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LA PATRIA Y LA TUMBA (14) Crónica ficcionada del golpe de estado y de la Huelga General - RICARDO AROCENA


 A la memoria de María Cristina Díaz Marrero


7 DE JULIO. El país amanece bajo una lluvia torrencial que desborda ríos y arroyos, inunda veredas y desagües, anega campos, empantana, arrastra, amontona basura y cae implacable sobre cientos de trabajadores de ANCAP, que han sido desalojados de la Refinería de La Teja y que soportan estoicos, a la espera de que los militares les permitan retirarse a sus hogares. Desde sus puestos de mando los que dirigen el operativo, miran y disfrutan el castigo que a punta de máuser están infligiendo y que pretenden que sea ejemplar. Pero como respuesta lo único que obtienen son pechos erguidos y miradas severas. Milton no es una excepción. Junto a sus compañeros está dispuesto a lo que venga, como si toda su vida hubiera estado esperando este momento; ha sido golpeado, hace frío y está empapado, pero porque está en paz consigo mismo, piensa en el título de la vieja novela que tanto lo impactó en su primera juventud: “Así se templó el acero”. Las amenazas, los insultos, las provocaciones sistemáticas que le llegan, no hacen otra cosa que encender su ánimo, entonces recuerda lo que un vecino, profesor de filosofía, un día le dijo y que le quedó grabado a fuego, que peor que la pretensión morbosa de sojuzgar a los semejantes, es la conformidad servil de los que permiten que se los aplaste. No se considera en ninguno de los dos grupos, sus convicciones están exclusivamente al servicio de la causa de los trabajadores y del pueblo. De su pueblo. Alguien atrás suyo no para de toser, por momentos lo hace desgarradoramente y uno de los oficiales, prepotente, pretende acallarlo. Milton se interpone y debe soportar nuevos garrotazos. No emite una sola palabra, solamente se levanta del piso y desafiante mira al militar a los ojos, pero cuando éste decide ensañarse con él, es frenado por una voz de mando. Hay otras urgencias. Desde distintos puntos de La Teja llegan nítidamente hasta donde están, gritos y consignas, que alternan con el aullar de sirenas y estallidos de balazos. El barrio ha sido convertido en una cárcel, en un gueto, en un cerco de amenazas y plomo. Está bajo un estado de sitio puntual y localizado y es permanentemente recorrido por coches militares, que amenazan con los parlantes. Gloria sale a la vereda ni bien termina de pasar la camioneta del Ejército. Se huele las manos. Está cocinando y tiene olor a ajo. Y fastidiada se limpia con el delantal.  De a poco van saliendo los vecinos de la cuadra, que como es costumbre, se agrupan en la esquina. Nunca falta un vecino con información, es lo que le llaman “radio bemba”. Es así que Gloria se entera de lo que está pasando en la puerta de la Refinería, de la muerte de un estudiante, de que está convocándose a una gran jornada de protesta para dentro de dos días, y de que está hablándose de una “contraofensiva popular”. Súbitamente, como algo natural, el “todos a la Refinería” se transforma en consigna y Gloria temerosamente comienza a caminar, aunque la incomoda un poco el delantal que aprieta entre sus manos. Una vez más recorre las calles tantas veces andadas y desandadas, de las que conoce cada vereda, cada pozo, cada baldosa. De pronto se da cuenta que quienes la rodean están armados de todo tipo de cosas, unos cargan palos y piedras, otros neumáticos, otros bancos que arrancaron para cortar las calles, los más sofisticados alambres, bolitas y municiones, para parar a los caballos. Gloria avanza entre aquel montón. Avanza tímidamente. Protegida por el gentío, que se acrecienta en cada cuadra. Cuando llegan a Carlos María Ramírez son una multitud. Repentinamente a Gloria la invade el olor a pólvora, a gas, a combate. Ya no siente miedo y acelera el paso. La lluvia es solamente otro obstáculo a vencer. Como tantos a lo largo de su sacrificada vida. Uno más. Nada más. Frente suyo está, cada vez más cerca, el enemigo. De pronto se sorprende a sí misma con una baldosa en su mano. Y la tira. Y junta otra. Y también la tira. Ya no es una más del montón. Se siente enorme, gigante. Se le ha desatado el pañuelo y el largo y grueso pelo negro le cae desmadejadamente sobre la empapada chaqueta. Parada en el medio de la calle, con las piernas abiertas y el pecho inclinado hacia adelante, vocifera lo que le viene en mente. En sus gritos está su vida toda, sus alegrías y tristezas, sus partos, sus privaciones, su infancia difícil, sus dolores contenidos. El vendaval oculta, nubla, ciega, y la soldadera está desatada, pero igualmente Gloria sigue, avanza, crece. Ya no se reconoce a sí misma. Ya no es la de antes. Y por eso grita: ¡En La Teja no mandan milicos! La soldadera cede, recula, retrocede. Y Gloria avanza. Cada metro es terreno conquistado. Desde donde está no las ve, pero imagina en los límites del Pantanoso, a las barricadas. Ya lo sabe. Se lo han dicho. El Cerro es zona liberada y Gloria saluda en dirección al Frigorífico Nacional adonde su marido está ocupando. ¡Ay, si la viera! Saluda con el delantal que se convierte en una improvisada bandera que agita sobre su cabeza. Imagina que su marido la ve. Y que le contesta. Y eso la lleva a continuar con el brazo en alto. De pronto escucha una consigna, que al principio no entiende del todo, pero a la que va adivinando mientras la acompaña. Nunca había coreado con otros, es algo nuevo para ella y por eso el grito le sale del alma: “¡Ramón vive y vivirá en la lucha popular!”.


