miércoles

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 50


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Al volver a Chelsey High todo seguía igual. Un grupo de los mayores se había graduado, pero aparecieron otros que también usaban autos sport y ropa cara. Nunca me hicieron la guerra. Me ignoraban. Lo único que les importaba eran las muchachas, y a los muchachos pobres no nos hablaban ni adentro ni afuera de la clase.

Cuando ya había pasado una semana de mi segundo semestre, encaré a mi padre durante la cena.

-Mirá -le dije-, el instituto es difícil. ¿No me podrías dar un dólar por semana en lugar de 50 centavos?

-¿Un dólar?

-Sí.

Él se metió en la boca una enorme tajada de remolacha a la vinagreta y siguió masticando. Después arqueó las cejas y me miró fijo.

-Eso estaría sumando 52 dólares al año. Así que tendría que trabajar una semana más para mantenerte.

No le contesté. Aunque pensé: Dios mío, si ves todas las cosas así no podés comprar nada: ni pan ni sandía ni diarios ni harina ni leche ni espuma de afeitar. Pero me aguanté callado porque cuanto más odiás, menos mendigás…

Los muchachos ricos se pasaban quemando neumáticos y las muchachas adoraban sus coches resplandecientes. Las clases eran puro cuento para ellos. Lo único que les importaba era salvar el año y sacar buenas notas. Muy pocas veces los veías con un libro. Las muchachas chillaban y se reían cuando agarraban las curvas a toda velocidad, haciendo chirriar los neumáticos. Y yo los miraba pasar con mis 50 centavos en el bolsillo. Ni siquiera sabía manejar un auto.

A mí seguían rodeando los pobres, los perdidos y los idiotas. Me gustaba sentarme abajo de la tribuna de la cancha de fútbol con los dos sandwiches de bologna que llevaba en una bolsa marrón y ellos se me acercaban:

-¿Puedo comer contigo, Hank?

-¡Váyanse a la mierda! ¡Y no se los pienso decir dos veces!

Ya se me habían pegado demasiados tipos así y ninguno me cayó bien: Baldy, Jimmy Hatcher y Abe Mortenson, el judío jorobado. Mortenson podría tener muchos sobresalientes pero era uno de los tipos más idiotas del colegio. Hacía una cosa increíble, por ejemplo: escupirse a cada rato la saliva en las manos. Nunca entendí por qué hacía eso y tampoco se lo pregunté. No me gustaba preguntar. Lo único que hacía era mirarlo lleno de asco. Una vez volví a casa junto con él y descubrí por qué sacaba tantos sobresalientes. Su madre lo obligaba a quedarse con la nariz pegada en los libros. Y a leer así todos los libros, página por página.

-Ella dice que tengo que salvar todos los exámenes -me explicó.

Nunca se le ocurrió pensar que los libros pudieran estar equivocados. O que no tuvieran ninguna importancia. Pero no le pregunté nada. Ni a él ni a la madre.

Y me siguió pasando lo mismo que en la escuela. Siempre andaba rodeado por los perdedores feos y débiles, y no por los fuertes y los hermosos. Parecía que mi destino era viajar con ellos, y lo que más me molestaba era parecerles tan importante a los tipos idiotas y grises. Me sentía si fuera una mierda que atrae a las moscas en lugar de una flor rodeada por las mariposas y las abejas. Yo quería vivir solo porque así me sentía mejor y más limpio, pero nunca aprendí a sacármelos de arriba. Y a lo mejor ellos fueron mis maestros: otro tipo de padres. Pero me resultaba muy incómodo cuando llegaban revoloteando a verme comer mis sandwiches de bologna.

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