de la mesa-escritorio. Lo dejé allí, sin embargo. El alcohol del mediodía no me había raspado el estómago, de modo que camino al Morvan entré un momento al bar-tabac de la esquina del hotel Stella. La Tabaquita no atendía más el mostrador, por lo visto: hasta esa clase de desgracias debíamos enfrentar. Pero cuánto bebí, donde lloré -pensó Abel, haciendo fondo blanco con un calvados: Monótonos satanes, / del flanco brincan, / del ijar de mi yegua suplente. Otro calvá: fondo mucho más blanco. Se dobla así la mala causa, vamos / de tres en tres a la unidad; así / se juega a copas / y salen a mi encuentro los que aléjanse, / acaban los destinos en bacterias / y se debe todo a todos. Tercer calvados y ni asomo de valentía artificial. Basta de copas, hombre: vamos a ver la Gárgola y a otra cosa, por Dios.

 

Lloviznaba otra vez, mansa y molestamente. Caminé por la vereda izquierda de la Monsieur-le-Prince y encontré a Pedrito y al Cordobés esperándome en una mesa del Morvan. El Cordobés estaba acollarado por la golilla de la belleza. Pedrito usaba sombrero de cow-boy. “Qué lo parió: la mina tenía el bulo que era un lujo, guaso” fanfarroneó el zorro: “Vengo de dejar las cosas allí. Te juro que con un bulo y una mina como Martine te dan ganas de que venga el invierno, nomás”. Abel sonreía casi sin oír. Estaba escrutando la vereda de enfrente, a ver si distinguía algún sobretodo negro. “Recién vimos a Ray” dijo Pedrito: “Venía para acá”. A Abel se le cayó el cigarrillo de la boca, aunque no alcanzó a quemar a nadie. “Dónde lo vieron” pregunté. “En el Danton” dijo Pedrito: “¿Qué le pasa nono, que se le anda cayendo el Puerto Rico?”. “Nada” dije: “Ya vengo. Espérenme un cacho que ya vuelvo”.

 

No necesité caminar hasta el Danton. En el exacto vértice del carrefour vi el sobretodo negro, bajo un paraguas negro: caminaba hacia mí. Nos encontramos al costado de la boca del métro. Ray levantó el paraguas y me ofreció la mano, con una sonrisa verdaderamente bondadosa. “Abelito” me dijo: “Cómo te va, campeón”. Pero en los ojos estaba la Gárgola: empozada y verde, y atravesándome con el brillo del alfiler que le apunta a la barriga de la mariposa. “Bien” le dije: “¿Y vos?”. “Bien” sonrió Ray: “Me hice clochard, por fin. Mientras espero el giro para tomármelas de una vez: este mes me lo mandan, parece. En realidad soy nomás que un clochard de camioneta, pero algo es algo. ¿Tomás un cafecito?”. “Sí” dijo Abel. Entraron al boliche de la esquina. Ray tenía la melena muy larga y no demasiado canosa. Abel lo miró perfilarse para pedir dos cafés y encontró todo suavizado: los ojos de lagartija la nariz de mono y la facha de leoncito. Ahora sí que es un sosías, pensé: Y hasta debe andar por ahí haciéndose el monaco rosso y predicando la revolución y todo. Podría apostar.

 

Ray bajó la cabeza y empezó a jugar con un cigarrillo. “Estuve pensando mucho en todo lo que pasó” dijo al rato: “Nunca me había pasado algo igual en la vida, loco”. “A mí tampoco” dijo Abel. “¿Seguiste escribiendo?” murmuró entonces el riverense, y subió una cara de facciones profundamente preocupadas y ojos profundamente esperanzados en que yo hubiera dejado de escribir para siempre. “¿Por qué no me preguntás si seguí respirando?” contestó Abel. “Está bien” dijo Ray: “Me alegro, entonces. Nos vemos cualquier día de estos. Venite por la camioneta: estamos estacionados en un quai pero mañana nos trasladamos aquí a la vuelta, atrás de la Facultad de Medicina. Ya empieza a hacer un frío infernal, cuando amanece”. “Bueno” dije: “Cómo no. Yo vivo en el Saint-Michel. Cuando quieras venir estoy a las órdenes, loco”. Ray me miró sonriendo, bondadoso y con odio. Cada cual pagó lo suyo.


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