***


Alicia Machado casi no reconoce a su padre, cuando este abre la puerta y la hace pasar. Sin saludarla se da vuelta y prácticamente se arrastra hacia un sillón, con un vaso de whisky en la mano. Está sorprendida, no es el hombre implacable de siempre, está desaliñado, con la camisa desprendida y sin zapatos. Por primera vez Alicia lo ve como un ser humano más, accesible, al alcance, hasta el momento siempre lo conoció como un individuo distante del que conserva pocos buenos recuerdos. La luz de la habitación está apagada, pero por el ventanal que da a la Rambla penetra un resplandor mortecino, que todo lo envuelve. A un costado, sobre un escritorio, descubre una foto en la que están, ella cuando niña, Beatriz, su madre y él. Entonces lo comprende todo. Entonces comprende que el hombre poderoso que es su padre, en el fondo es un sujeto enclenque psicológicamente, que precisa dominar para llenar una existencia vacía de contenido. Mezzera nota que su hija mira el retrato y se limita a comentar.


-Beatriz era la mujer de mi vida. Era un pilar…


-¿Y por eso nos condenaste a una vida marginal? –pregunta Alicia desafiante.


-Vos no entendés… -intenta justificarse Mezzera.


-No tengo nada que entender –corta drásticamente su hija.


-Nunca les faltó nada –se defiende el empresario.


-No es un tema de plata. ¿No te das cuenta que nos faltaste vos? Si no te das cuenta de lo que estoy diciendo, no vale la pena explicarlo. Mamá solamente pedía estar contigo, a tu lado, una vida normal –responde Silvia.


El hombre queda en silencio. Había conocido a Beatriz en la oficina de una de sus empresas, más de 30 años atrás. Y se había enamorado de su espontanea alegría, de su simpatía, de su sensualidad, pero cuando quiso divorciarse de Esther Linares, su mujer, esta lo amenazó que iba a hablar con sus hermanos, con los que Mezzera compartía oscuros negocios, que no verían con buenos ojos una separación. Y consciente de que nunca podría convivir con Beatriz, le armó una casa y le pasó una pensión. Un año después Beatriz quedó embarazada y le dio a Alicia, una hija con la que nunca convivió.


-Si viniste a reprocharme ya podés irte –murmura ásperamente Mezzera.


Alicia se da vuelta rumbo a la puerta.


-No, no te vayas, pará… -se arrepiente el hombre.  


