miércoles

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 57


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La Instrucción me mantenía apartado de los deportes, mientras los otros muchachos se pasaban jugando todo el día y conquistando a las chiquilinas. Yo me pasaba casi todo el tiempo marchando a pleno sol. Lo único que veía era la espalda y el culo del tipo que tenía adelante, y en muy poco tiempo me desilusioné de las maniobras militares. A los demás les seguían gustando y aparecían siempre contentos y con los zapatos bien lustrados. Yo pensaba que era un absurdo vivir preparándose para que un día te volaran las pelotas. Pero tampoco me gustaba imaginarme agachado con los hombros acolchados por un equipo azul y blanco que llevaba el número 69 y con un casco de fútbol empotrado en la cabeza, tratando de bloquear a una bestia de mal aliento de otro barrio, para que el hijo del fiscal del distrito pudiera pegarse una carrera de seis yardas. El problema era tener que seguir eligiendo entre lo malo y lo peor, hasta terminar siendo un don nadie. A los 25 años la mayoría de la gente ya estaba acabada, y todo el maldito país se llenaba de pelotudos que se pasaban manejando, comiendo, teniendo hijos y votando al candidato presidencial que se parecía más a ellos mismos.


A mí no me interesaba nada, y no tenía la menor idea de cómo iba a poder zafar de todo aquello. Los otros tenían algún motivo para vivir, por lo menos, pero yo me sentía un discapacitado incapaz de entender nada y lo único que quería era estar lejos de ellos. Pero no había adonde ir. ¿Suicidarme? Jesucristo, eso iba a ser más terrible todavía. Lo que hubiese querido era quedarme durmiendo durante cinco años, y eso no me lo iban a permitir.


Así que seguía haciendo la Instrucción en el Instituto de Chelsey, con aquellos granos que no hacían más que recordarme lo jodido que estaba.


Hasta que llegó un día especial, donde un tipo de cada escuadrón que había ganado la competencia del Manuel de Armamento daba un paso al frente y se colocaba en una larga fila para someterse la última prueba. Nunca supe cómo lo logré, pero el ganador de mi escuadrón era yo. Y yo no era un ganador.


Era sábado. Había muchos padres y madres llenando las tribunas. Sonó un clarín. Brilló una espada. Tronaron las voces de mando. ¡Armas al hombro derecho! ¡Al izquierdo! Los fusiles nos golpearon los hombros, las culatas golpearon el suelo y volvieron a empotrársenos en los hombros. Las chiquilinas estaban sentadas en las gradas con sus vestidos azules, verdes, amarillos, naranjas, blancos y rosados. Hacía calor, y aquel aburrimiento era completamente ridículo.


-¡Estás compitiendo por el honor de tu escuadrón, Chinaski!


-Sí, cabo Monty.


Era algo triste ver a las chiquilinas esperando a su amante, a su ganador o a su ejecutivo de la gran empresa. De golpeó se oyó crujir y desaparecer a una bandada de palomas asustadas por un pedazo de papel que tremolaba en el viento. Lo que yo necesitaba era estar borracho de cerveza, y en cualquier lugar menos en ese.


Enseguida que alguno cometía un error se tenía que ir de la fila. Al poco rato ya había seis, después cinco, después tres. Yo seguía allí, aunque sin ganas de ganar. Sabía que me iba a quedar eliminado en cualquier momento. Lo que quería era estar lejos. Me sentía cansado, aburrido y lleno de granos. Me importaba un carajo lo que ellos querían ganar. Pero no podía cometer un error demasiado obvio, porque el cabo Monty se iba a sentir herido.


Y de golpe quedamos solamente dos de nosotros. Yo y Andrew Post. Post era el favorito. Su padre era un famoso abogado criminalista y estaba en la tribuna con su mujer, la madre de Andrew. Él sudaba pero se tenía confianza. Yo podía percibir que el único que tenía energía era él.


Está bien, pensé, él lo necesita, ellos lo necesitan. Las cosas son así, y se supone que tienen que ser así.


Seguimos y seguimos repitiendo distintos ejercicios del Manuel de Armamentos. Mientras miraba de reojo los palos del arco que había en la punta de la cancha pensé que si me lo hubiese propuesto, podría haber llegado a ser un gran jugador de rugby.


-¡PRESENTEN! -chilló el comandante y le pegué un manotazo a mi fusil. Había sonado nada más que uno. Y a mi izquierda no sonó ninguno. Andrew Post se había quedado congelado. Se oyó un rumor en la tribuna-. ¡ARMAS! -ordenó el comandante, y yo completé el ejercicio. Post también lo completó, pero llegó a destiempo.

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