Alicia se detiene. Por primera vez siente que domina a su padre. Y le pregunta a los gritos:


-¿Y qué vas a hacer ahora con Santiago, después que lastimó a tu nieta y mató a mamá?


Santiago es el único hijo que Mezzera tiene con Esther, pero desde niño se rebeló como una persona inestable y cuando llegó a la adolescencia le diagnosticaron una enfermedad mental.


-Por él no te preocupes, ya no es una amenaza para ustedes. Lo puse en una clínica en el exterior –responde Mezzera.


-Tus amigos militares taparon el crimen. ¿Y con eso lo arreglás todo? –vuelve a preguntar Alicia furiosa.


-Siempre estuvo loco… -justifica el empresario, resignado.


-Loco, si, pero de odio, por la permanente manija que la tipa esa con la que estás casado, dio toda su vida contra nosotras. Será muy católica y fanática adoradora del Cristo Rey y de la puta que lo parió, pero lo crió rodeado de rencor… -reprocha Alicia violenta.


-¿Y por qué estás acá? ¿Viniste solamente a reprocharme, o querés más plata? –intenta Mezzera cambiar el curso de la discusión.


-Vengo a decirte que te olvides de nosotras, aunque en el fondo no sé ni para qué vine, porque nunca te importamos.


Alicia lo mira displicentemente. Súbitamente siente asco por aquel hombre, al que un día, siendo niña, había idolatrado. En la medida que fue creciendo se fue dando cuenta que solamente disfrutaba acumulando bienes y que pretendía que quienes lo rodeaban actuaran en función de sus caprichos. Mucho ha sido el dolor desde la muerte de su madre, entonces sustituyó el tenue cariño que por su padre todavía sentía, por un odio feroz, hacia él y hacia todo lo que representa. Pero piensa que al fin está pagando su mezquindad y que está condenado a vivir con alguien a quien no ama, pensando que su verdadera mujer ha sido muerta a manos de su propio hijo.


-Ni nos busques porque nos vamos del país. Y no me amenaces sino querés que se conozcan todos tus trapiches y lo que pasó –grita Alicia desde la puerta.


Mezzera se levanta como puede para retenerla, pero tropieza, mareado por el alcohol y cae sobre la moquete, desde donde extiende suplicante la mano:


-¡Quedáte! ¡Vení! ¡Pará!


Alicia observa con la puerta entreabierta la patética escena. Es la última vez que estará con su padre y por eso se detiene unos segundos más. Está exhausta y le falta el aire. Sabe que es un momento trascendente en su vida y por eso vacila en ponerle un final. Pero todo está decidido y el portazo hace vibrar los cristales. La mujer corre hacia su coche. No puede ni quiere mirar atrás.


***                 


Sara Leiva está sobre excitada y no para de hablar. Vázquez la escucha en silencio.


“Andrea ha sido muy buena conmigo Sr. Juez. Desde que me internaron no se separa de mi lado. Y siempre hay alguien que me acompaña. Y todos me llaman compañera. Nunca nadie me había llamado de ese modo, es más, se han preocupado de contarme lo que está ocurriendo. Y que yo no entiendo demasiado. Me trajo mi padrastro de Carmelo, él me inició en esto. De Montevideo solamente conozco los quilombos, desde donde nunca nos dejan salir. Alguna que otra esquina y algún boliche del barrio. Por eso me da gracia que me llamen como me llaman, y hasta me han traído unas flores y unas frutas. Todos me han dado mucho cariño y por eso siento que les tengo que retribuir, contándole a Ud. lo que pasó la otra noche. Ellos me han insistido que no tengo obligación de hacerlo, que no tengo que contar nada sino quiero, que no me sienta obligada a dar nombres y que su apoyo no es  a cambio de algo, aunque Ud. aquí represente la Justicia. Pero igual quiero hacerlo. Es una forma de desahogarme. ¿Usted me entiende? A Mario lo conocí haciendo el yiro, cerca del cementerio. De esto hace unos tres años. Y nos fuimos a vivir juntos a una pieza de pensión. Al principio yo continué trabajando, pero con el tiempo me dijo que dejara de hacerlo. Por eso le digo que en el fondo no es malo, se pone malo en ocasiones y me golpea. A veces hasta me ha hecho sangrar. Pero yo sé que en el fondo no es malo. Mire, hasta me pide disculpas. Y a mí me da pena y lo perdono, aunque le tengo un poco de miedo, sobre todo cuando vuelve borracho a casa. Esos días, cuando no me golpea, se tira en la cama. Y se pone todo arrollado, como un chiquilín recién nacido, con las manos y los pies encogidos. Así, mire. Y se pone a llorar. Y a mí me da algo acá, como una angustia. Entonces con mucho cuidado lo acaricio, hasta que comienza a calmarse y se queda dormido. Por eso le digo que no es malo, a veces hasta me trae algún regalo, como esta cadenita. ¿Linda, no? Toda dorada. Y ropa también. Para que lo espere bien vestida al día siguiente. Entonces nos vamos al bar, un día fuimos hasta el Parque Rodó. Jugamos al tiro al blanco. Y anduvimos en unos autos que se chocan y en una rueda gigante. Y comimos algo así como unos algodones rosados y dulces. ¿Cómo se llaman…? ¡Ah! Espumas, sí, espumas de algodón. O algo así. Y me acuerdo que nos reímos mucho por cómo nos quedaron los labios y las manos, sucias y pegajosas. Cuando venía mal me daba cuenta ni bien entraba, por la forma como golpeaba la puerta y tiraba el abrigo que le dio el Ejército, sobre la cama, pero lo peor es cuando volvía después de salir con los hermanos Perugorría. Llegaba excitado, nervioso, a la menor cosa me golpeaba y me insultaba. Me decía que no quería seguir manteniéndome y que saliera de puta. Nunca me contaba nada, pero por las conversaciones que alguna vez tuvo con los hermanos adelante mío, me di cuenta que trabajaban juntos, que allanaban casas y detenían gente, a la que después llevaban al cuartel. Pero casi nunca hablaban adelante mío, solamente puedo decirle que algunas noches llegaba más exaltado y violento que otras. Y mientras dormía golpeaba la pared, lloraba y reía. Todo a la vez. Y gritaba por ejemplo, “cantá carajo, cantá de una vez, la puta que te parió”. Ahí me di cuenta que junto con los Perugorría su trabajo consistía en arrancar confesiones a los detenidos. Y me dio miedo, pero nunca lo hablamos. ¡Ni loca le hubiera preguntado! Seguro que me mataba si lo hacía. Pero ya le digo, no era un hombre del todo malo. Aquella noche nos encontramos por casualidad en la esquina de Ibirocay y Francisco Pla y los hermanos enseguida nos arrinconaron. Y me empujaron hasta tirarme al piso. Gritaban que Mario les diera una plata de una requisa, que ese había sido el trato, que lo iban a denunciar a un Juez que conocían, que además es Coronel, yo que sé… La discusión fue aumentando, hasta que uno de los hermanos sacó una cuchilla. Pero Mario se la sacó, a uno lo hirió y al otro lo mató. Nos fuimos, pero cayó la Policía a la pensión y nos llevaron a la Comisaría. El que quedó vivo nos vendió. Pero estando en las celdas, llegó un oficial y nos habló a los dos. El milico me llamó a mí y me dijo que no tenía que reconocer nada ante el Juez, que no dijera quién era el matador y que tampoco dijera que los tres trabajaban juntos, que el Ejército se encargaría de todo…  Le juro que es todo lo que le puedo decir, créame. Como que hay Dios que lo que le cuento es verdad. Se lo juro por mi madre, que es lo más sagrado que tuve.”


***


8 DE JULIO. Andrea viene teniendo días agitados, además de la guardia en el Hospital, ha realizado barriadas en los barrios aledaños para informar de la convocatoria para el 9 de julio de una gran concentración y ha visitado el Visca, el Pasteur y el Maciel, en donde participó de asambleas para coordinar la atención clínica en las fábricas ocupadas y para tomar medidas ante la persecución de la que los médicos vienen siendo objeto por participar en la Huelga General, entre ellos de su ex pareja. Lo encontró en el Pereira Rossell. Sabía que en algún momento se lo cruzaría, pero fue tan imprevista su aparición que quedó sin aliento y buscó refugio en un rincón, mientras él intervenía. Un extraño calor interior la trajo bruscamente a la realidad, a una realidad de la que ha intentado huir atosigándose de tareas, aunque, claro está, ni bien lo vio se dio cuenta de que nadie puede escapar de sí mismo. Y por esas cosas del querer, prefirió irse sin saludarlo. Caminó bajo la lluvia y el viento rumbo al Hospital, con la esperanza de que el temporal apaciguara sus tormentas interiores. Durmió poco, despertó temprano y luego de realizar algunas tareas, partió hacia el local central de la Universidad, adonde es el velatorio de Ramón Peré. El lugar está rodeado de policías y no puede entrar. Un conocido le informa que está siendo velado en la Empresa Carlos Sicco, en Rivera y Juan Paullier y se dirige a ese lugar, en donde encuentra una multitud, entre la cual se va escurriendo, para constatar si está la corona de rosas que envió en nombre del Comando del Clínicas. Finalmente la encuentra, entre un mundo de flores, de las más variadas organizaciones sociales y políticas y queda más tranquila. A su alrededor todos hablan de la jornada de protesta programada para el día siguiente.


-¡Estás detenida! –siente que alguien la toma por atrás del brazo y se da vuelta, entre extrañada y sorprendida.


Son Héctor García y Magdalena Martínez, que al advertir la soledad y la tristeza de la muchacha, se le acercan.


-¿Estás mejor de los golpes? ¡No deberías estar acá! –le pregunta Andrea a Magdalena.


-Estoy bien y no podía faltar. Sobre todo después que me enteré de lo que andan diciendo, el diario La Mañana hasta tituló que Ramón murió de un tiroteo con una patrulla, cuando por sus problemas físicos era imposible que lo hiciera.


Apasionado, tajante y con grandes gesticulaciones, interviene Héctor.


-Tenemos que asumir de una vez, que el golpe de estado lo dio el gobierno y que el gobierno es del Partido Colorado, no podemos engañarnos… Y además con el consentimiento del Partido Nacional, que de alguna forma apoyó las etapas previas al golpe, salvo Por la Patria y el Movimiento Nacional de Rocha. Lo que pasa es que muchos alimentaron a la fiera y ahora se están dando cuenta de que la fiera se los está comiendo también a ellos.


-El batllismo solamente ha hecho algunas declaraciones, pero nada más y Sanguinetti acaba de declarar que su sector político no piensa participar en ninguna actividad conjunta con grupos “no democráticos” –se enerva Magdalena, haciendo comillas con las manos. Es notorio que algunas de las características de Héctor se le han pegado.


-¿Que no piensa participar con grupos “no  democráticos”? ¡Pero si fue ministro de Pacheco y hasta hace 15 días del propio Bordaberry y padre de la ley fascista de educación! –comenta más animada Andrea.


-Mirá. Nos guste o no, la carne en el asador la viene poniendo el movimiento obrero-estudiantil y el Frente Amplio. Pero hasta el momento no hemos podido consolidar un gran bloque anti-golpista, con la participación en pleno de todos los partidos políticos –agrega Magdalena, que tiene algunas diferencias con su marido, quien plantea radicalizar la huelga.


-Me enteré en el Sindicato Médico que la CNT intentó que se reuniera la Asamblea General, hasta se consiguió el local de las Fábricas Nacionales de Cerveza, para que sesionara. La idea era que, como lo marca la Constitución, le hiciera un juicio político a Bordaberry y que se transformara en un referente democrático, pero no se consiguió. Muchos legisladores están quebrados, dicen que hay dictadura para rato y además están faltando algunos líderes importantes de los partidos tradicionales, como Aldunate y Gutiérrez Ruiz, que podían haber sido claves para una medida de este tipo.


Mientras hablan comienza la marcha. Son miles por la calle Rivera. Las veredas están atestadas de vecinos. El silencio solamente es roto por el Himno Nacional. Hay dolor, rostros firmes, pasos decididos. En tanto avanza, Andrea va reconociendo a muchos hombres y mujeres de las comisiones vecinales, de los centros culturales y deportivos y de los comités de base del Frente Amplio, de la amplia zona que circunda al Parque Batlle, y que desde que comenzó la huelga vienen rodeando de solidaridad al Hospital, entre los cuales está Javier Barbosa, de la Coordinadora M, quien le despierta una sonrisa, no sabe bien por qué. Cuando llega a la altura de Rivera y Soca, le dice a Héctor y Magdalena, señalando hacia la Rambla:.


-Ahí está la casa de Crottoggini. Me acuerdo que estuve cuando lo atentaron, en abril del año pasado. Fue previo al asesinato de los 8 de Paso Molino. Nos reprimieron con gases, yo me pude esconder en un edificio.


Los tres marchan cerca de la cabeza de la columna, no lejos del féretro, que es llevado en andas. A la altura de Rivera y Pastoriza, señala un vetusto local a su izquierda, que pertenece a la Unión de la Juventud Comunista.


-Aquella noche también atacaron este local. Fíjense en los agujeros de bala, pero además tiraron con una bazooka, por suerte el proyectil pegó en una esquina y no entró, sino el edificio se hubiera venido abajo y adentro había gente.


En la medida que avanza le vienen otros recuerdos, todos ligados a su ex compañero, con quien compartió todos aquellos momentos. El conoce bien la zona y le había comentado que por lo general las bandas fascistas se reunían en una heladería de la esquina de la Plazoleta Viera. Cuando pasan por el lugar, se lo comenta a Magdalena y Héctor.


-Por lo visto conocés bien la zona… -la interrumpe Magdalena.


Pero la nostalgia desborda a Andrea y no le responde. Solía encontrarse con su compañero en un Bar, justo hacia adonde van. Héctor mira hacia atrás, para ver hasta donde llega la marcha, pero no saca ninguna conclusión. Cuando la cabeza de la columna cruza Rivera y Larrañaga, los manifestantes recomienzan con el Himno y crece la tensión.


Magdalena se da cuenta y pregunta:


-¿Qué está pasando?


-Estamos llegando a Rivera y Bustamante. Adonde mataron a Ramón Peré.


Cuando la columna llega a esa esquina se detiene unos minutos. Las estrofas cobran fuerza y son un eco que se pierde hacia atrás.


-Escuché que por lo menos la columna tiene 15 cuadras –dice Héctor.


Continúan rumbo al Cementerio del Buceo. Antes de llegar a él, Héctor señala hacia la izquierda, entusiasmado y con un indisimulado orgullo de clase. Y dice:


-¡Miren! ¡Son los trabajadores que ocupan la estación de AMDET!


-“OBREROS Y ESTUDIANTES, UNIDOS Y ADELANTE” –lee emocionada Magdalena en voz alta el cartel pintado por los obreros del transporte.


-Juan José, el compañero de Cristina, me contó que han sido muy reprimidos. Y que junto con los obreros de Cristalerías del Uruguay, que también están ocupando, han realizado muchas medidas en conjunto. Me dijo que con los vecinos han improvisado varias manifestaciones cuando han sido desocupados, pero además que algunos compañeros de AMDET fueron brutalmente torturados en el Cuartel Florida, que está cerca de acá –cuenta Andrea.


En la puerta del Cementerio del Buceo hablan, por la Universidad Pablo Carlevaro y por el Partido Comunista, al que pertenecía Ramón Peré, el Ingeniero José Luis Massera.


-Bueno, es hora de irse. Tenemos mucho que hacer. No se olviden que hay que correr la voz, mañana 9 de julio, a las cinco en punto de la tarde, nos concentramos en 18 de Julio –insiste Magdalena, en voz baja, como para que nadie se olvide.


-Yo voy desde el Hospital –responde Andrea.


Coreando el Himno, la movilización comienza a desarmarse:


-Orientales… La patria o la tumba…


Héctor hace un gesto mirando el cementerio, por donde llevaron el cajón… Y en voz baja, mientras acaricia a Magdalena, canturrea:


-Libertad… O con gloria morir.

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